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El chambelán Wiester llegó jadeando bajo las flores y enredaderas del camino. Sus espléndidos zapatos de hebilla resplandecían a la luz del sol y hacían crujir las piedras semipreciosas del camino.

—El duque Quettil, majestad —anunció. Una fanfarria de trompetas y címbalos sonó en las puertas del jardín, seguida por el rugido de lo que parecía un animal feroz y furioso—. Y su séquito —añadió Wiester.

El duque Quettil llegó precedido por una vanguardia de doncellas que esparcían pétalos fragantes en su camino, una troupe de malabaristas que arrojaban sus relucientes malabares de un lado a otro del camino, una banda de trompetistas y cimbalistas, una jauría de furibundos gáleos con bozal, acompañado cada uno de ellos por un cuidador sombrío, engrasado y musculoso que tenía que hacer auténticos esfuerzos para controlar a la bestia encomendada a su cuidado, un colegio entero de burócratas y criados vestidos de manera idéntica, un puñado de hombres fornidos y cubiertos solo por un taparrabos que transportaban lo que parecía un alto y estrecho guardarropa sobre un féretro y un par de ecuatoriales espigados y de piel negra como el carbón, que sostenían una sombrilla ribeteada de borlas sobre el duque en persona, quien venía transportado en una litera incrustada de metales preciosos y gemas por un octeto de enormes y esculturales balnimes, afeitados y totalmente desnudos con la única excepción de un taparrabos minúsculo, y armados con un arco de grandes dimensiones colgado de su hombro.

La vestimenta del duque habría podido, como suele decirse, avergonzar a un emperador. Los colores predominantes de su túnica eran el rojo y el dorado, que su generosa figura exhibió con generosidad mientras los balmines depositaban la litera en el suelo, un criado colocaba un pequeño escabel ante las babuchas que calzaban sus pies y el noble descendía sobre una alfombra de hilo de oro. Sobre su cabeza redonda, ancha y desprovista de cejas, el tocado enjoyado resplandeció a la luz del sol y sus dedos, repletos de anillos y piedras preciosas, se movieron al inclinarse ante el rey en una ostentosa, aunque un poco torpe, reverencia.

Las trompetas y los címbalos guardaron silencio. Los músicos de la terraza habían decidido no competir con ellos en cuanto aparecieron, así que nos quedamos solos con los sonidos del jardín y los gruñidos de los gáleos.

—Duque Quettil —dijo el rey—. ¿Una visita improvisada?

Quettil esbozó una gran sonrisa.

El rey se echó a reír.

—Me alegro de veros, duque. Creo que ya conocéis a todo el mundo.

Quettil saludó con un gesto de la cabeza a Walen y a Ulresile, y luego hizo lo propio con Adlain y algunos más. No podía ver a la doctora porque esta se encontraba al otro lado de la mesa, atareada aún con los pies del rey.

—Majestad —dijo Quettil—. Como una muestra más del honor que nos hacéis al permitirnos ser vuestro anfitrión y el de vuestra corte este verano, quisiera haceros una presentación. —Los musculosos que transportaban el féretro lo dejaron delante del rey. Abrieron las suntuosas puertas talladas del estrecho contenedor, cubiertas de incrustaciones, y al otro lado apareció un mapa cuadrado tan alto como un hombre o más. En el interior del cuadrado había un círculo con las formas de continentes, islas y mares, y decorado con monstruos, ciudades y pequeñas figuras de hombres y mujeres con gran variedad de atuendos—. Un mapa del mundo, señor —dijo Quettil—. Elaborado para vos por el maestro geógrafo Huin a partir de los últimos datos adquiridos por vuestro humilde servidor a través de los más valientes y fiables capitanes de los siete mares.

—Gracias, duque. —El rey se inclinó hacia delante y estudió el mapa con detenimiento—. ¿Muestra el emplazamiento de la antigua Anlios?

Quettil se volvió hacia uno de los criados de librea, quien se adelantó apresuradamente y dijo:

—Sí, majestad. Aquí. —Señaló.

—¿Y la madriguera del monstruo Gruissens?

