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—Da igual —dijo el aludido. Empezó a silbar y a prestar una atención nada propia de él a las botas que estaba lustrando, y al cabo de un rato se puso a hablarles, como si estuviera tratando de persuadirlas para que se limpiaran solas.

—Ese muchacho es insoportable —dijo Jollisce, y cogió una jarra del vino aguado que era la bebida más fuerte que se nos permitía tomar.

Poco después de la comida, Jollisce y yo salimos a pasear por el borde del campamento. A ambos lados y por delante de nosotros se alzaban las colinas. A nuestra espalda, sobre el borde de la llanura de la Perspectiva, Xamis estaba poniéndose lentamente en un furibundo despliegue de colores, poco más allá del lago Cráter, sobre la orilla sinuosa del mar.

Las nubes, atrapadas entre la luz agonizante de Xamis y los primeros rayos de Seigen, estaban teñidas de oro en un lado, y de rojo, ocre, bermellón, naranja y escarlata en el otro: una amplia jungla de colores. Paseábamos entre los animales mientras sus cuidadores los preparaban para el descanso. Algunos —las bestias de tiro, principalmente— llevaban una bolsa sobre la cabeza. Las mejores monturas tenían elegantes ojeras o contaban con sus propios establos de viaje, mientras que a las bestias de menor calidad les tocaba solo una venda hecha del primer jirón de tela que su dueño hubiese encontrado por ahí. Una por una, fueron tendiéndose en el suelo y preparándose para dormir. Jollisce y yo caminábamos entre ellas. Él estaba fumando una larga pipa. Era mi mejor y más antiguo amigo, al que había conocido durante la época en la que había estado, por breve tiempo, al servicio del duque, antes de que me enviaran a Haspide.

—Probablemente no sea nada —dijo—. A Feulecharo le gusta el sonido de su propia voz y siempre está fingiendo saber cosas que los demás ignoran. Yo no me preocuparía por ello, pero si crees que debes decírselo a tu señora, por supuesto hazlo sin dudarlo.

—Mmmm —dije. Recuerdo (ahora que el paso del tiempo me ofrece una perspectiva más clara de lo ocurrido) que no sabía muy bien qué hacer. El duque Walen era un hombre poderoso y un intrigante. La doctora no podía permitirse el lujo de tener a alguien así como enemigo, pero yo tenía que pensar en mi propio amo, el auténtico, además de en la señora. ¿No debía decírselo a ninguno de los dos? ¿O a uno solo…? Y, en tal caso, ¿a cuál? ¿O a ambos?

—Escucha —dijo Jollisce mientras se detenía y se volvía hacia mí (y me pareció que esperaba hasta que no quedó nadie más a nuestro alrededor antes de revelarme este último detalle)—. Por si te sirve de algo, he oído que es posible que Walen haya enviado a alguien al Cuskery ecuatorial.

—¿Cuskery?

—Sí, ¿lo conoces?

—Me suena. Es un puerto, ¿no?

—Un puerto, una ciudad-estado, el santuario de una Compañía del Mar o una madriguera de monstruos marinos si uno da crédito a ciertas habladurías… Pero la cuestión es que es el punto más septentrional al que llega gente de las tierras del sur en gran número y, supuestamente, hay varias embajadas y consulados allí.

—¿Sí?

—Y, según parece, uno de los hombres del duque Walen ha sido enviado a Cuskery a buscar a alguien de Drezen.

—¡De Drezen! —exclamé, pero entonces, al ver que Jollisce fruncía el ceño y miraba a nuestro alrededor entre los dormidos animales, bajé la voz—. Pero… ¿por qué?

—No se me ocurre ninguna razón —me dijo él.

—¿Cuánto se tarda en llegar a Cuskery?

—Casi un año. El viaje de vuelta es algo más rápido, según dicen. —Se encogió de hombros—. Los vientos.

—Un largo camino para enviar a alguien —dije, perplejo.

