—¿Alguna noticia de Quettil? —preguntó el rey—. Se supone que tenía que traerme algo. Pero claro, tratándose de Quettil, todo tiene que estar preparado previamente. No puede ocurrir sin más. Preveo una ceremonia con toda la pompa.
—El duque Quettil no es de los que murmuran cuando podría atraer más atención con un grito —convino Adlain mientras se quitaba el sombrero y lo dejaba sobre la alargada mesa—. Pero tengo entendido que el mapa que tiene la intención de presentaros es magnífico y su elaboración ha sido muy trabajosa. Creo que quedaremos impresionados.
El duque Quettil ocupaba el palacio ducal, situado en la misma colina que el gran palacio. La provincia y ducado de Quettil, de la que la ciudad de Mizui y las colinas Yvenage no eran más que una modesta parte, estaba enteramente bajo su autoridad, una autoridad que, según se decía, no ejercía con timidez. Se esperaba que su séquito y él llegaran a los Jardines Ocultos poco después de la campanada de mediodía para presentar al rey el nuevo mapa.
—Adlain —dijo el rey—. ¿Conoces al nuevo duque Ulresile?
—Duque Ulresile —dijo Adlain al flaco y enjuto joven que el rey tenía al lado—. Lamenté mucho lo de vuestro padre.
—Gracias —dijo el muchacho. Era poco mayor que yo y bastante menos sustancial, casi etéreo. La espléndida ropa que llevaba parecía demasiado grande para él, que aparentaba encontrarse incómodo en su interior. Pensé que aún tenía que acostumbrarse a la posición de un hombre de poder.
—Duque Walen —dijo Adlain con una reverencia dirigida al hombre que se sentaba a la derecha del rey.
—Adlain —dijo Walen—. Parece que el aire de la montaña os sienta bien.
—Aún tengo que encontrar un aire que no lo haga, duque.
El rey Quience estaba sentado a una mesa alargada, bajo una pérgola grande, acompañado por los duques Walen y Ulresile y una multitud de nobles menores y diferentes criados, incluidas un par de chicas del servicio, hermanas gemelas, de las que el rey parecía haberse encaprichado. Las dos tenían ojos de un color entre verde y dorado y una melena rubia, y parecían controlar casi del todo —pero no del todo— unos cuerpos altos y sinuosos que en ciertas partes parecían desafiar la ley de la gravedad. Las dos vestían un mismo traje de color crema con ribetes rojos y encajes, que, si no era exactamente lo que llevarían unas pastorcillas rústicas, sí que se asemejaba a lo que cualquier actriz famosa, bella y bien proporcionada hubiese llevado de haber tenido que participar en costosa producción de estilo romántico con pastorcillas entre los personajes. Una sola criatura como aquellas le habría derretido el corazón a un hombre corriente. Que hubiese dos bellezas de tal calibre en el mismo lugar y al mismo tiempo parecía el colmo de la injusticia. En especial si tenemos en cuenta que las dos parecían tan encaprichadas del rey como él de ellas.
Confieso que había sido incapaz de apartar la mirada de los dos globos entre dorados y morenos que sobresalían como sendas lunas del horizonte de encaje de color crema del corpiño de cada una de las chicas. La luz del sol que bañaba estos orbes perfectos resaltaba la fina y casi invisible ropa interior que los cubría. Sus voces eran como el tintineo de un par de fuentes, su fragante perfume llenaba el aire, y el tono y las palabras del rey provocaban y sugerían toda clase de implicaciones románticas.
—Sí, esas pequeñas, las de rojo. Esas mismas. Mmmm. Deliciosas. Cómo me gustan las pequeñas de rojo, ¿verdad?
Las dos muchachas se rieron al unísono.
—¿Qué aspecto tiene, Vosill? —dijo el rey sin dejar de sonreír—. ¿Cuándo podré empezar a perseguir a estas chicas? —Hizo ademán de abalanzarse sobre las pastorcillas para tratar de atraparlas, pero ellas, con un chillido, se apartaron de él con elegancia de bailarinas—. No se dejan coger, maldita sea. ¿Cuándo podré empezar a perseguirlas como está mandado?
