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—He oído a más gente —comentó el comandante Adlain— hacer comentarios de ese tenor. Sobre que el único defecto del rey es su exceso de indulgencia. De hecho, su indulgencia es la justa para poder desenmascarar a aquellos que quieren aprovecharse de su sentido de la equidad y su deseo de mostrarse tolerante. Pero una vez descubiertos…

—Sí, sí, Adlain —dijo el duque Quettil con un ademán dirigido al comandante de la Guardia, quien bajó la mirada hacia la mesa—. Estoy seguro de ello. Pero aun así, dejar que una mujer os cuide… Majestad, solo me motiva la preocupación por el bien del reino que heredasteis del hombre al que tuve el privilegio de llamar mi mejor amigo, vuestro padre. ¿Qué habría dicho él?

La expresión de Quience se ensombreció un momento. Entonces se iluminó y dijo:

—Tal vez hubiese dejado que la dama hablase por sí misma. —Entrelazó las manos y bajó la mirada hacia la doctora—. ¿Doctora Vosill?

—¿Señor?

—El duque Quettil me ha hecho un regalo. Un mapa del mundo. ¿Querríais admirarlo? Tal vez podáis compartir vuestras impresiones con nosotros, ya que habéis viajado más que el resto de los aquí presentes.

La doctora, que seguía sentada en cuclillas, se levantó con suavidad y se volvió para examinar el gran mapa expuesto al otro lado de la mesa. Lo estudió durante un momento y luego revirtió sus movimientos anteriores, se volvió, se sentó en el suelo y recogió las pequeñas tijeras. Antes de aplicarlas a las uñas de los pies del rey, miró al duque y dijo:

—La representación es inexacta, señor.

El duque Quettil miró a la doctora y soltó una pequeña y aguda carcajada. Se volvió hacia el rey y trató de controlar una sonrisa desdeñosa.

—¿Eso pensáis, señora? —dijo con tono gélido.

—Es un hecho, señor —dijo la doctora mientras, entretenida con el dedo pulgar del pie derecho de su majestad, fruncía profundamente el ceño—. Oelph, el escalpelo pequeño… Oelph. —Di un respingo, busqué en su maletín y le tendí el minúsculo instrumento con mano temblorosa.

—¿Y qué sabéis vos de tales cuestiones, si se me permite la pregunta, señora? —preguntó el duque Quettil con una nueva mirada de soslayo dirigida al rey.

—Puede que la señora sea una maestra geógrafa —dijo Adlain.

—O puede que necesite una lección de modales —sugirió el duque Walen.

—He dado la vuelta al mundo, duque Quettil —dijo la doctora como si estuviera dirigiéndose al dedo del pie del rey—, y conozco la realidad de lo que se muestra, con un exceso de imaginación, en vuestro mapa.

—Doctora Vosill —dijo el rey, no sin amabilidad—. Quizá sería más apropiado que os levantarais y mirarais al duque Quettil cuando os dirijáis a él.

—¿Vos creéis, señor?

El rey retiró su pie de la mano de la doctora mientras se inclinaba hacia delante y decía simplemente:

—Sí, señora, eso creo.

La doctora le lanzó una mirada que me hizo gimotear, aunque creo que logré convertir el sonido en un carraspeo. Sin embargo, ella se detuvo, me devolvió el escalpelo y volvió a levantarse con la misma suavidad de antes. Hizo una reverencia ante el rey y el duque.

—Con vuestro permiso, señores —dijo antes de recoger la pluma de tsigibern, que su majestad había dejado sobre la mesa. Se agachó, pasó por debajo de la alargada mesa y apareció al otro lado. Señaló la parte inferior del gran mapa con la pluma.

