—Por supuesto que no, señora.
—Creo que es evidente dónde va todo. Cada cosa donde siempre. Si ves algo que no te suena, déjalo en el suelo. Trataré de volver lo antes posible.
—Muy bien, señora.
Se abrochó la camisa hasta el cuello, se olió una de las axilas (una de esas cosas que yo encontraba totalmente impropias de una dama e incluso inquietantes, pero que ahora recuerdo con una especie de nostalgia casi dolorosa) y luego se encogió de hombros, se puso una chaquetilla corta y se encaminó a la puerta. La abrió, pero entonces volvió, miró entre el desorden de paja, tapas de cajas, bramante y sacos que ocupaba el suelo, recogió la vieja daga que había usado para cortar (o más bien serrar) las cuerdas de las cajas y se marchó silbando. La puerta se cerró tras ella.
No sé qué me llevó a mirar la nota que había recibido la doctora. La había dejado sobre una de las cajas abiertas, y cuando estaba sacando la paja de otra cercana, el pliegue de papel de color crema atrajo mi atención. Pasados unos segundos, y tras una mirada rápida a la puerta, cogí la nota y leí lo que decía. Poco más que lo que la doctora me había dicho. Volví a leerla.
Doctora Vosill, tened la amabilidad de reuniros con el D. Ormin y el C. G. Adlain en el ala de los Pretendientes para una audiencia privada.
Que la Providencia guarde al rey, sí. Miré las últimas palabras unos instantes. El nombre que cerraba la nota era el del Adlain, claro está, pero la letra no se parecía a la suya, que yo conocía bien. Por supuesto, es muy probable que la nota se hubiese dictado, o que la hubiese redactado y escrito Epline, el paje de Adlain, siguiendo las instrucciones de su amo. Pero yo creía conocer también la letra de este, y tampoco era la de la nota. No puedo asegurar que pensara ninguna otra cosa ni que mis pensamientos llegaran más lejos.
Podría esgrimir un sinfín de razones para explicar lo que hice a continuación, pero la verdad es que no sé cuál fue, a menos que se me permita citar al instinto. Aunque llamar instinto a aquel impulso básico sería dignificarlo. En aquel momento se me antojó más un capricho, o incluso una especie de deber trivial. Ni siquiera puedo decir que tuviera miedo o experimentase una premonición. Simplemente, lo hice.
Me había preparado para seguir a la doctora desde el principio de mi misión. Contaba con que un día se me ordenara que la siguiera a la ciudad en alguna de las ocasiones en las que no me llevaba consigo, pero hasta el momento mi amo nunca me había pedido tal cosa. Yo había asumido que se lo había encargado a otras personas, más experimentadas y duchas en tales menesteres, y con cuyas caras la doctora estuviera menos familiarizada. De modo que, al apagar las lámparas, cerrar la puerta y salir tras ella, en cierto sentido no estaba haciendo más que algo que durante mucho tiempo había sabido que acabaría por hacer. Dejé la nota en el mismo sitio en el que la había encontrado.
El palacio parecía en calma. Supongo que la mayor parte de la gente estaba preparándose para la cena. Subí hasta el piso de las buhardillas. Los criados que tuvieran las puertas de la habitación abiertas estarían muy ocupados en aquel momento, y probablemente nadie me viera al pasar. Además, por aquel camino se llegaba antes al ala de los Pretendientes. Para ser alguien que no pensaba en lo que estaba haciendo, estaba actuando con notable sagacidad.
Descendí a los oscuros confines del Patio Pequeño por la escalera de servicio y rodeé la esquina de la antigua ala norte (que ahora forma parte del ala sur del palacio) bajo la luz de Foy, Iparine y Jairly. En las ventanas de la sección principal del palacio brillaban unas lámparas que me iluminaron el camino unos pasos, antes de que su luz quedara eclipsada por la fachada oscura del ala norte. Al igual que el ala de los Pretendientes, esta no solía usarse durante la mayor parte del año, salvo para grandes ceremonias de Estado. El ala de los Pretendientes estaba también cerrada y a oscuras, salvo por una serpentina de luz que se colaba por una rendija de la puerta principal. Al aproximarme, aunque me mantuve oculto en la densa penumbra que creaba el muro del ala norte, me sentí expuesto bajo el solitario e inquisitivo ojo de Jairly.
