Estábamos en la entrada a los pisos inferiores del palacio. El pasillo que habíamos dejado atrás se alejaba de aquel corredor poco frecuentado hasta la zona de las cocinas y las bodegas del ala oeste. El lugar estaba muy poco iluminado. En el techo, una pequeña abertura proyectaba una polvorienta lámina de luz acromática sobre nosotros y sobre las altas y oxidadas puertas de metal, mientras que del otro lado del pasillo nos llegaba la luz débil de un par de velas.
—Muy bien —dijo la doctora. Se inclinó levemente y realizó un ostentoso examen de la venda que Unoure llevaba en las manos—. Pero no pienso ponerme eso, y no serás tú el que me lo ponga. —Se volvió hacia mí y extrajo un pañuelo limpio de un bolsillo de su chaqueta—. Toma —dijo.
—Pero… —protestó Unoure, pero entonces dio un respingo al oír el tañido de una campana procedente de algún lugar situado más allá de aquellas puertas herrumbrosas. Se volvió y, maldiciendo, guardó de nuevo la venda en el delantal.
Le tapé los ojos a la doctora con el fragante pañuelo mientras Unoure abría las puertas. A continuación, con su maletín en una mano y su mano en la otra, la conduje al pasillo que había detrás de las puertas y luego, tras descender muchas y tortuosas escaleras y cruzar más puertas y pasillos, hasta la cámara oculta en la que nos esperaba maese Nolieti. Cuando estábamos a mitad de camino, volvió a sonar una campana en algún lugar situado más adelante y sentí que la doctora daba un respingo y se le humedecía la mano. Tengo que confesar que mis propios nervios no estaban totalmente tranquilos.
Entramos en la cámara oculta por un arco bajo que nos obligó a agacharnos. (Coloqué una mano sobre la cabeza de la doctora para ayudarla a inclinarse. Su cabello era sedoso y suave). El lugar olía a algo intenso y desagradable y a carne quemada. Me vi incapaz de controlar mi propia respiración y los olores se abrieron paso a la fuerza por mis fosas nasales hasta el interior de mis pulmones.
La estancia, alta y espaciosa, se iluminaba con una variopinta colección de viejas lámparas de aceite, que proyectaban una enfermiza luz entre verde y azulada sobre toda clase de tinas, mesas e instrumentos y contenedores de aspecto diverso —algunos de ellos con forma humana— que no me atreví a inspeccionar con demasiado detenimiento, a pesar de que todos ellos eran atractivos a mis ojos, abiertos de par en par, como el sol atrae a las flores. Un alto brasero situado bajo una chimenea colgante de forma cilíndrica proporcionaba un poco de luz adicional. El brasero se encontraba junto a una silla hecha de anillas de hierro que envolvía por completo a un hombre delgado y desnudo que parecía inconsciente. La forma entera de la silla había girado sobre una estructura de soporte exterior, de tal modo que el hombre parecía haber quedado atrapado en el acto de realizar un salto mortal hacia delante, apoyado sobre las rodillas en el aire, con la espalda paralela a la rejilla que cubría un amplio conducto de iluminación que tenía encima.
El torturador jefe Nolieti se encontraba entre este artefacto y un amplio banco cubierto con diferentes cuencos, jarros y botellas de metal, y una colección de instrumentos que podrían haber estado igualmente a tono en los lugares de trabajo de un albañil, un carpintero, un carnicero y un cirujano. Nolieti estaba sacudiendo su cabeza, voluminosa, gris y cubierta de cicatrices. Tenía las callosas y fuertes manos en las caderas y la mirada clavada en la forma encogida del hombre enjaulado. Bajo el armatoste metálico que envolvía al desgraciado había una amplia losa de piedra cuadrada con un agujero de drenaje en el centro. Un fluido oscuro que parecía sangre había goteado sobre ella. En la oscuridad se vislumbraban unas pequeñas formas blanquecinas que tal vez fuesen dientes.
Nolieti se volvió al oír que nos acercábamos.
—Ya era hora, joder —dijo, mientras clavaba la mirada sucesivamente, primero en mí, luego en la doctora y al fin en Unoure (quien, según pude ver, mientras la doctora volvía a guardarse el pañuelo en un bolsillo de la chaqueta, plegaba ostentosamente la venda negra que le habían ordenado usar con ella).
