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—De todos modos, ya le tocaba salir al jardín —dijo Huesse—. Volveré pronto, con ese bicho de Wintle.

DeWar y Perrund siguieron con la mirada a la mujer y al niño mientras abandonaban la estancia bajo la atenta vigilancia del eunuco vestido de blanco que observaba desde lo alto del pulpito.

—Bueno, bueno, señor DeWar —dijo Perrund—. Ya lo has demorado bastante. Tienes que contarme lo del asesinato que has impedido.

DeWar le contó todo lo que podía del suceso. Omitió los detalles que explicaban cómo había podido responder tan velozmente al ataque del asesino y Perrund tuvo la delicadeza de no insistir demasiado sobre ello.

—¿Y qué hay de la delegación que vino con el embajador de la Compañía del Mar?

DeWar puso cara de preocupación.

—Creo que no sabían nada de lo que pretendía. O puede que uno de ellos sí. Llevaba consigo el mismo narcótico que había tomado el asesino, pero los demás no estaban al corriente. Eran unos ingenuos que pensaban que estaban viviendo una gran aventura.

—¿Los han interrogado a fondo? —preguntó Perrund en voz baja.

DeWar asintió. Bajó la mirada hacia el suelo.

—Solo sus cabezas volverán. Según me han dicho, al final fue un alivio para ellos perderlas.

Perrund le puso un instante la mano en el brazo y luego, con la mirada fija en el eunuco del pulpito, la retiró enseguida.

—La culpa es de su señor, que los envió a la muerte, no tuya. No habrían sufrido menos de haberse salido con la suya.

—Ya lo sé —dijo DeWar con la mejor sonrisa que pudo esbozar—. Quizá podría llamársele falta de empatía profesional. Estoy entrenado para matar o incapacitar lo más rápidamente posible, no para hacerlo de forma lenta.

—¿Entonces no estás contento, de verdad? —preguntó Perrund—. Ya se ha producido un intento, y un intento seño. ¿No tienes la sensación de que esto refuta tu teoría de que el protector tiene un enemigo en la corte?

—Puede —dijo DeWar sin demasiada certeza.

Perrund sonrió.

—Lo cierto es que lo sucedido no te ha tranquilizado en absoluto, ¿verdad?

—No —admitió DeWar. Apartó la mirada—. Bueno, sí, un poco, pero sobre todo porque he decidido que tienes razón. Me preocuparé pase lo que pase y siempre lo veré de la peor manera posible. Soy incapaz de no hacerlo. La preocupación es mi estado natural.

—Vamos, que no deberías preocuparte tanto por tu preocupación —aventuró Perrund con una sonrisilla en los labios.

—Más o menos. De lo contrario, la cosa no tendría fin.

—Qué pragmático. —Perrund se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla en el puño—. ¿Qué sentido tenía la historia de Sechroom, Hiliti y Leleeril?

DeWar pareció incomodarse un poco.

—La verdad es que no lo sé —confesó—. Me la contaron en otro idioma. No ha superado la traducción demasiado bien y… No solo la lengua requería traducción. También he tenido que alterar algunas de las ideas y… de las formas de actuar y de comportarse de la gente para que tuviera sentido.

—Bueno, pues yo diría que ha sido un éxito. ¿Es una historia real?

—Sí. Todo ocurrió de verdad —dijo DeWar antes de reclinarse y echarse a reír sacudiendo la cabeza—. No, estoy burlándome de ti. ¿Cómo iba a ocurrir? Estudia los últimos globos, lee los últimos mapas, navega hasta el fin del mundo. No encontrarás Prodigia por ninguna parte, te lo seguro.

—Oh —dijo Perrund, decepcionada—. ¿Así que no eres de Prodigia?

—¿Cómo se puede ser de un lugar que no existe?

—Pero eres de… Mottelocci, ¿no?

—De Mottelocci, en efecto. —DeWar frunció el ceño—. No recordaba habértelo contado.

—Es un país montañoso, ¿no? Uno de los… ¿Cómo los llaman ahora? Los Medio Ocultos. Los reinos Medio Ocultos. Imposibles de alcanzar la mayor parte del año. Pero paradisíacos, según dicen.

