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—Es evidente que no puedo salir sola —le dijo—. He pasado demasiado tiempo en estancias y patios, en terrazas y jardines. En cualquier lugar, de hecho, donde el tráfico más peligroso es el de un eunuco con una bandeja de aguas perfumadas que alguien espera con urgencia.

—No os he hecho daño, ¿verdad? —le preguntó DeWar con una mirada de soslayo.

—No, pero aunque me lo hubieras hecho, lo habría preferido a ser aplastada por las ruedas de hierro de una máquina de asedio lanzada a toda velocidad. ¿Adónde creen que van con tanta prisa?

—Bueno, a esa velocidad no llegará muy lejos. Las monturas parecían agotadas ya y eso que aún no habían dejado la ciudad. Supongo que se trata de una exhibición para impresionar a la población. Pero es de suponer que acaben en Ladenscion.

—¿Así que la guerra ya ha empezado?

—¿Qué guerra, mi señora?

—La guerra contra los barones rebeldes de Ladenscion, DeWar. No soy idiota.

DeWar suspiró y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba prestándoles demasiada atención.

—Oficialmente, no ha estallado aún —dijo acercando los labios al borde de la capucha de Perrund. Ella se volvió hacia él y en ese momento pudo captar su fragancia, dulce y almizclada—, pero creo que puede decirse, sin temor a errar, que es inevitable.

—¿A qué distancia está Ladenscion? —preguntó ella. Se agacharon para pasar por debajo de las frutas colgadas en el exterior de una verdulería.

—Hay unos veinte días a caballo hasta las colinas.

—¿Tendrá que ir el Protector en persona?

—La verdad es que no podría decirlo.

—DeWar —dijo ella en voz baja con algo que sonó como a decepción.

DeWar suspiró y volvió a mirar a su alrededor.

—No lo creo —dijo—. Tiene muchas cosas que hacer aquí y hay generales más que de sobra para encargarse de ello. No… No debería prolongarse mucho en el tiempo.

—No pareces muy convencido.

—¿De veras? —Se detuvieron en una calle lateral para dejar pasar un pequeño rebaño de bestias de tiro que se dirigía al mercado de ganado—. Parece ser que soy el único que piensa que esta guerra es… sospechosa.

—¿Sospechosa? —Perrund lo dijo con tono divertido.

—Tanto las quejas de los barones como la tozudez de su actitud y su negativa a negociar me parecen desproporcionadas.

—¿Piensas que están tratando de provocar una guerra para sacar partido?

—Sí. Pero, no para ellos. Eso sería una locura. Por alguna razón que no es un deseo de independizarse de Tassasen.

—¿Y qué otra motivación podría haber?

—No es su motivación lo que me preocupa.

—¿Y entonces qué?

—La de quienes están detrás de ellos.

—¿Crees que alguien los está azuzando para ir a la guerra?

—Eso me parece a mí, pero soy solo un guardaespaldas. El Protector está reunido con sus generales y piensa que no necesita ni mi presencia ni mis opiniones.

—Y yo agradezco tu compañía. Pero me había formado la impresión de que el Protector valoraba tu consejo.

—Lo valora más cuanto más se ajusta a su propia visión de las cosas.

—DeWar, estás celoso, ¿no? —Se detuvo y lo miró. Él estudió su cara, envuelta en sombras y medio oculta tras la capucha y el fino velo. Su piel parecía resplandecer en la oscuridad, como un montón de oro en el fondo de una cueva.

—Puede que sí —admitió con una sonrisa avergonzada—. O puede que, una vez más, esté tratando de cumplir con mis obligaciones en áreas que no me corresponden.

—Como en nuestra partida.

—Como en nuestra partida.

Se volvieron a la vez y continuaron caminando. Perrund se agarró de nuevo a su brazo.

—Bueno, ¿y quién crees que puede estar detrás de esos fastidiosos barones?