—Ha sido culpa mía —dijo la doctora con tono prosaico al pasar junto a Nolieti. Se inclinó sobre la espalda del cautivo. Hizo una mueca, arrugó la nariz, se colocó a un lado del artefacto y, con una mano en las anillas de hierro de la estructura, la hizo girar entre chirridos y crujidos hasta que el hombre volvió a encontrarse en una posición sedente más convencional. El infeliz tenía un aspecto horroroso. Su rostro estaba teñido de gris, la piel quemada en diferentes sitios y su boca y su mandíbula habían cedido. Había sendos regueros de sangre seca detrás de cada una de sus orejas. La doctora introdujo una mano por las anillas y trató de abrirle un ojo. El hombre emitió un terrible y sordo gimoteo. Hubo un sonido, una mezcla de succión y desgarro, y el prisionero soltó un ruido quejumbroso, como un aullido lejano, que tras unos instantes se transformó en un burbujeo rítmico y desgarrado, tal vez su respiración. La doctora se inclinó para inspeccionar el rostro del hombre y oí que soltaba un pequeño jadeo.
Nolieti resopló.
—¿Busca esto? —le preguntó a la señora y colocó un pequeño cuenco frente a ella.
La doctora miró apenas un instante el cuenco, pero esbozó una pequeña sonrisa dirigida al torturador. Devolvió la silla de hierro a su anterior posición y continuó examinando la espalda del reo. Separó de la carne unos andrajos empapados en sangre e hizo otra mueca. Agradecí a los dioses que no estuviera mirándome y pedí en silencio que lo que tenía que hacer no requiriera mi asistencia.
—¿Cuál es el problema? —preguntó la doctora a Nolieti, quien por un instante pareció avergonzado.
—Bueno —dijo el torturador jefe tras una pausa—. No deja de sangrar por el culo, ¿sabes?
La doctora asintió.
—Debe de haber dejado que se le enfriaran los hierros —dijo tranquilamente mientras se agachaba, abría el maletín y lo dejaba junto a la bandeja de piedra.
Nolieti se le acercó y se inclinó sobre ella.
—Cómo haya ocurrido no es asunto tuyo, mujer —le dijo al oído—. Tú solo tienes que asegurarte de que se recupere lo suficiente para que podamos seguir interrogándolo hasta que nos cuente lo que el rey necesita saber.
—¿El rey lo sabe? —preguntó la doctora levantando la mirada con una expresión de interés inocente—. ¿Es que lo ordenó él? ¿Conoce la existencia de este desgraciado? ¿O fue el jefe de la guardia, Adlain, el que decidió que el reino caería a menos que este pobre diablo sufriera?
Nolieti enderezó la espalda.
—Eso no es asunto tuyo —dijo con tono de hostilidad—. Tú haz tu trabajo y luego lárgate. —Volvió a inclinarse y pegó la boca al oído de ella—. Y olvídate del rey y del comandante de la guardia. Aquí abajo el rey soy yo, y yo digo que te encargues de tus propios asuntos y me dejes los míos a mí.
—Pero es que esto es asunto mío —dijo la doctora tranquilamente, haciendo caso omiso de la amenazante y voluminosa figura del hombre que tenía a su lado—. Si supiera lo que se le ha hecho, y cómo, me sería más fácil tratarlo.
—Oh, podría enseñártelo, doctora —dijo el torturador jefe mientras miraba a su ayudante y le guiñaba un ojo—. Tenemos tratamientos especiales reservados para las mujeres, ¿verdad, Unoure?
—Bueno, no tenemos tiempo para flirtear —dijo la doctora con una sonrisa acerada—. Decidme simplemente lo que le habéis hecho a este pobre desgraciado.
Nolieti abrió los ojos de par en par. Se incorporó y extrajo un atizador del brasero en medio de una nube de chispas. La punta, al rojo vivo, era tan ancha como la cabeza de una pequeña pala.
—Hacia el final hemos utilizado esto —dijo con una sonrisa y el rostro iluminado por un suave fulgor amarillento.
La doctora miró el atizador y luego al torturador. Se inclinó y tocó algo en la parte trasera del hombre enjaulado.