—Debió de ser una época difícil.
Con lo poco que había conseguido arrancarle a lo largo de los últimos años, DeWar había averiguado que la habían llevado allí aquejada de unas fiebres terribles. Ella y ocho de sus hermanos, hermanas y primos, habían sido refugiados de la guerra de sucesión en la que UrLeyn se había hecho con el control de Tassasen, tras la caída del Imperio. Habían llegado desde el sur, donde la lucha era más encarnizada, y se habían encaminado a Crough, junto con gran parte de la población de aquellas regiones. Su familia practicaba el comercio en una pequeña ciudad mercantil, pero la mayor parte de ella había sido asesinada por las fuerzas del rey tras arrebatarles la ciudad a las tropas de UrLeyn. Los hombres del general, con él mismo a la cabeza, la habían reconquistado, pero para entonces Perrund y los pocos parientes vivos que le quedaban se encontraban de camino a la capital.
Todos ellos habían contraído la enfermedad durante el viaje y solo un generoso soborno logró franquearles las puertas de la ciudad. Los menos graves habían conducido sus carromatos a los antiguos parques reales, donde se permitía acampar a los refugiados, y el poco dinero que les quedaba lo habían invertido en contratar un médico y una enfermera. La mayoría había muerto. Perrund había encontrado sitio en el hospital de los pobres. Había estado a punto de morir, pero luego se había recuperado. Cuando fue en busca del resto de su familia, el camino la llevó hasta los pozos de brea que había extramuros, donde la gente había sido enterrada a centenares.
Había pensado en suicidarse, pero el miedo le había impedido hacerlo, además del convencimiento de que, ya que la Providencia había decidido que se recuperara de la enfermedad, era posible que no estuviera destinada a morir aún. Por otro lado, por entonces había empezado a cundir la sensación generalizada de que lo peor ya había pasado. La guerra había terminado, la plaga casi había desaparecido y el orden había retornado a Crough y estaba haciéndolo al resto de Tassasen.
Perrund trabajaba en el hospital y dormía en el suelo de uno de las grandes salas generales, donde la gente lloraba, gritaba y gemía durante todo el día y toda la noche. Mendigaba comida en las calles y rechazaba muchas ofertas que le habrían permitido comprar alimentos y otras comodidades a cambio de sexo, pero entonces un eunuco del harén de palacio —que era de UrLeyn, ahora que el viejo rey estaba muerto— había visitado el hospital. El doctor que le había buscado a Perrund un lugar en el hospital le había dicho a un amigo de la corte que era una gran belleza y —una vez que la persuadieron para lavarse la cara y ponerse un vestido— el eunuco se mostró de acuerdo con su afirmación.
Así que la reclutaron para la lánguida opulencia del harén y se convirtió en una de las favoritas del Protector. Lo que le habría parecido una especie de lujo restrictivo, e incluso una prisión de barrotes dorados, a la joven que había sido un año antes, cuando su familia y ella vivían juntos y en paz en una próspera y pequeña ciudad, se le antojaba ahora, tras la guerra y todo cuanto la había acompañado, un santuario bendito.
Entonces llegó el día en el que UrLeyn y varios de sus favoritos de la corte, incluidas algunas de sus concubinas, iban a ser retratados por un artista famoso. El artista trajo consigo a un nuevo ayudante que resultó tener una misión mucho más importante que plasmar en el lienzo al general y sus partidarios, y solo la intervención de Perrund al interponerse entre UrLeyn y su cuchillo impidió que el Protector pasara a mejor vida.
—¿Vamos? —preguntó DeWar al ver que seguía sin moverse.
Ella lo miró un momento como si hubiera olvidado que se encontraba allí y entonces sonrió desde el fondo de su capucha.
—Sí —dijo—. Sí, vamos.
Le agarró el brazo con fuerza al cruzar la calle.
—Cuéntame más cosas de Prodigia.
—¿Qué? Oh, Prodigia. Deja que piense… Pues, por ejemplo, en Prodigia todo el mundo puede volar.
