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Ella alargó el brazo en un gesto rápido y le puso la mano en la mejilla, donde la dejó descansar con la misma facilidad y naturalidad que si fuesen dos hermanos, o un marido y una mujer unidos desde hacía mucho tiempo.

—Tal como dices, DeWar, la vergüenza deriva de la comparación. Sabemos que podríamos ser generosos, compasivos y buenos, y que es posible comportarse de ese modo, pero algo en nuestra naturaleza nos lo impide. —Esbozó una sonrisa pequeña y vacía—. Sí, siento algo que me parece amor. Algo que recuerdo, algo de lo que puedo discutir y sobre lo que puedo meditar y teorizar. —Sacudió la cabeza—. Pero no es algo que yo conozca.. Soy como una ciega que habla sobre el aspecto que tiene un árbol, o una nube. El amor es algo de lo que guardo un vago recuerdo, del mismo modo que un niño que perdió la vista de pequeño podría recordar el sol, o el rostro de su madre. Conozco el afecto de mis compañeras, las demás esposas putas, DeWar, y percibo tu afecto, e incluso te correspondo con algo del mío. Tengo un deber para con el Protector, del mismo modo que él siente que lo tiene conmigo. Asilas cosas, estoy satisfecha. Pero, ¿amor? Eso es para los vivos y yo estoy muerta.

Se puso en pie antes de que él pudiera decir nada.

—Y ahora, por favor, llévame de regreso al harén.

21

La doctora

No creo que la doctora pensara que pasaba algo raro. Sé que no sospechaba nada. El gaan Kuduhn parecía haber desaparecido tan deprisa como había llegado, en un barco que partió para el lejano Chuenruel el día después de que lo conociéramos, lo que entristeció un poco a mi señora. Hubo, me di cuenta después, al recordarlo, algunos indicios de que el palacio estaba preparándose para recibir a un contingente nutrido de nuevos invitados —un incremento de la actividad en algunos pasillos, puertas que no solían usarse y que de repente volvían a abrirse, habitaciones que se aireaban— pero ninguno de ellos resultó especialmente evidente, y la telaraña de rumores que conectaba a todos los sirvientes, ayudantes, aprendices y pajes aún no había reaccionando a lo que estaba sucediendo.

Era el segundo día de la segunda luna. Mi señora estaba de visita en el barrio Intocable, donde en su día se recluía a los pobres, los extranjeros, los furtivos y la gente enferma. Aún distaba mucho de ser un lugar salubre, pero al menos ya no estaba amurallado y custodiado. Era allí donde el maestro alquimista y metalista (al menos según su propia definición de sí mismo) Chelgre tenía su tienda.

Aquel día la doctora se había levantado muy tarde y durante una campanada, más o menos, había tenido aspecto de encontrarse en un estado lamentable. Suspiraba profunda y frecuentemente, apenas me decía nada y en cambio musitaba a menudo para sí, tenía dificultades para mantenerse erguida y una terrible palidez cubría su cara. Sin embargo, se sacudió los efectos de la resaca con asombrosa rapidez y, aunque permaneció callada durante el resto de la mañana y la tarde, por lo demás pareció volver a la normalidad después de un desayuno tardío, terminado el cual salimos hacia el barrio Intocable.

Lo que habíamos hablado la noche pasada ni lo mencionamos. Creo que ambos estábamos un poco avergonzados por nuestra sinceridad, así que acordamos, de manera tácita, pero para satisfacción de ambos, no hablar sobre el particular.

Maese Chelgre se mostraba tan extraño y singular como de costumbre. Como es natural, era un hombre muy conocido en la corte, tanto por su pelo desordenado y su apariencia andrajosa, como por sus habilidades con los cañones y la oscura pólvora. A efectos de este relato no hay por qué decir más. Además, la doctora y él no hablaron de nada que yo entendiera.

