—¿Sangró mucho? —preguntó.
—Como un hombre al mear —dijo el torturador jefe con un nuevo guiño dirigido a su ayudante. Unoure asintió rápidamente y se echó a reír.
—Habría sido mejor que se lo dejaseis dentro —murmuró la doctora. Se levantó—. Estoy convencida de que es una suerte que os guste tanto vuestro trabajo, torturador jefe —dijo—. Sin embargo, me temo que a este lo habéis matado.
—¡Tú eres la doctora, cúralo! —dijo Nolieti mientras daba un paso hacia ella con el atizador al rojo en la mano. No creo que pretendiera amenazar a la doctora, pero vi que la mano derecha de ella empezaba a descender hacia la bota en la que había guardado su vieja daga.
Miró al torturador sin prestar atención a la barra de metal candente.
—Le daré algo que tal vez lo reviva, pero creo que ya ha contado todo lo que podía contar. No me echéis la culpa si muere.
—Pues es lo que pienso hacer —dijo Nolieti mientras introducía de nuevo el atizador en el brasero. Las cenizas ardientes llovieron sobre las piedras del suelo—. Asegúrate de que viva, mujer. Asegúrate de que está en condiciones de hablar o el rey se enterará de que no has hecho bien tu trabajo.
—El rey se enterará de todos modos, no me cabe duda —dijo al doctora mientras me sonreía. Yo respondí con una sonrisa nerviosa—. Y también el comandante de la guardia Adlain —añadió—. Puede que por mí. —Enderezó al hombre de la jaula, abrió un frasco que llevaba en el maletín, introdujo una espátula de madera en el frasco y a continuación, tras abrir la sanguinolenta ruina que era la boca del cautivo, le aplicó el ungüento sobre las encías. El hombre volvió a gemir.
La doctora lo miró unos instantes y a continuación se acercó la brasero e introdujo la espátula en los rescoldos. La madera prendió y se quemó. Mi señora se miró las manos y luego se volvió hacia Nolieti.
—¿Tenéis agua aquí abajo? Agua limpia, me refiero.
El torturador jefe hizo una seña a Unoure, quien desapareció entre las sombras durante un rato antes de traer un cuenco, en el que la doctora se lavó las manos. Estaba limpiándoselas en el pañuelo que le había servido de venda cuando el hombre de la jaula profirió un terrible chillido de agonía, se estremeció violentamente por unos momentos y entonces, de repente, se puso rígido y dejó de moverse. La doctora se acercó a él. Se disponía a llevarle una mano al cuello, cuando Nolieti, con un grito de angustia, la apartó, introdujo la mano entre las anillas de hierro y la puso sobre el punto del cuello que, según me ha enseñado la doctora, es el mejor lugar para comprobar si un hombre sigue vivo.
El torturador jefe se quedó allí, temblando, mientras su ayudante lo observaba con mirada de aprensión y terror. La expresión de la doctora era de torvo y desdeñoso divertimento. Entonces Nolieti se volvió hacia ella y le apuntó con un dedo.
—¡Tú! —siseó—. Lo has matado. ¡No querías que viviera!
La doctora, impasible, continuó secándose las manos (aunque tengo la impresión de que estaban más que secas, y temblaban).
—Yo me dedico a salvar vidas, torturador jefe, no a quitarlas —dijo con tono medido—. Eso se lo dejo a otros.
—¿Qué era eso? —dijo el torturador jefe mientras se agachaba rápidamente y abría de un tirón el maletín de la doctora. Sacó el frasco abierto del que ella había extraído el ungüento y lo agitó delante de su cara—. Esto. ¿Qué es?
—Un estimulante —dijo ella e, introduciendo un dedo en el frasco, mostró una pequeña cantidad del fino gel de color marrón a la luz del brasero—. ¿Queréis probarlo? —Movió el dedo hacia la boca de Nolieti.
El torturador jefe le cogió la mano y obligó al dedo a retroceder hacia los labios de ella.
—No. Hazlo tú. Haz lo mismo que le has hecho a él.
La doctora se zafó de la mano de Nolieti y, con toda tranquilidad, se llevó el dedo a la boca y esparció la pasta marrón sobre su encía superior.
