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A: En ese caso, puede.

W: ¿Nada más? ¿Un simple «puede»?

A: ¿Acaso estáis pensando en actuar en un futuro próximo, duque?

W: Puede.

A: Ja. Veréis, a menos que me…

W: No hablo de hoy ni de mañana. Estoy tratando de determinar si, en caso de que fuera necesario, un plan así podría llevarse a la práctica con una mínima demora.

A: En ese caso, si yo estuviera convencido de la urgencia del asunto, podría ser.

W: Bien. Eso está mejor. Al fin. Por la Providencia, sois de lo más…

A: Pero tendría que estar convencido de que la seguridad del monarca estaba amenazada. La doctora Vosill ha sido nombrada personalmente por el rey. Actuar contra ella podría interpretarse como un acto contra nuestro amado Quience. Su salud está en manos de esa mujer, puede que tanto como en las mías. Yo hago lo que modestamente está en mi mano para mantener a raya a los asesinos y a todos aquellos que pudieran quererle mal a nuestro rey, mientras ella combate los males que vienen de su interior.

W: Sí, sí, lo sé. Está muy próxima a él. Depende de ella. Ya es demasiado tarde para impedir que su influencia alcance su cénit. Solo podemos actuar para acelerar su descenso. Pero para entonces podría ser demasiado tarde.

A: ¿Creéis que tiene la intención de asesinar al rey? ¿O de influenciarlo? ¿O solo se limita a espiar para alguna potencia extranjera?

W: Todo podría ser, en función de las circunstancias.

A: También podría ser que no hubiese nada.

W: Parecéis menos preocupado de lo que yo habría esperado, Adlain. Esa mujer ha llegado desde el otro lado del mundo, entró en la ciudad hace apenas dos años, trabajó para un mercader y para un noble —durante corto tiempo, en ambos casos— y entonces, de repente, ¡se encuentra más cerca que nadie de nuestro rey! ¡Por la Providencia, una esposa pasaría menos tiempo con él!

A: Sí, cualquiera se sentiría tentado de preguntarse si además cumple con alguno de los deberes íntimos de una esposa.

W: Mmmm. No lo creo. Acostarse con el propio médico es algo raro, aunque reconozco que eso se debe a que una mujer médico es algo antinatural. Pero no, no he visto nada que induzca a pensar tal cosa. ¿Por qué? ¿Acaso sabéis algo?

A: Meramente me preguntaba si vos tendríais alguna información.

W: Mmmm.

A: Como es lógico, parece una doctora bastante competente. Como mínimo, no le ha hecho al rey ningún daño evidente, y en mi dilatada experiencia, eso es más de lo que cabría esperar de un médico de la corte. Quizá deberíamos dejarla tranquila por ahora, mientras no tengamos nada más fiable que nuestras sospechas, por muy acertadas que se hayan mostrado en el pasado.

W: Quizá. ¿La pondréis bajo vigilancia?

A: Bueno, no incrementaré la vigilancia actual.

W: Mmmm. Además, estoy explorando otras vías de investigación que podrían poner a prueba la veracidad de su historia.

A: ¿De veras? ¿Y cómo es eso?

W: No os aburriré con los detalles, pero abrigo dudas sobre algunas de sus afirmaciones y espero poder presentar pruebas ante el rey que la desacreditarán y demostrarán que es una impostora. Se trata de una inversión a largo plazo, aunque puede que dé sus frutos durante la estancia en el palacio de verano o, en caso de que no sea así, poco después.

A: Ya veo. Bueno, en tal caso habrá que esperar que no perdáis el capital invertido. ¿Podéis contarme qué forma adopta?

W: Oh, la moneda del hombre. Y de la tierra, y de la lengua. Pero, basta. No diré nada más.

A: Creo que voy a tomar un poco más de vino. ¿Me acompañáis?

W: No, gracias. Tengo otros asuntos que atender…

A: Permitidme…

W: Gracias. Ah. Mis viejos huesos… Al menos todavía puedo cabalgar, aunque puede que el año que viene vaya en carruaje. Gracias a la Providencia que el viaje de vuelta es más sencillo. Y que ya no estamos muy lejos de Lep.

