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—¿Y pueden volar sobre las montañas?

—Solo a través de túneles, pero hay montones de ellos. Por supuesto, algunas de las montañas son huecas. Y otras están llenas de tesoros.

—¿Y hay magos y espadas mágicas?

—Sí, espadas mágicas a centenares, y magos a montones. Aunque suelen ser un poco arrogantes.

—¿Y gigantes y monstruos?

—En cantidad, aunque son unos gigantes muy amables y unos monstruos muy serviciales.

—Qué aburrido —murmuró Perrund mientras estiraba el brazo sano y alisaba algunos de los rizos más rebeldes de Lattens.

UrLeyn se volvió en el asiento, con un brillo en los ojos. Bebió un trago de vino y dijo:

—¿Qué es esto, DeWar? ¿Ya estás llenando la cabeza del muchacho de tonterías?

—No estaría nada mal —dijo BiLeth desde un par de asientos de distancia. El espigado ministro de Asuntos Exteriores parecía aburrido con la representación.

—Me temo que sí, señor —admitió DeWar al Protector, ignorando a BiLeth—. Estoy hablándole de gigantes amables y monstruos simpáticos, cuando todo el mundo sabe que los gigantes son crueles y los monstruos, aterradores.

—Qué ridiculez —dijo BiLeth.

—¿Qué pasa? —preguntó RuLeuin mientras se volvía hacia ellos. El hermano de UrLeyn estaba sentado junto a él, al otro lado de Perrund. Era uno de los pocos generales que no había sido enviado a Ladenscion—. ¿Monstruos? Hemos visto algunos monstruos en la pantalla, ¿no, Lattens?

—¿Tú qué prefieres, Lattens? —preguntó UrLeyn a su hijo—. ¿Gigantes y monstruos buenos o malos?

—¡Malos! —gritó Lattens. Sacó la espada de la vaina—. ¡Para poder cortarles la cabeza!

—¡Ese es mi chico! —dijo su padre.

—¡En efecto! ¡En efecto! —convino BiLeth.

UrLeyn le tendió la copa de vino a RuLeuin y luego levantó al niño en brazos, lo depositó delante de sí y se enfrentó a él en un duelo imaginario con la daga envainada. En el rostro de Lattens apareció una mirada de gran concentración mientras intercambiaba estocadas, paradas, fintas y esquivas con su padre. La espada de madera chasqueaba y castañeteaba al golpear la daga envainada.

—¡Bien! —decía su padre—. ¡Muy bien!

DeWar vio que el comandante ZeSpiole se levantaba de su asiento y, caminando de lado, se dirigía hacia el pasillo. Se disculpó, se levantó también y se reunió con él en el excusado que había detrás del teatro, de cuyas instalaciones estaban también haciendo uso uno de los intérpretes y un par de guardias.

—¿Recibisteis el informe, comandante? —preguntó DeWar.

ZeSpiole levantó la mirada, sorprendido.

—¿Informe, DeWar?

—Sobre la visita que la señora Perrund y yo hicimos al viejo hospital.

—¿Y por qué razón iba a recibir un informe sobre eso, DeWar?

—Pues tal vez porque uno de vuestros hombres nos estuvo siguiendo desde palacio.

—¿De veras? ¿Quién era?

—No sé cómo se llama. Pero lo reconocí. ¿Queréis que lo aborde la próxima vez que lo vea? Si no actuaba siguiendo órdenes vuestras, quizá deberíais preguntarle qué lo ha llevado a seguir a dos personas en una visita inocente y oficialmente sancionada a la ciudad.

ZeSpiole vaciló un instante y luego dijo:

—No será necesario, gracias. Estoy seguro de que ese informe, en caso de haberse realizado, solo diría que la concubina y vos realizasteis una visita perfectamente inocente a dicha institución, de la que regresasteis sin incidentes.

—Yo también estoy seguro.

DeWar regresó a su asiento. Los actores anunciaron que la segunda parte del espectáculo estaba a punto de empezar. Hubo que calmar a Lattens antes de que pudieran proceder. Una vez iniciado el segundo acto, el muchacho se sentó un rato entre su padre y Perrund, pero esta le acarició la cabeza, empezó a hacer ruidos tranquilizadores y antes de que hubiera pasado mucho tiempo, las historias del teatro de sombras habían captado el interés del niño.