—¿Como está mandado, señor? ¿Y eso cómo es? —preguntó la doctora.
La doctora y yo estábamos ocupándonos del pie del rey. Ella le cambiaba la venda todos los días. En ocasiones, dos veces al día, si el rey había ido a montar a caballo o a cazar. Además de la hinchazón provocada por la torcedura, el tobillo tenía un pequeño corte que no terminaba de curarse y la doctora se empeñaba en limpiarlo y tratarlo en persona, por mucho que yo creyera que cualquier enfermera, o incluso criada, hubiese podido hacerse cargo. A su vez, el rey parecía querer que la doctora lo hiciera todos los días y ella se mostraba encantada de obedecer. Ningún otro médico que yo conozca hubiese buscado una excusa para no tratar a su majestad, pero si alguien hubiese sido capaz de hacerlo, era ella.
—Pues de una manera que me permita tener una probabilidad decente de cogerlas, Vosill —dijo el rey inclinándose hacia ella, con eso que, según creo, se llama un susurro de apuntador. Las dos pastorcillas se rieron con sus argentinas voces.
—¿Decente, señor? ¿Y eso? —preguntó la doctora, y parpadeó, me pareció a mí, más de lo que requería el sol que se filtraba entre las hojas y las flores.
—Vosill, deja de hacer preguntas infantiles y dime de una vez cuándo podré volver a correr.
—Oh, podéis correr ya mismo, señor. Pero sería muy doloroso y lo más probable es que vuestro tobillo cediera al cabo de unas cuantas zancadas. Pero podéis correr, sin la menor duda.
—Ya, pero yo digo sin caerme —repuso el rey mientras se reclinaba en su asiento y alargaba el brazo hacia la copa de vino.
La doctora miró a las dos pastorcillas.
—Bueno —dijo—, es posible que algo blando aligerara vuestra caída.
Se sentó en cuclillas a los pies del rey, de espaldas al duque Walen. Adoptaba con frecuencia esta postura extraña e impropia de una dama, aparentemente sin pensar, que convertía su adopción del vestuario masculino, o al menos de parte de él, en casi una necesidad. Por una vez se había quitado sus botas altas. Llevaba unas calzas oscuras y unos zapatos puntiagudos de suave terciopelo. Los pies del rey descansaban sobre un escabel de plata maciza y unos mullidos cojines de vivos colores y motivos. Como siempre, la doctora lavó los pies reales, los inspeccionó y, en esta ocasión, les recortó cuidadosamente las uñas. Yo permanecí mientras tanto sentado en un pequeño banquito, a su lado, con su maletín abierto mientras ella se concentraba en su labor.
—¿Os gustaría interrumpir mi caída, preciosas mías? —preguntó el rey mientras se recostaba en su asiento.
Las dos muchachas volvieron a disolverse en carcajadas. (La doctora, creo, murmuró algo así como que sería más seguro aterrizar sobre sus cabezas).
—Podrían romperos el corazón, señor —observó un sonriente Adlain.
—En efecto —dijo Walen—. Con una para tirar de él en cada dirección, un hombre podría sufrir terriblemente.
Las dos criadas volvieron a reírse mientras traían más fruta al rey, quien trató de hacerles cosquillas con una larga pluma de tsigibern de cola de abanico. Los músicos tocaban en una terraza situada más abajo, el agua de las fuentes salpicaba melodiosamente, los insectos revoloteaban sin molestar con su zumbido, el aire era fresco y olía a flores y a tierra recién arada y regada, y las dos criadas se inclinaban de vez en cuando para introducir alguna fruta en la boca del rey y luego, con un chillido, daban un saltito y se apartaban riéndose mientras él trataba de alcanzarlas con su pluma. Confieso que me alegraba no tener que prestar demasiada atención a lo que estaba haciendo la doctora.
—Tratad de estaros quieto, señor —murmuró ella mientras el rey lanzaba una nueva estocada con su pluma de tsigibern.