Cuando el rey estaba en palacio, se suponía que debía haber patrullas regulares, incluso en aquellas zonas donde normalmente no había nadie. Hasta el momento no había visto ni un solo centinela, y ni tenía la menor idea de la frecuencia de sus rondas ni sabía si realmente vigilaban aquella parte del palacio, pero la posibilidad de que la guardia apareciera por allí me ponía aún más nervioso de lo que hubiese debido estar. ¿Qué tenía que esconder? ¿Acaso no era un criado fiel y un devoto súbdito de su majestad? Y sin embargo, allí estaba, arrastrándome a hurtadillas por las sombras.
Para utilizar la entrada principal al ala de los Pretendientes habría tenido que cruzar otro patio a la luz de las tres lunas, pero aunque no hubiese sido así, lo cierto es que no quería utilizar aquella entrada. Entonces encontré algo que recordaba: un pasillo que discurría bajo el ala norte hasta un pequeño patio porticado del interior. Había unas puertas al otro extremo, apenas visibles en la oscuridad del pasadizo, pero estaban abiertas. El estrecho patio estaba en silencio y tenía algo de fantasmal. Las pilastras pintadas de la galería parecían unos centinelas envarados y pálidos con la mirada clavada en mí. Tomé el pequeño túnel del otro lado del patio, cuya puerta tampoco estaba cerrada con llave y, tras doblar un recodo hacia la izquierda, me encontré en la parte trasera del ala de los Pretendientes, a la sombra de las tres lunas, con la fachada de madera del edificio, alta, vacía y oscura, sobre mí.
Me quedé allí un momento, preguntándome cómo iba a entrar, y luego eché a andar a lo largo de la fachada hasta encontrar una puerta. Pensé que estaría cerrada, pero cuando probé a abrirla, descubrí que no era así. ¿Cómo era posible? Tiré lentamente de la puerta de madera esperando que chirriara, pero no lo hizo.
La oscuridad en el interior era completa. La puerta se cerró tras de mí con un ruido sordo. Tuve que abrirme camino a tientas, con una mano en la pared de la derecha y la otra extendida delante de mí. Debían de ser los aposentos de la servidumbre. Bajo mis pies, el suelo era de piedra desnuda. Dejé atrás varias puertas. Estaban todas cerradas, salvo una de ellas, que daba acceso a un armario grande y vacío cuyo olor acre y ácido me indujo a pensar que se había usado para guardar jabón. Me golpeé la mano contra una de las estanterías y estuve a punto de maldecir en voz alta.
Tras salir de nuevo al pasillo, llegué a una escalera de madera. Subí sigilosamente y llegué a una puerta. Por debajo de ella se colaba un retazo de luz casi imperceptible, tanto, que uno solo reparaba en su presencia cuando no miraba directamente en su dirección. Giré con mucho cuidado el picaporte y abrí una rendija menos ancha que una mano.
Al final de un amplio corredor con el suelo cubierto de alfombras y cuadros en las paredes, se encontraba la fuente de luz, una habitación situada al otro extremo, cerca de la puerta principal. Oí un grito, algo que sonó como a unos pies que se arrastraban, y luego un segundo grito. Sonaron unos pasos en la distancia, la luz de la puerta cambió un instante, y entonces apareció allí una figura. Era un hombre, eso es lo único que puedo decir con seguridad. Echó a correr por el pasillo, en línea recta hacia mí.
Tardé un momento en comprender que tal vez estuviese dirigiéndose a la puerta tras la que me escondía yo. En aquel tiempo, recorrió la mitad de la distancia, más o menos. Había en él algo salvaje y desesperado que me llenó de terror.
Me volví y bajé de un salto las oscuras escaleras, pero aterricé mal y me lastimé el tobillo izquierdo. Corrí cojeando hacia donde creía recordar que estaba la puerta del armario. Mis manos recorrieron la pared con desesperación por un momento hasta encontrar la puerta y entonces la abrí y me arrojé dentro al mismo tiempo que un fuerte ruido y una luz tenue anunciaba que el hombre había abierto de par en par la puerta de arriba. Unos pasos pesados bajaron precipitadamente las escaleras.