A: Estoy seguro de que aún podéis superar en las cacerías a hombres a los que dobláis la edad, duque.

W: Y yo estoy seguro de que no, pero vuestros halagos resultan gratificantes a pesar de ello. Buenos días.

A: Buenos días, duque… ¡Epline!

Todo esto lo copié —con algunas sustracciones para que la narración resultara menos tediosa— de la parte del diario de la doctora escrita en imperial. Nunca se lo enseñé a mi amo.

¿Podía haberlo escuchado? Parece poco probable. El comandante Adlain tenía su propio médico y estoy seguro de que nunca recurrió a los servicios de la doctora. ¿Qué podía estar ella haciendo cerca de su tienda?

¿Es posible que fueran amantes y que ella hubiese estado escondida bajo la cama durante toda la conversación? No parece más plausible. Estuve con ella casi todo el tiempo, todos los días. Además, ella confiaba sinceramente en mí, estoy convencido. Y Adlain no le gustaba, es tan simple como eso. De hecho, se sentía amenazada por él. ¿Cómo podía haberse metido repentinamente en la cama del hombre al que temía, sin haber dado antes el menor indicio de que lo deseaba, ni haberlo dado después de haberse acostado con él? Sé que los amantes ilícitos pueden ser ingeniosos hasta el extremo y encontrar de pronto en su interior reservas de astucia y capacidad de acción que hasta entonces nunca hubiesen creído poseer, pero imaginar a la doctora y al comandante de la guardia involucrados en una conspiración sexual de esta naturaleza es llevar las cosas demasiado lejos.

¿Sería Epline la fuente? ¿Tenía ella alguna influencia sobre él? La verdad es que parecía que no se conocían, pero ¿quién podía saberlo? Puede que fueran amantes, pero las mismas reservas que se aplicaban al caso de Adlain podían utilizarse en este caso.

No se me ocurre de qué otro modo podía haberse enterado. Pensé que podía ser todo ello una invención, algo que hubiera elaborado a partir de sus peores temores con respecto a lo que la corte podía tenerle preparado, pero por alguna razón tampoco me parecía una explicación verosímil. Mi conclusión final fue que reflejaba una conversación real, pero no se me ocurría cómo podía haber llegado hasta sus oídos.

Así son las cosas. A veces, no todo tiene sentido. Debe de existir alguna explicación, y puede que se parezca un poco a la de la media naranja. Tendríamos que estar contentos sabiendo que existe, en algún lugar del mundo, y tratar de no pensar demasiado en que lo más probable es que nunca la encontremos.

Llegamos sin más incidentes a la ciudad de Lep-Skatcheis.

La mañana después de llegar, la doctora y yo acudimos a los aposentos del rey antes de la hora prescrita para el inicio de los asuntos del día. Como solía ocurrir en tales ocasiones, los asuntos del rey —y de gran parte de la corte— consistían en escuchar ciertas disputas legales que se consideraban demasiado complicadas o demasiado importantes para que las autoridades o el alguacil de la ciudad las resolvieran. En mi experiencia, obtenida a lo largo de los tres años que había participado en aquel viaje, la presidencia de estas audiencias no era una de las partes de sus responsabilidades que más complacían a nuestro rey.

Los aposentos de nuestro monarca se encontraban en una esquina del palacio del alguacil de la ciudad, sobre unas terrazas cubiertas de luminosos estanques que descendían hacia el río. Los vencejos y los pinzones jugaban en el aire cálido del exterior, dando vueltas y haciendo cabriolas más allá de la piedra fresca de las balaustradas del balcón. El chambelán Wiester nos llevó hasta allí con los aspavientos de costumbre.

—Oh. ¿Llegáis a tiempo? ¿Ha sonado la campana? ¿O el cañón? No he oído la campana. ¿Y vos?

—Hace un momento —le dijo la doctora mientras lo seguía por la sala de recepción hasta el vestidor del rey.

—¡Providencia! —dijo él, y entonces abrió las puertas.