En aquel instante parecía una jovencita (y yo un muchacho celoso).
—¿Vuestro barco vino directamente desde allí?
—Oh, no, hubo cuatro viajes más después de Cuskery; a Alyle, en el bergantín Rostro de Jairly, de la Compañía del Mar —dijo ella, y esbozó una gran sonrisa con la mirada dirigida hacia delante—. Luego, desde allí, a Fuollah, en una trirreme, nada menos…, un barco de Farossi, de la antigua marina imperial; y luego por tierra hasta Osk, desde donde fui a Illerne en una argosia de Xinkspar; y finalmente a Haspide en una galera del clan de los Mifeli.
—Suena muy romántico, señora.
Me ofreció lo que se me antojó una sonrisa triste.
—No careció de privaciones e indignidades en diversas ocasiones —dijo mientras se daba unos golpecitos en la caña de la bota— y una o dos veces tuve que sacar esta vieja daga, pero sí, según recuerdo lo fue. Muy romántico. —Aspiró profundamente y soltó el aire, antes de girar sobre sus talones y levantar la mirada hacia el cielo protegiéndose los ojos de Seigen.
—Jairly no ha salido aún, señora —dije en voz baja, sorprendido por la frialdad que sentía. Ella me lanzó una mirada rara.
Volví un poco en mis cabales. Al margen de lo que me hubiese dicho cuando estuve enfermo en el palacio, ella seguía siendo mi señora y yo seguía siendo su criado, además de su aprendiz. Y, además de una señora, tenía un amo. Lo más probable es que nada de lo que pudiera sacarle a la doctora fuera nuevo para él, puesto que tenía muchas otras fuentes, pero no podía estar seguro de ello, así que supongo que tenía la obligación de averiguar todo lo que pudiera, por si algún pequeño detalle podía resultar útil.
—¿Fue así, al tomar el barco del clan Mifeli en Illerne para venir a Haspide, digo, como acabasteis al servicio de los Mifeli?
—No, eso fue pura coincidencia. Poco después de desembarcar, estuve trabajando en el hospicio de los marineros durante algún tiempo, antes de que uno de los Mifeli más jóvenes, que volvía a su casa en un barco, tuviera necesidad de mis servicios. Se dirigía a las islas del Centinela, pero su doctor había sufrido un terrible mareo y no había podido subir a bordo del galeón. El cirujano jefe de la enfermería me recomendó a Prelis Mifeli, así que este me eligió para reemplazarlo. El muchacho sobrevivió, el barco partió y a mí me nombraron médico de la familia Mifeli allí mismo, en el muelle. El viejo Mifeli no pierde el tiempo cuando se trata de tomar decisiones.
—¿Y su viejo doctor?
—Se jubiló, con una pensión. —Se encogió de hombros.
Pasé algún rato observando los cuartos traseros de las dos bestias de carga. Una de ellos defecó copiosamente. Los humeantes excrementos desaparecieron debajo de nuestro carromato, pero no antes de bañarnos en sus vapores.
—Madre mía, qué olor más espantoso —dijo la doctora. Yo me mordí la lengua. Aquella era una de las razones por las que la gente que se lo podía permitir solía mantenerse lo más lejos posible de las bestias de carga.
—Señora, ¿puedo haceros una pregunta?
Ella vaciló un momento.
—Ya me has hecho varias preguntas, Oelph —dijo, y me regaló una mirada entre divertida y maliciosa—. Supongo que lo que quieres decir es si puedes hacerme una pregunta que podría resultar impertinente.
—Ummm…
—Pregunta, joven Oelph. Siempre puedo fingir que no te he oído.
—Solo me preguntaba, señora —dije. De repente me sentía embargado de vergüenza y calidez al mismo tiempo—, por qué abandonasteis Drezen.