—Se cree que se encuentra aquí, majestad, en la región de las islas Desaparecidas.

—¿Y Sompolia?

—Ah, el hogar de Mimarstis el Poderoso —dijo Quettil.

—Según dicen —repuso el rey.

—Aquí, majestad.

—¿Y Haspide sigue en el centro del mundo? —preguntó el rey.

—Ah… —dijo el criado.

—En todos los sentidos, salvo el estrictamente físico, señor —dijo Quettil, un poco consternado—. Le pedí al maestro geógrafo Kuin que elaborara un mapa lo más preciso posible con la información más reciente y fiable de que dispusiera y él decidió, casi podría decirse que decretó, que a efectos de precisión y fidelidad, el Ecuador debía ser algo así como la cintura del mundo. Y como Haspide se encuentra a bastante distancia del Ecuador, no podíamos asumir que…

—Quettil, no importa —dijo despreocupadamente el rey con un ademán—. Prefiero la fidelidad a la adulación. Es un mapa espléndido y os ofrezco mi más sincero agradecimiento. Lo colocaremos en la sala del trono para que todos puedan admirarlo y encargaremos copias más modestas y prácticas para nuestros capitanes. Creo que nunca he visto un objeto que combinara en tal medida la belleza y la utilidad. Venid y sentaos a mi lado. Duque Walen, ¿tenéis la bondad de hacer sitio a nuestro visitante?

Walen murmuró que con mucho gusto y unos criados apartaron su silla de la del rey para dejar sitio a la litera de Quettil, que los balnimes depositaron allí tras dar un rodeo a la mesa. El duque volvió a sentarse. Los balnimes despedían un fuerte olor animal que provocó que la cabeza empezara a darme vueltas. Se retiraron a la parte trasera de la terraza y allí se sentaron en cuclillas con los arcos largos a la espalda.

—¿Y esto qué es? —preguntó Quettil mirándonos a la doctora y a mí desde su fabuloso asiento.

—Mi doctora —respondió el rey con una gran sonrisa dirigida a la señora.

—¿Cómo, una doctora para los pies? —inquirió Quettil—. ¿Es una nueva moda de Haspide de la que no me he enterado?

—No, una doctora para el cuerpo entero, como todo buen médico real. Como Tranius lo fue con mi padre. Y conmigo.

—Sí —dijo el duque Quettil mirando en derredor—. Tranius. ¿Qué es de él?

—Sufría de temblores de manos y vista cansada —le explicó el rey—. Se ha retirado a su granja de Junde.

—Parece ser que la vida rural le sienta muy bien —añadió Adlain—. Según nos cuentan, se ha recuperado por completo.

—Ormin me recomendó a la doctora Vosill sin reservas —dijo Quience al duque—, aunque eso significó que su familia y él perdieron sus servicios.

—Pero… ¿Una mujer? —dijo Quettil mientras uno de sus criados le ofrecía una copa de cristal cuyo vino había probado previamente—. ¿Confiáis más de un órgano a los cuidados de una mujer? Sois un hombre muy valiente, señor.

La doctora se había recostado y se había girado ligeramente, de modo que ahora estaba de espaldas a la mesa. Desde esta posición podía ver tanto al rey como a Quettil. No dijo nada, aunque en su rostro apareció una sonrisa pequeña y tensa. Yo empecé a sentirme alarmado.

—La doctora Vosill nos ha sido de incalculable valor a lo largo del último año.

—¿Queréis decir sin valor? —dijo Quettil con una sonrisa agria y, alargando un pie, dio un leve empujoncito a la doctora en el codo. Esta se balanceó ligeramente hacia atrás y miró el lugar en el que la había tocado la babucha. Sentí que se me secaba la boca.

—En efecto, carece de valor, puesto que está más allá del valor —dijo Quience con voz calmada—. Valoro mi vida por encima de todo y la buena doctora, aquí presente, me ayuda a preservarla. Es casi como si fuera una parte de mí.

—¿Parte de vos? —resopló Quettil—. Es demasiado honor para una simple mujer, señor. Como de costumbre, os excedéis en vuestra generosidad, mi rey.