—A medias. En primavera, verano y otoño es precioso. Pero en invierno es terrible.

—Tres estaciones de cuatro le parecerían suficientes a la mayoría de la gente.

—No cuando la cuarta dura más que las otras tres juntas.

—¿Ocurrió allí algo parecido a tu historia?

—Puede.

—¿Y eras tú uno de los protagonistas?

—Tal vez.

—A veces —dijo Perrund mientras se reclinaba con una expresión de exasperación en el rostro— comprendo por qué los gobernantes usan torturadores.

—Oh, yo lo comprendo siempre —dijo DeWar—. Solo que no… —Entonces pareció recobrar la compostura, se irguió y se alisó la camisa. Levantó la mirada hacia las vagas sombras proyectadas sobre el reluciente cuenco invertido de la evanescente cúpula que tenían encima—. Igual tenemos tiempo para echar una partidita. ¿Qué me dices?

Perrund permaneció un momento mirándolo y entonces suspiró y se irguió también.

—Podemos jugar a La disputa del monarca. Es el que más te va. Aunque también están —dijo con un gesto dirigido a un criado situado en una puerta lejana— Los dados del embaucador y El castillo secreto.

DeWar se reclinó en su asiento y observó a Perrund mientras esta seguía con la mirada al criado que se aproximaba.

—Y Subterfugio —añadió ella—, y La jactancia del facineroso y El soplo de la verdad y Travestismo y El caballero embustero y…

7

La doctora

—Mi amo tiene un plan para tu señora. Una pequeña sorpresa.

—¡No me digas!

—Más bien una gran sorpresa, ¿eh?

—Lo mismo que el mío.

Hubo diversos comentarios y cuchicheos como estos alrededor de la mesa, aunque ninguno que, visto en retrospectiva, tuviera la menor gracia.

—¿Qué quieres decir?

Feulecharo, aprendiz del duque Walen, se limitó a guiñarme un ojo. Era un tipo corpulento con una rebelde cabellera castaña que resistía todo intento de controlarla que no implicara el uso de las tijeras. Estaba lustrando un par de botas mientras los demás tomábamos nuestro almuerzo en una tienda, en la llanura de la Perspectiva, el primer día de la 455a Gran Rondalla. Era tradición que, en la primera parada, los pajes y aprendices compartieran la comida. El amo de Feulecharo le había concedido permiso para unirse a nosotros, a pesar de que lo había castigado con taras adicionales por su mal comportamiento, lo que explicaba la presencia de las botas y de una vieja armadura ceremonial oxidada que se suponía debía pulir antes del día siguiente.

—¿Qué clase de plan? —insistí—. ¿Qué quiere el duque de la doctora?

—Digamos solo que alberga sospechas —dijo Feulecharo mientras se daba unos golpecitos en la nariz con el cepillo.

—¿Sobre qué?

—Mi amo también sospecha —dijo Unoure mientras cortaba por la mitad un trozo de pan y lo untaba con la grasa del plato.

—Qué raro —comentó Epline, paje del comandante de la guardia, Adlain.

—Bueno, es un hecho —insistió Unoure con tono avinagrado.

—Sigue probando sus nuevas ideas contigo, ¿eh, Unoure? —dijo uno de los otros pajes. Se volvió hacia los demás—. Una vez vimos a Unoure en los baños…

—¡Ah, sí, me acuerdo de aquello!

—¿Qué año sería?

—Lo vimos, sí —continuó el paje—. Y qué cicatrices. Oíd bien lo que os digo: Nolieti se porta con él como una auténtica bestia.

—¡Me enseña todo lo que sabe! —dijo Unoure mientras se levantaba con lágrimas en los ojos.

—Cierra el pico, Unoure —dijo Jollisce—. No muerdas el anzuelo que te arroja esta chusma. —Dotado de una rubicundez leve pero elegante, Jollisce era el paje del duque Ormin, que había sido el patrono de la doctora después de la familia Mifeli y antes de que el rey solicitara sus servicios. Unoure, mascullando, volvió a sentarse—. ¿Qué planes, Feulecharo? —preguntó Jollisce.