—Kizitz, Bresitler, Velfasse. Cualquier combinación de nuestros tres aspirantes a emperador. Kizitz participaría por gusto en cualquier intriga. Breistler reclama parte de Ladenscion y podría ofrecer sus fuerzas como compromiso, para separar nuestros ejércitos de los de los barones. Valfasse le ha echado un ojo a nuestras provincias del este, así que atraer nuestras fuerzas al oeste podría ser una finta. A Faross le gustaría recuperar las islas Arrojadas y podría utilizar una estrategia similar. Y luego está Haspidus.

—¿Haspidus? —dijo ella—. Pensaba que el rey Quience apoyaba a UrLeyn.

—Puede convenirle que lo parezca por ahora. Pero Haspidus se encuentra detrás, o más allá, de Ladenscion. Le resultaría más fácil que a nadie surtir de material a los barones.

—¿Y crees que Quience se opone al Protector por el principio regio? ¿Porque UrLeyn tuvo la osadía de matar a un rey?

—Quience conocía al viejo rey. Beddun y él eran tan amigos como pueden llegar a serlo dos monarcas, así que podría haber algo personal en su animosidad. Pero aunque no fuera así, Quience no es ningún tonto y no tiene problemas acuciantes en este momento. Puede permitirse el lujo de pensar y sabe que si quiere transmitirle la corona a sus herederos, el ejemplo de UrLeyn debe recibir una respuesta más tarde o más temprano.

—Pero Quience aún no tiene hijos, ¿verdad?

—Ninguno reconocido, y todavía no se ha decidido a tomar esposa, pero aunque solo estuviera preocupado por su propio reino, podría seguir queriendo que cayera el Protectorado.

—Ay. No sabía que estuviéramos tan rodeados de enemigos.

—Me temo que así es, señora.

—Ah. Aquí estamos.

El viejo edificio de piedra que había al otro lado de la abarrotada calle era el hospital de los pobres. Era allí donde Perrund quería llevar la cesta de comida y medicinas.

—Mi antigua casa —dijo contemplándolo por encima de las cabezas de la gente. Un pequeño grupo de soldados ataviados con coloridos uniformes dobló una esquina y se aproximó por la calle, precedido por un joven tamborilero, flanqueado por mujeres llorosas a ambos lados y seguido por unos cuantos niños. Todo el mundo se volvió hacia allí salvo Perrund. Su mirada permaneció clavada en las desgastadas y mugrientas piedras del hospital del otro lado de la calle.

DeWar miró a un lado y a otro.

—¿Habéis vuelto desde entonces? —preguntó.

—No. Pero me he mantenido en contacto con ellos. En el pasado les he mandado cosas. Pensé que sería divertido traerlas en persona esta vez. Oh. ¿Quiénes son esos? —Los soldados estaban pasando por delante. Llevaban unos uniformes brillantes, amarillos y rojos, con cascos de metal bruñido. Cada uno de ellos tenía un largo tubo de metal con una montura de madera colgado del hombro y saludaba con el brazo por encima del reluciente yelmo.

—Mosqueteros, señora —dijo DeWar—. Y la bandera que siguen es la del duque Simalg.

—Ah. Así que esos son mosquetes. Había oído hablar de ellos.

DeWar observó el paso de la tropa con una mirada preocupada y distraída.

—UrLeyn no quiere ni verlos en palacio —dijo al cabo de un rato—. Pero son muy útiles en el campo de batalla.

El sonido de los tambores se apagó. Las calles volvieron a llenarse con su tránsito ordinario. Entonces se abrió un hueco en el tráfico de carros y carruajes que los separaba del hospital y DeWar creyó que podrían utilizarlo para cruzar, pero Perrund vaciló, con la mano en su antebrazo y la mirada clavada en los sillares avejentados del antiguo edificio. El guardaespaldas se aclaró la garganta.

—¿Quedará alguien de cuando estabais allí?

—La matrona actual era niñera cuando yo vivía allí. Es con ella con la que me he estado escribiendo. —Pero siguió sin moverse.

—¿Estuvisteis mucho tiempo?

—Solo unos diez días, más o menos. Fue hace cinco años, tan solo, pero parece mucho más. —Siguió mirando fijamente el edificio.

DeWar no sabía muy bien qué decir.