—¿Creéis que fue obra de los dioses, señora? Algunos dicen que la Providencia estaba castigándonos por algo, o puede que al Imperio. Otros sostienen que fue obra de los dioses antiguos, que van a regresar. ¿Qué pensáis vos?
—Pienso que podría ser cualquiera de esas cosas, Oelph —dijo la doctora con tono meditabundo—. Aunque hay algunas personas en Drezen, filósofos, que tienen una explicación mucho más prosaica.
—¿Y cuál es, señora?
—Que tales cosas ocurren sin razón.
—¿Sin razón?
—Sin más razón que la pura casualidad.
Lo pensé un momento.
—¿No creéis en la existencia del bien y del mal? ¿Y que uno de ellos debe ser imitado y el otro, en cambio, castigado?
—Algunas personas, muy pocas, te responderían que esas entidades no existen. La mayoría coincide en que sí, pero solo en nuestras mentes. El mundo por sí solo, sin nosotros, no reconoce su existencia, puesto que no son cosas, solo ideas, y el mundo no contenía ideas antes de que apareciera la gente.
—¿Así que creen que el hombre no fue creado junto con el mundo?
—Eso es. O al menos, el hombre dotado de inteligencia.
—¿Entonces son seigenistas? ¿Creen que fue el sol menor quien nos creó?
—Algunos dirían que sí. Para ellos, hubo un tiempo en que el hombre no era más que un animal, que se iba a dormir cuando Xamis se ponía y despertaba cuando salía, como los demás animales. Otros creen que no somos otra cosa que luz, que es la luz de Xamis lo que mantiene el mundo unido, como una idea, como un sueño inmensamente complicado, y que la luz de Seigen es la viva expresión de las criaturas pensantes.
Traté de asimilar los diferentes conceptos, y estaba empezando a decidir que no se diferenciaban mucho de las creencias de la gente normal cuando la doctora me preguntó de repente:
—¿Y tú en qué crees, Oelph?
Su rostro, vuelto hacia mí, era del color del suave y dorado atardecer. La luz de Seigen iluminaba los mechones sueltos de su pelo rojo y rizado.
—¿Qué? Vaya, ¿qué creen todas las personas de orden, señora? —dije, antes de percatarme de que ella, que procedía de Drezen, donde la gente profesaba algunas ideas bastante raras, podía albergar creencias muy diferencias—. O sea, la gente de aquí, de Haspidus quiero decir…
—Sí, ¿pero es lo que crees tú personalmente?
La miré con el ceño fruncido, una expresión que un rostro tan elegante y delicado no se merecía. ¿Realmente creía que la gente iba por ahí con creencias diferentes? Uno creía lo que le decían que creyera, lo que tenía sentido creer. Salvo que fuera extranjero, claro está, o filósofo.
—Creo en la Providencia, señora.
—Pero, cuando dices la Providencia, ¿te refieres a Dios?
—No, señora. No creo en ninguno de los antiguos dioses. Ya nadie lo hace. Al menos nadie que tenga una pizca de sentido común. La Providencia es el gobierno de las leyes, señora.
Estaba tratando de no ofenderla hablándole como si fuera una niña. Había experimentado antes ciertos aspectos de la ingenuidad de la doctora y la atribuía a la ignorancia sobre la forma en que se organizaban las cosas en una tierra extranjera, pero después de casi un año, parecía que seguía habiendo temas que los dos creíamos ver bajo una misma luz y una perspectiva similar y que, sin embargo, abordábamos de manera bastante diferente.
—Las leyes de la naturaleza determinan el orden del mundo físico y las leyes del hombre determinan el orden de la sociedad, señora.
—Mmmm —dijo ella con una expresión que lo mismo podía ser meramente reflexiva que estar teñida de escepticismo.
—Un tipo de leyes se origina a partir del otro, como las plantas de la tierra —añadí al recordar algo que me habían enseñado en filosofía natural. (Mis decididos y agotadores esfuerzos por no absorber absolutamente nada de lo que se me había antojado la parte más irrelevante de mi educación no se habían saldado con un éxito total).