—Sabe agridulce —dijo con el mismo tono que utiliza cuando me explica algo—. El efecto dura entre dos y tres campanadas y normalmente no tiene efectos secundarios, aunque si se emplea en un cuerpo gravemente debilitado y en estado de conmoción se pueden producir convulsiones y existe una remota posibilidad de muerte. —Se pasó la lengua por el dedo—. En concreto, los niños sufren graves efectos secundarios y su uso está contraindicado para ellos. El gel se elabora con las bayas de una planta bianual que crece en varias penínsulas aisladas de las islas del norte de Drezen. Es muy preciado y normalmente se aplica en forma de solución, que es más estable y duradera. Lo he usado en varias ocasiones para tratar al rey y él lo tiene por uno de mis medicamentos más eficaces. Ya no queda mucho y habría preferido no tener que derrocharlo en alguien que ya estaba condenado ni en mi propia persona, pero vos habéis insistido. Estoy segura de que al rey no le importará. —(Tengo que decir, amo, que hasta donde yo sé, nunca ha tratado con ese gel, del que tiene varios tarros, al rey ni a ningún otro paciente). La doctora cerró la boca y pude ver que se pasaba la lengua por la encía superior. Entonces sonrió—. ¿Seguro que no queréis un poco?
Nolieti guardó silencio durante un momento, mientras su amplio y moreno rostro se movía como si estuviese masticando su propia lengua.
—Saca a esta zorra drezenita de aquí —dijo finalmente a Unoure, antes de volverse y accionar los fuelles de pie del brasero. Los rescoldos sisearon y se iluminaron, y una lluvia de chispas ascendió por la chimenea cubierta de hollín—. Luego lleva a este bastardo a la piscina de ácido.
Estábamos en la puerta cuando el torturador jefe, sin dejar de accionar los fuelles con un movimiento regular y vigoroso del pie, la llamó:
—¿Doctora?
Ella se volvió mientras Unoure abría la puerta y sacaba el pañuelo negro de su delantal.
—¿Sí, torturador jefe? —dijo.
El torturador se volvió a mirarnos, muy sonriente, mientras seguía atizando las llamas.
—Volverás aquí, mujer de Drezen —le dijo en voz baja. Sus ojos resplandecían a la luz de los braseros—. Y la próxima vez no saldrás por tu propio pie.
La doctora le aguantó la mirada unos instantes, antes de bajar los ojos y encogerse de hombros.
—O vendréis vos a mi quirófano —dijo mientras volvía a levantarlos—. Y os prometo que os dispensaré mis mejores atenciones.
El torturador jefe se volvió y escupió dentro del brasero mientras su pie seguía insuflando vida al instrumento de muerte a través de los fuelles y su ayudante Unoure nos conducía fuera de la cámara.
Doscientos latidos después, un lacayo de la cámara real nos recibió junto a las grandes puertas de hierro que conducían al resto del palacio.
—Es la espalda de nuevo, Vosill —dijo el rey mientras se volvía en la amplia cama con dosel y la doctora, tras remangarse la camisa, procedía a levantarle el pijama. ¡Estábamos en el aposento principal de los apartamentos privados del rey Quience, en lo más profundo del más interior de los cuadrángulos de Efernze, palacio de invierno de Haspide, capital de Haspidus!
Este se ha convertido en un escenario tan frecuentado por mí (hasta el punto de que podría decirse que es mi lugar de trabajo habitual), que confieso que a veces me olvido del honor que representa encontrarse allí. Pero cuando me paro un momento a considerar el asunto, me digo: ¡Grandes dioses, yo —un huérfano de una familia caída en desgracia— estoy en presencia de nuestro amado rey! ¡Y con tanta frecuencia, y con tal grado de intimidad!…
En tales momentos, amo, te doy las gracias con toda mi alma y con todo el vigor del que me ha dotado la Providencia, porque sé que son solo tu amabilidad, tu sabiduría y tu compasión los que me han colocado en tan exaltada posición y me ha confiado tan importante misión. Ten por seguro que seguiré tratando por todos los medios de mostrarme digno de esa confianza y cumplir con mi deber.