—¿Como los pájaros? —preguntó Lattens.
—Igual que los pájaros —confirmó DeWar—. Saltan desde los acantilados o desde lo alto de los edificios, que son muy numerosos en Prodigia, o van corriendo por las calles y de pronto dan un brinco y remontan el vuelo hacia los cielos.
—¿Y tienen alas?
—Sí, pero son alas invisibles.
—¿Y pueden volar hasta los soles?
—Por sí solos no. Para llegar hasta allí tienen que usar naves. Naves de velas invisibles.
—¿Y el calor de los soles no las quema?
—No, porque las velas son invisibles y el calor las atraviesa. Pero, por supuesto, si se acercan demasiado, los cascos de madera se carbonizan, se ponen negros y se queman.
—¿Están muy lejos los soles?
—No lo sé, pero la gente dice que cada uno está a una distancia diferente y hay personas muy inteligentes que dicen que los dos están muy, muy lejos.
—Deben de ser esos hombres que se hacen llamar matemáticos y que aseguran que el mundo es redondo en lugar de plano.
—Así es —confirmó DeWar.
Una compañía itinerante de teatro de sombras había llegado a la corte. Se habían instalado en el edificio del palacio dedicado a las representaciones, cuyas ventanas de yeso tenían batientes que podían cerrarse para impedir que pasara la luz. Habían tendido una sábana blanca, muy tensa, sobre un marco de madera cuyo borde inferior se encontraba un poco por encima de sus cabezas. Debajo de este marco colgaba un lienzo negro. La pantalla blanca se iluminaba desde atrás mediante una potente lámpara situada a cierta distancia. Los dos hombres y las dos mujeres manejaban los títeres bidimensionales y el atrezzo de sombras que los acompañaban. Usaban unos finos palitos para hacer que se movieran los miembros y los cuerpos de los personajes. Los efectos, como las cascadas y las llamas, se conseguían utilizando finas tiras de papel negro y un atizador que las hacía ondear. Usando varias voces diferentes, los intérpretes hilvanaban antiguos relatos de reyes y reinas, héroes y villanos, fidelidades y traiciones, amores y odios.
Ahora estaban en el intermedio. DeWar había estado detrás del escenario para asegurarse de que los dos centinelas que había apostado allí seguían despiertos, como así era. Al principio, los artistas habían puesto algunas objeciones, pero él había insistido en que los guardias permanecieran allí. UrLeyn estaba sentado en el centro del pequeño auditorio, y ofrecía un blanco perfecto y estacionario para un asesino situado tras la pantalla y armado con una ballesta. El Protector, Perrund y todos los que estaban al corriente de la presencia de los dos centinelas pensaban que, una vez más, DeWar estaba tomándose demasiado en serio sus deberes, pero él no podía estar allí sentado, asistiendo tranquilamente al espectáculo, sin que nadie vigilara la parte trasera del escenario. También había apostado guardias junto a las ventanas, con la orden de abrir los postigos al instante si la lámpara que había detrás de la pantalla se apagaba.
Una vez tomadas todas estas precauciones, se había sentado para presenciar el espectáculo —desde el asiento contiguo al de UrLeyn— con cierto grado de ecuanimidad, y cuando Lattens apareció trepando sobre el asiento de al lado, se sentó en su regazo y exigió que le contara más cosas sobre Prodigia, decidió que se sentía lo bastante relajado como para obedecer de buen grado. Perrund, que se encontraba un asiento más allá, se había vuelto para formular su pregunta sobre los matemáticos y observaba a DeWar y a Lattens con una expresión divertida e indulgente.
—¿Y también vuelan por debajo del agua? —preguntó Lattens. Se bajó del regazo de DeWar y se plantó delante de él, con una mirada de profunda concentración. Vestía como un soldadito, con una espada de madera al cinto y una vaina ornamental.
—Desde luego que sí. Se les da tan bien aguantar la respiración que pueden hacerlo durante varios días seguidos.