»Sin embargo, el Emperador se enteró de que un gran arquitecto estaba trabajando en un reino lejano y, por medio de diferentes rumores e informes, llegó a la conclusión de que este hombre no era otro que Munnosh. El monarca, que a estas alturas era un hombre anciano y consumido, y cuya muerte estaba próxima, ordenó que se abrieran en secreto los niveles inferiores del mausoleo. Sus órdenes fueron obedecidas y, como es lógico, sus hombres descubrieron que Munnosh no se encontraba allí y encontraron el pasadizo secreto.
»El Emperador ordenó al rey que enviara a su jefe de arquitectos a la capital imperial. Al principio el rey se negó y pidió más tiempo porque las fortificaciones aún no estaban terminadas y los salvajes del desierto estaban demostrando ser más tenaces y estar mejor organizados de lo previsto, pero el Emperador, aún más cerca de la muerte que antes, insistió hasta que el rey acabó por ceder y, con gran tristeza, tuvo que enviar a Munnosh a la capital. La familia del arquitecto trató su partida como había hecho con la falsa noticia de su muerte, tantos años atrás.
»Por aquel entonces, el Emperador estaba tan cerca de la muerte que pasaba casi todo el tiempo en el gran palacio que Munnosh le había construido para tratar de desafiar a la muerte, y allí fue a donde llevaron al arquitecto.
»Cuando el Emperador lo vio y tuvo la certeza de que era su viejo arquitecto, exclamó: “¡Munnosh!, traicionero Munnosh, ¿por qué abandonaste tu mayor creación y a mí?”.
«“Porque vos me hicisteis emparedar en ella para morir, mi Emperador”.
»“Eso se hizo solo para garantizar la seguridad de tu Emperador y proteger tu buen nombre”, dijo a Munnosh el viejo tirano. “Deberías haber aceptado lo que se había hecho y dejar que tu familia te llorara con decencia y en paz. Pero en lugar de hacerlo los condujiste a un indigno exilio, solo para que ahora tengan que llorarte una segunda vez”.
»Cuando el Emperador dijo esto, Munnosh cayó de rodillas y empezó a llorar y a pedirle clemencia. El monarca extendió una delgada y temblorosa mano y dijo: “pero eso ya no ha de preocuparte, porque he ordenado a mi mejor asesino que busque a tu esposa, a tus hijos y tus nietos y que los mate antes de que puedan enterarse de tu desgracia y tu muerte”.
»Al oír esto, Munnosh, que había escondido un cincel de albañil bajo la túnica, dio un salto hacia delante y trató de matar al Emperador de una puñalada en el cuello.
»Pero antes de que el golpe llegara a su destino, Munnosh fue abatido por el jefe de los guardaespaldas del Emperador, que no se había apartado un momento del lado de su amo. El hombre que había sido antaño el jefe de los arquitectos reales quedó muerto a los pies del Emperador, decapitado por un terrible tajo de la espada del guardaespaldas.
»Pero el guardaespaldas estaba tan lleno de vergüenza por haber permitido que Munnosh llegara tan cerca del Emperador con un arma, y tan horrorizado por la crueldad que el Emperador pretendía descargar sobre la familia de su sirviente muerto —que no era más que la gota que colma el vaso, puesto que había pasado toda una vida presenciando los actos de crueldad del anciano— que asesinó a su señor y se dio muerte a sí mismo de sendos y grandes tajos de su poderosa espada, antes de que nadie pudiera hacer nada por detenerlo.
»El Emperador obtuvo entonces su deseo, morir dentro del gran mausoleo palacial que había construido. Si tuvo suerte o no en engañar a la muerte es algo que nunca sabremos, pero es poco probable, puesto que el Imperio se fragmentó poco después de su muerte, y el vasto monumento que había hecho construir a tan terrible coste fue saqueado por completo antes de que hubiera transcurrido un año y no tardó en quedar abandonado, hasta tal punto que hoy en día solo se utiliza como depósito de piedra para la ciudad de Haspide, fundada varios siglos después en la misma isla, la que hoy día se llama Lago Cráter, en el reino de Haspidus.