El ataque le sobrevino hacia la segunda mitad. De repente se puso rígido y empezó a temblar. DeWar fue el primero en darse cuenta. Se inclinó hacia delante y se disponía a decir algo cuando Perrund se volvió, con el rostro iluminado por la luz de la pantalla y recorrido también por sus sombras, y una expresión ceñuda.

—¿Lattens…? —dijo.

El niño emitió un extraño ruido estrangulado y sufrió una convulsión que lo arrojó a los pies de su padre, quien, sobresaltado, dijo:

—¿Qué…?

Perrund abandonó el asiento y cayó de rodillas junto al niño.

DeWar se levantó y se volvió hacia la parte trasera del teatro.

—¡Guardias! ¡Los postigos! ¡Ya!

Los postigos crujieron y la luz inundó las filas de asientos. La repentina iluminación reveló rostros sorprendidos que miraban en todas direcciones. La gente empezó a volverse hacia las ventanas, murmurando. La pantalla se había vuelto blanca y las sombras habían desaparecido. La voz del hombre que relataba la historia se detuvo, confundida.

—¡Lattens! —dijo UrLeyn mientras Perrund incorporaba al muchacho. Lattens tenía los ojos cerrados y el rostro teñido de gris y cubierto de sudor—. ¡Lattens! —El Protector levantó al niño en brazos.

DeWar permaneció donde estaba, recorriendo el teatro con la mirada. Algunos espectadores estaban levantándose. Frente a él había una fila de rostros preocupados orientados hacia el Protector.

—¡Doctor! —dijo DeWar al ver a BreDelle. El corpulento doctor parpadeaba bajo la luz.

9

La doctora

Amo, he pensado que sería conveniente hacer mención en mi informe a los sucesos que tuvieron lugar en los Jardines Ocultos el día que el duque Kettil presentó el último mapamundi del geógrafo Kuin a su majestad.

Habíamos llegado en la fecha prevista al palacio de verano de Yvenir, en las colinas de Yvenage, y nos habíamos instalado en los aposentos del doctor, situados en una torre redonda de la casa menor. Desde nuestras habitaciones se veían las casitas y pabellones esparcidos sobre las boscosas laderas inferiores de la colina del palacio. El número de los edificios iba creciendo gradualmente al tiempo que menguaban las distancias entre ellos, hasta que acababan por fundirse con las antiguas murallas de la ciudad de Mizui, que llenaban el fondo del valle, justo debajo del palacio. En el valle, a ambos lados de la ciudad, se veía gran cantidad de granjas, campos y arroyos, y más allá se alzaban unas colinas poco empinadas y boscosas, rodeadas a su vez por las formas redondeadas y cubiertas de nieve de las lejanas montañas.

El rey, en efecto, se había caído del caballo en el transcurso de una cacería celebrada cerca de Lep-Skatacheis (aunque lo había hecho el último día de nuestra estancia allí, no el primero) y desde entonces había tenido que sufrir una torcedura de tobillo que lo había obligado a cojear. La doctora se lo había vendado y había hecho cuanto había podido por curarlo, pero las obligaciones del rey le habían impedido descansar tanto como a ella le hubiese gustado, de modo que la recuperación estaba siendo lenta.

—Tú. Sí, más vino. No, de ese no. Del otro. Ah. Adlain. Ven y siéntate a mi lado.

—Majestad.

—Vino para el comandante de la Guardia. Vamos. Tienes que darte más prisa. Los buenos criados actúan cuando los deseos de su señor están todavía en proceso de formación. ¿No es así, Adlain?

—Estaba a punto de decirlo, señor.

—Estoy seguro de ello. ¿Qué noticias hay?

—Oh, rumores del ancho mundo, principalmente. Inadecuados para un lugar tan magnífico como este. Podrían arruinar las vistas.

Estábamos en los Jardines Ocultos, detrás del gran palacio, casi en la cima de la colina. Los muros del jardín, rojos y cubiertos de plantas trepadoras, ocultaban la totalidad del palacio, salvo sus torres más altas. El pequeño valle colgado que contenía los jardines ofrecía una magnífica vista de las lejanas llanuras, que, teñidas de azul por la lejanía, se fundían con la luz del cielo en el horizonte.