—Aquí no hay ningún continente, solo hielo. Aquí y aquí hay sendos archipiélagos. Las islas del norte de Drezen, sencillamente, no son como se representan aquí. Son más numerosas, en general más pequeñas, menos regulares y llegan más al norte. Aquí, el cabo de Quarreck está demasiado al este, veinte velas más o menos. Cuskery… —Ladeó la cabeza y meditó un momento—. Está representado con bastante precisión. Fuol no está aquí, sino aquí, y el continente de Morifeth entero está… desplazado hacia el oeste. Illerne está al norte de Chroe, no al revés. Algunos de estos lugares los he visitado en persona. Sé de buena tinta que hay un gran mar interior… aquí. En cuanto a los monstruos y demás tonterías…

—Gracias, doctora —dijo el rey juntando las manos—. Vuestros viajes han sido muy entretenidos, estoy convencido de ello. Y seguro que el duque Quettil ha encontrado enriquecedoras las enmiendas a su espléndida obra. —Se volvió hacia un cariacontecido Quettil—. Debéis perdonar a nuestra buena doctora, mi querido duque. Es de Drezen, los cerebros de cuyos habitantes parecen sufrir daños como consecuencia de estar cabeza abajo todo el tiempo. Obviamente, allí las cosas son diferentes y las mujeres creen que es apropiado decirles a sus amos y señores cómo son las cosas.

Quettil esbozó una sonrisa forzada.

—En efecto, señor. Entiendo. No obstante, ha sido una exhibición de lo más entretenida. Vuestro padre y yo siempre estuvimos de acuerdo en que era tanto impropio como innecesario permitir que una mujer subiera a un escenario cuando hay tantos castrad disponibles, pero sin embargo veo que la naturaleza imaginativa y fantasiosa de las mujeres puede resultar muy útil para elaborar entremeses humorísticos como el que acabamos de presenciar. Es evidente que resulta una frivolidad y una licencia muy refrescante. Siempre que uno no se la tome demasiado en serio, claro está.

Yo estaba observando detenidamente y con gran temor a la doctora mientras el duque pronunciaba estas palabras. Su expresión, para gran alivio mío, permaneció tranquila y relajada.

—¿Pensáis —preguntó el duque al rey— que puede tener opiniones tan pintorescas con respecto a la posición de los órganos del cuerpo como las que acabamos de oír sobre la geografía del globo?

—Eso debemos preguntárselo a ella —dijo el rey—. ¿Estáis en desacuerdo con nuestros mejores médicos y cirujanos, del mismo modo que, tal como acabáis de demostrar, lo estáis con nuestros más famosos navegadores y cartógrafos?

—No sobre la posición de los órganos, señor.

—Pero de vuestro tono —dijo Adlain— se deduce que sí que estáis en desacuerdo sobre algo. ¿Qué es?

—La función —dijo la doctora—. Pero, más que nada, eso tiene que ver con la fontanería, así que supongo que no es del máximo interés.

—Dime, mujer —dijo el duque Walen—. ¿Tuviste que huir de ese país, Drezen, para escapar de la justicia?

La doctora le dirigió una mirada fría.

—No, señor.

—Qué raro. Yo pensaba que tal vez hubieses puesto a prueba la paciencia y tolerancia de tus señores y hubieras tenido que huir para escapar a tu castigo.

—Era libre de quedarme y libre de marcharme, señor —dijo la doctora con tono medido—. Elegí marcharme para recorrer mundo y ver cómo eran las cosas en otros lugares.

—Y mostrar tu desacuerdo con ellas, según parece —dijo el duque Quettil—. Me sorprende que no hayas regresado al lugar del que viniste.

—He encontrado el favor de un rey bueno y justo, señor —dijo la doctora mientras volvía a dejar la pluma donde la había encontrado, juntaba las manos en la espalda y se erguía—. Será un privilegio servirlo al máximo de mi capacidad mientras él lo considere apropiado. Considero que eso vale todas las penurias de mi viaje y todo cuanto de desagradable he experimentado desde que abandoné mi hogar.

—La verdad es que la doctora es demasiado valiosa como para dejarla marchar —aseguró el rey al duque Quettil—. Prácticamente es nuestra prisionera, aunque no dejamos que ella lo sepa, porque de lo contrario, como mínimo, se cogería la más terrible de las rabietas, ¿verdad, doctora?

La doctora bajó la cabeza con una expresión que hubiera podido definirse como recatada.

—Su majestad podría exiliarme al fin del mundo. Seguiría siendo prisionera de su opinión sobre mí.