Regresamos a la quinta campanada de la tarde, a pie, pero escoltados por un par de muchachos del barrio que empujaban un pequeño carromato cargado con paja y recipientes de arcilla llenos de productos químicos e ingredientes para lo que, empezaba a sospechar yo, iba a ser una larga estación de experimentos y pociones.

Recuerdo que en aquel momento me sentía levemente resentido por ello, pues estaba convencido de que me vería involucrado en lo que quiera que la doctora tuviese previsto, y que estos trabajos se añadirían a las tareas domésticas cuya realización ella había terminado, como es lógico, por declinar en mi persona. En mis manos, sospechaba, recaería la mayor parte de las mediciones, las moliendas, las combinaciones, las diluciones, los lavados, los rallados, los pulimentados y el resto de los procesos que esta nueva ronda de experimentos requeriría. Proporcionalmente tendría menos tiempo para pasar con mis camaradas, jugando a las cartas o flirteando con las doncellas de la cocina, entretenimientos que, debo decir, habían cobrado una cierta importancia para mí a lo largo del último año.

Aun así, supongo que podría decirse que en algún rincón de mi alma, me alegraba en secreto de que la doctora me necesitara y estaba deseando fervientemente que me asignara alguna tarea crucial en sus experimentos. Eso significaría, a fin de cuentas, que estaríamos juntos, trabajando como un equipo, como iguales, encerrados en su estudio y su taller, durante muchas e intensas tardes y noches, concentrados en una meta común. ¿No podía esperar que surgiera un afecto mayor en tan íntimas circunstancias, ahora que ella conocía mis sentimientos? Había sido rechazada de manera tajante por aquel a quien amaba, o al menos aquel a quien creía que amaba, mientras que la manera en que había declinado mi declaración de interés se me había antojado más una demostración de recato que una prueba de hostilidad o incluso indiferencia.

A pesar de lo cual, no podía evitar sentir un cierto grado de irritación con respecto a los ingredientes que los dos mozos acarreaban delante de nosotros aquella tarde. Cómo he lamentado aquel sentimiento en tiempos posteriores. Qué incierto era en realidad el futuro que había imaginado para nosotros.

Un viento cálido parecía empujarnos desde la plaza del mercado hacia la puerta de la Ampolla, cuyas alargadas sombras salieron a nuestro encuentro. Entramos en el palacio. La doctora pagó a los dos muchachos y varios criados vinieron para ayudarme a llevar los recipientes, cajas y cajones a nuestros aposentos. Yo cargué con un sólido tarro que sabía lleno de ácido, molesto por la idea de tener que compartir unas mismas habitaciones abarrotadas con sus compañeros y él. La doctora había dicho algo sobre pedir que construyeran un fogón con chimenea junto a la mesa de trabajo, para que los vapores pudieran evacuarse con más facilidad, pero yo sospechaba que pasaría las siguientes lunas con los ojos escocidos y la nariz dolorida, además de las manos cubiertas de pequeñas quemaduras y la ropa repleta de agujerillos del tamaño de una cabeza de alfiler.

Llegamos a los aposentos de la doctora justo cuando Xamis estaba poniéndose. Los cajones y recipientes se distribuyeron por toda la habitación, los criados recibieron nuestro agradecimiento y algunas monedas, y la doctora y yo encendimos las lámparas y nos pusimos a guardar todas las provisiones no comestibles ponzoñosas que le había comprado a maese Chelgre.

Alguien llamó a la puerta al poco de la séptima campanada. Al abrir, me encontré con un criado al que no reconocí. Era más alto y un poco mayor que yo.

—¿Oelph? —dijo con una sonrisa—. Toma. Una nota del C.G. —Depositó en mi mano un papel sellado dirigido a la doctora.

—¿Quién? —pregunté, pero él ya se había dado media vuelta y se alejaba por el pasillo. Me encogí de hombros.

La doctora leyó la nota.

—Tengo que reunirme con el comandante de la Guardia y el duque Ormin en el ala de los Pretendientes. —Miró las cajas que quedaban por guardar—. ¿Te importa acabar esto, Oelph?