—Ah —dijo ella, antes de tomar el látigo y hacerlo restallar sobre el yugo de las dos bestias, sin apenas rozarles la piel. Me miró por un instante—. En parte por ganas de vivir una aventura, Oelph. Por el deseo de ir a alguna parte donde nadie que yo conociera hubiese estado antes. Y en parte… en parte para alejarme, para olvidar a alguien. —Me lanzó una sonrisa deslumbrante, luminosa, un momento antes de volver a mirar el camino—. Viví una historia de amor que no tuvo un final feliz, Oelph. Y soy muy tozuda. Y orgullosa. Una vez que tomé la decisión de marcharme y anuncié que viajaría al otro lado del mundo, no podía, ni quería, echarme atrás. Así que me hice daño dos veces, una por enamorarme de la persona equivocada y otra por ser demasiado obstinada como para, incluso después de que se me pasara el enfado, retractarme de un comentario realizado por despecho.
—¿Fue esa la persona que os regaló la daga, señora? —pregunté. Ya odiaba y envidiaba al hombre en cuestión.
—No —dijo ella con una especie de carcajada desdeñosa que no me pareció nada femenina—. Me había hecho demasiado daño como para cargar encima con un recuerdo suyo. —Bajó la mirada hacia la daga, que sobresalía como siempre de su bota derecha—. La daga fue un regalo del… Estado. Parte de su decoración me la regaló otro amigo. Uno con el que solía tener terribles discusiones. Un regalo de doble filo.
—¿Y sobre qué discutíais, señora?
—Sobre montones de cosas, o sobre montones de aspectos de la misma cosa. Si un poder más allá de lo conocido implica el derecho a imponer un sistema de valores a los demás. —Vio mi expresión de desconcierto y se echó a reír—. Discutimos sobre este lugar, por ejemplo.
—¿Sobre este lugar, señora? —preguntó mirando a mi alrededor.
—Sobre… —pareció vacilar un momento y entonces dijo—: Sobre Haspide, sobre el Imperio. Sobre este hemisferio entero. —Se encogió de hombros—. No te aburriré con los detalles. El caso es que al final me marché y él se quedó, aunque más adelante me enteré de que también él había partido, algún tiempo después que yo.
—¿Y ahora lamentáis haber venido, señora?
—No —dijo ella con una sonrisa—. Lo hice durante la mayor parte del viaje a Cuskery… Pero el ecuador representó un cambio, tal como suele pasar, según dicen, y desde entonces no he vuelto a hacerlo. Sigo echando de menos a mi familia y mis amigos, pero ya no lamento haber tomado la decisión.
—¿Pensáis volver alguna vez, señora?
—No tengo ni idea, Oelph. —Su expresión era atribulada y esperanzada a un tiempo. Entonces esbozó otra sonrisa para mí—. A fin de cuentas, soy la doctora del rey. Si él me dejara marchar, consideraría que no había hecho bien mi trabajo. Puede que me vea obligada a cuidarlo hasta que sea un hombre de avanzada edad, o hasta que se harte de mí porque me salga bigote y se me caiga el pelo y empiece a olerme el aliento, y me haga decapitar por interrumpirlo demasiado a menudo. Entonces, puede que tengas que convertirte tú en el doctor.
—Oh, señora —fue lo único que pude decir.
—No sé, Oelph —me confió—. No se me da muy bien hacer planes. Esperaré y veré lo que el destino me depara. Si la Providencia, o como queramos llamarla, desea que me quede, me quedaré. Si algo me llama de regreso a Drezen, me iré. —Inclinó la cabeza hacia mí y, con lo que probablemente pensara que era una mirada conspirativa, me dijo—: Quién sabe, puede que mi destino me lleve de nuevo al Cuskery ecuatorial. Puede que vuelva a ver a mi guapo capitán de la Compañía del Mar. —Me guiñó un ojo.
—¿Sufrió mucho el país de Drezen por las rocas que cayeron del cielo? —pregunté.
No pareció reparar en mi tono de voz que, me temo, había sido excesivamente frío.
—Más que Haspide —dijo—. Pero mucho menos que las tierras interiores del Imperio. Una ciudad de una lejana isla del norte fue borrada del mapa por una ola gigante que mató a diez mil personas o más, se perdieron algunos barcos y por supuesto las cosechas de un par de estaciones, así que los granjeros se quejaron mucho, pero eso es lo que siempre hacen. No, escapamos relativamente ilesos.