—Lo sé —repuso él. Dio una calada a su pipa—. Mi informador está seguro de que era una misión comercial. Ya sabes, la gente siempre está tratando de hacer fortuna con la venta de especias, pociones, frutas exóticas o lo que sea, si logran esquivar a las Compañías del Mar y sortear las tormentas, pero, en fin, el caso es que a mi amo le llegaron unas informaciones que indicaban que el hombre de Walen estaba buscando a una persona en concreto.

—Ah.

—Mmmm. —Jollisce permaneció de pie contemplando la puesta de Xamis, con el rostro teñido de rojo por la luz que se reflejaba en las nubes de color fuego del oeste.

—Bonita puesta —dijo dando una fuerte calada a la pipa.

—Muy bonita —asentí yo a pesar de que no estaba mirando.

—Las mejores fueron las que hubo más o menos cuando cayó el Imperio, ¿no te parece?

—¿Mmm? Oh, sí, naturalmente.

—Compensación de la Providencia por lanzar el cielo sobre nuestras cabezas —reflexionó en voz alta, con la mirada clavada en la cazoleta de la pipa y el ceño fruncido.

—Mmmm. ¿Sí? —Quién sabe, pensé yo. Quién sabe…

Amo, la doctora atendió al rey en su tienda cada día de la Gran Rondalla de Haspide a Yvenir, porque nuestro monarca estaba aquejado de dolores de espalda.

Uno de estos días, estaba sentada en el borde de la cama en la que descansaba el rey Quience.

—Si tanto os duele, señor, deberíais darle descanso —dijo.

—¿Descanso? —repuso el rey mientras se volvía hacia ella—. ¿Cómo quieres que descanse? Esto es la Gran Rondalla, boba. Si yo descanso, descansa todo el mundo, y así, para cuando lleguemos al palacio de verano, ya será hora de volver.

—Bueno —dijo la doctora mientras le sacaba la camisa de debajo de los pantalones de montar y examinaba la ancha y musculosa espalda—. También podríais ir tendido en un carruaje, señor.

—Así me dolería lo mismo —repuso él con la cara en la almohada.

—Puede que os doliera un poco, señor, pero mejoraríais rápidamente. Si vais sentado en una silla, no haréis más que empeorar.

—Esos carros se menean mucho y las ruedas se meten en todos los socavones y zanjas. Los caminos están mucho peor que el año pasado, estoy seguro. ¿Wiester?

—¿Señor? —dijo el rollizo chambelán mientras, saliendo de las sombras, acudía presuroso al lado del rey.

—Que alguien averigüe quién es responsable de este trecho del camino. ¿Se están recaudando los impuestos? Y si es así, ¿están gastándose correctamente? Y si no, ¿adonde están yendo?

—Ahora mismo, señor. —Wiester salió apresuradamente de la tienda.

—No se puede confiar en los duques para la recaudación de los impuestos, Vosill —suspiró el rey—. O, como mínimo, no se puede confiar en sus recaudadores de impuestos. Tienen demasiada autoridad, joder. Hay demasiados recaudadores que están adquiriendo baronías para mi gusto.

—En efecto, señor —dijo la doctora.

—Sí. He estado pensando que podría establecer en las ciudades o los pueblos una especie de…

—¿Autoridad, señor?

—Sí. Sí, autoridad. Un consejo de ciudadanos responsables. Quizá solo para supervisar los caminos, las murallas de la ciudad y esas cosas, al principio. Cosas en las que tuvieran más interés que los duques, que solo piensan en sus mansiones y en cuánta caza hay en sus fincas.

—Estoy segura de que es una idea excelente, señor.

—Sí, yo también. —El rey se volvió y la miró—. Vosotros tenéis, ¿verdad?

—¿Consejos, señor?

—Sí. Estoy seguro de que los has mencionado alguna vez. Probablemente para hacer alguna comparación favorable a vuestro atrasado sistema de gobierno, estoy seguro.

—¿Me creéis capaz de tal cosa, señor?

—Oh, claro que sí, Vosill.

—Nuestros atrasado sistema de gobierno produce caminos en buen estado, eso puedo asegurároslo.

—Pero, claro —dijo el rey con tono abatido—, si les quito poder a los barones, se enfadarán.