—¡Qué historia más triste! Pero, ¿qué fue de la familia de Munnosh? —preguntó lady Perrund. Lady Perrund había sido antaño la primera concubina del Protector y seguía siendo un miembro muy apreciado de la casa del general, un miembro al que, como todo el mundo sabía, aún visitaba en ocasiones.
El guardaespaldas DeWar se encogió de hombros.
—No lo sabemos —le dijo—. El Imperio cayó, los reyes empezaron a luchar unos contra otros, los bárbaros invadieron el mundo civilizado por todas partes, llovió fuego del cielo y sobrevino una era de oscuridad que duró muchos cientos de años. Pocos detalles históricos sobrevivieron a la caída de los reinos menores.
—Pero es posible que los asesinos se enteraran de que el Emperador había muerto y no cumplieran con su misión, ¿verdad? O que se vieran atrapados en el colapso del Imperio y tuvieran que preocuparse de su propia seguridad. ¿No sería eso probable?
DeWar miró a los ojos de lady Perrund y sonrió.
—Perfectamente posible, mi señora.
—Bien —dijo ella al tiempo que cruzaba un brazo sobre el otro y se reclinaba para estudiar de nuevo el tablero—. Eso es lo que escogeré creer yo, pues. Podemos seguir con la partida. Me tocaba mover a mí, creo.
DeWar sonrió al ver que Perrund se llevaba un puño cerrado a la boca. Su mirada, bajo las largas y rubias pestañas, recorrió a saltos el tablero, ora posándose aquí unos segundos, ora emprendiendo el vuelo de nuevo.
Llevaba el largo y sencillo vestido rojo de las señoras más importantes de la corte, una de las pocas modas que el Protector había heredado del reino anterior, que había conquistado junto con sus generales en la guerra de sucesión. En la corte era un hecho aceptado el que la posición elevada de Perrund se debía, más que a su edad biológica, a la intensidad de sus anteriores servicios al protector UrLeyn, una reputación —la de la concubina preferida de un hombre que aún no ha tomado esposa— de la que ella se sentía ferozmente orgullosa.
Había otra razón para su promoción a tan elevada posición, cuya marca era el segundo de sus distintivos, el cabestrillo —también rojo— que sujetaba su marchito brazo izquierdo.
Perrund, como cualquiera en la corte podría atestiguar, había dado más al servicio de su amado general que ninguna otra de sus mujeres, al sacrificar el uso de un miembro para protegerlo de la hoja de un asesino y casi perder la vida en el acto, porque el mismo golpe había rebanado los músculos y los tendones, había roto el hueso y había abierto una arteria, por la que ella había estado a punto de desangrarse mientras los guardias se llevaban a toda prisa a UrLeyn y el asesino era reducido y desarmado.
El brazo inútil, aunque terrible, era su único defecto. Por lo demás era una mujer tan alta y tan rubia como cualquier princesa de cuento de hadas, y las mujeres de menor edad del harén, que la veían desnuda cuando tomaba un baño, inspeccionaban en vano su piel dorada en busca de signos más palpables de su envejecimiento. Tenía un rostro ancho; demasiado ancho, pensaba ella, así que lo enmarcaba cuidadosamente en su largo y dorado cabello para que pareciera más fino cuando no llevaba un tocado, que siempre elegía con el mismo propósito cuando tenía que aparecer en público. Poseía además una nariz fina y una boca que no parecía gran cosa hasta que sonreía, cosa que hacía a menudo.
Sus azuladas pupilas estaban veteadas de oro y sus ojos, grandes y abiertos, resultaban en cierto modo inocentes. Podían sufrir rápidos accesos de pesar cuando recibía algún insulto o le contaban algún relato de crueldad y dolor, pero estas expresiones eran como tormentas de verano: pasaban rápidamente y eran reemplazadas de inmediato por una luminosidad preponderante y cálida. Parecía extraer un deleite casi infantil de la vida en general, que nunca distaba mucho de manifestarse en el brillo de aquellos ojos y la gente que sabía de estas cosas aseguraba que era la única persona de la corte cuya mirada podía medirse en intensidad con la del propio Protector.