—Lo que no difiere demasiado de la idea de que la luz de Xamis ordena la mayor parte del mundo y la de Seigen ilumina al hombre —musitó ella mientras dirigía de nuevo la mirada hacia la puesta de sol.
—Supongo que no, señora —asentí tratando de averiguar adonde quería llegar.
—Ja —dijo—. Qué interesante.
—Sí, señora —dije educadamente.
Adlain: Duque Walen. Un placer, como siempre. Bienvenido a mi humilde tienda. Pasad.
Walen: Adlain.
A: ¿Un poco de vino? ¿Algo de comer? ¿Habéis comido ya?
W: Un vaso. Gracias.
A: Vino. Yo también tomaré un poco. Gracias, Epline. Bueno, ¿os encontráis bien?
W: Bastante. ¿Y vos?
A: Muy bien.
W: ¿No os importaría…?
A: ¿Qué, Epline? No, claro. Epline, si no te importa… Ya te llamaré. ¿Y ahora, Walen? Ya estamos solos.
W: Mmmm. Muy bien. La doctora. Vosill.
A: Seguís pensando en ella, ¿eh, querido duque? Empieza a convertirse en una obsesión. ¿Realmente la encontráis tan interesante? Quizá deberíais decírselo. Puede que le gusten los hombres mayores.
W: Burlarse de la sabiduría que proporciona la edad es el pasatiempo de aquellos que cuentan con no alcanzarla nunca, Adlain. Ya sabéis a qué me refiero.
A: Me temo que no, duque.
W: Pero si vos mismo me habéis confiado vuestras dudas. ¿Acaso no ordenasteis que se investigaran las cosas que escribe por si contenían algún tipo de código o algo por el estilo?
A: Lo pensé. Pero no llegue a hacerlo, al menos directamente.
W: Bueno, pues quizá deberíais, directamente. Es una bruja. O una espía. Una de dos.
A: Ya veo. ¿Ya qué extraños dioses o demonios creéis que sirve? ¿O a qué amo?
W: No lo sé. Nunca lo sabremos hasta que la mujer sea sometida a un interrogatorio.
A: Aja. ¿Os gustaría que pasara eso?
W: Sé que es muy improbable mientras conserve el favor del rey, aunque puede que esto no dure siempre. De cualquier modo, existen otras maneras. Podría desaparecer y ser interrogada… informalmente, por decirlo así.
A: ¿Nolieti?
W: No he… discutido el tema con él, pero sé de buena tinta que se prestaría con sumo gusto a hacerlo. Alberga la decidida sospecha de que esa mujer dio muerte a un reo al que estaba sometiendo a un interrogatorio.
A: Sí, también me lo mencionó a mí.
W: ¿Y no pensáis hacer nada al respecto?
A: Le dije que debería tener más cuidado.
W: Mmmm. En cualquier caso, de este modo podríamos desenmascararla, aunque sería un poco arriesgado y después habría que matarla. Tratar de arrebatarle el favor del rey podría llevarnos más tiempo y en caso de que hubiera que acelerar las cosas, cosa que entra dentro de lo posible, podría acarrear riesgos no mucho menores que los del primer plan.
A: Salta a la vista que habéis dedicado bastante tiempo a reflexionar sobre el asunto.
W: Naturalmente. Pero para secuestrarla sin que se enterara el rey, la ayuda del comandante de la Guardia sería crucial.
A: Sí, ¿verdad?
W: ¿Y bien? ¿Estaríais dispuesto a ayudar?
A: ¿Cómo?
W: Proporcionando los hombres, por ejemplo.
A: Creo que no. Podría producirse una batalla campal entre guardias del palacio, cosa que sería intolerable.
W: Bueno, ¿y de alguna otra forma?
A: ¿Otra forma?
W: ¡Maldita sea, hombre! ¡Ya sabéis a qué me refiero!
A: ¿Soldados que miren en otra dirección en el momento adecuado? ¿Huecos en las guardias? ¿Cosas así?
W: Sí, justo.
A: Pecados de omisión y no de comisión.
W: Expresadlo como os plazca. Son los actos, o la ausencia de ellos, lo que a mí me interesa.