—Ahí —dijo con tono sereno mientras se adentraba con una pieza en territorio de DeWar y luego se recostaba en su asiento. La mano sana frotó suavemente la marchita, que descansaba en el cabestrillo, inmóvil y sin responder. DeWar pensó que estaba tan pálida, era tan fina y tenía la piel de un tono tan poco saludable que parecía la mano de un niño enfermo. Sabía que, tres años después de la herida, el miembro inútil aún le provocaba dolores, y que cuando la mano sana la acariciaba y frotaba, como en aquel momento, ella no siempre se daba cuenta. Pensó todo esto sin mirarla, con los ojos clavados en su rostro, mientras la dama se recostaba un poco más en los cojines del sofá, que eran tan redondeados, rojos y abundantes como las bayas de un arbusto invernal.
Estaban sentados en la sala de visitas del exterior del harén, donde, en ocasiones especiales, se permitía que los parientes próximos de las concubinas entraran a visitarlas. DeWar, que una vez más estaba esperando a UrLeyn mientras el general pasaba el rato con las más recientes incorporaciones al harén, había recibido hacía algún tiempo la dispensa especial de poder entrar en la sala de visitas cuando el Protector se encontraba en el serrallo. Esto significaba que DeWar se encontraba un poco más cerca de UrLeyn de lo que a este le hubiera gustado en tales ocasiones y mucho más lejos de lo que él mismo hubiese necesitado para estar tranquilo.
DeWar sabía la clase de chistes que circulaban en la corte sobre él. Se decía que su sueño era estar tan cerca de su señor en toda ocasión como para poder limpiarle el trasero cuando estuviera en el baño y el miembro cuando estuviera en la alcoba del harén. Otro decía que en secreto deseaba ser una mujer, para que cuando el general quisiera sexo no tuviera que buscarlo más allá de su fiel guardaespaldas y no tuviera la necesidad de arriesgarse con contactos corporales adicionales.
Que Stike, el jefe de los eunucos del harén, hubiera escuchado este rumor en concreto era cosa discutible. Lo que estaba claro es que miraba al guardaespaldas con lo que aparentaba ser una gran suspicacia profesional. El jefe de los eunucos estaba sentado con todo su inmenso corpachón sobre un pulpito situado a un lado de la alargada estancia, iluminada desde arriba por tres cúpulas de porcelana. Las paredes de la sala estaba cubiertas por entero con gruesas y oscilantes tiras de brocado intrincadamente tejido y otros lazos y cestillos de tela colgaban de los espacios de la techumbre que separaban las cúpulas, mecidos por la brisa que entraba por las persianas. El jefe de los eunucos vestía con grandes pliegues de tela blanca y se ceñía la enorme cintura con las argollas de llaves plateadas y doradas de su oficio. De vez en cuando lanzaba alguna mirada de reojo a las pocas chicas que habían escogido la sala de visitas para cuchichear y reírse, o para practicar alguno de los petulantes juegos de cartas y tablero, pero de momento estaba concentrado en el único hombre de la sala y en la partida que estaba jugando con su lisiada concubina, Perrund.
DeWar estudió el tablero.
—Aja —dijo. Su emperador estaba amenazado, o al menos lo estaría dentro de un movimiento o dos. Perrund emitió un elegante resoplido y DeWar, al levantar la mirada, se encontró con que su oponente se había llevado una mano a la boca y, con las uñas pintadas de oro apoyadas sobre los labios, exhibía una expresión de total inocencia en los grandes ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Ya lo sabéis —dijo él con una sonrisa—. Vais detrás de mi emperador.
—DeWar —dijo ella pestañeando—. Querrás decir que voy detrás de tu Protector.
—Mmmm —dijo él mientras apoyaba los codos en las rodillas y la barbilla en los puños. Oficialmente, el Emperador se llamaba ahora Protector, tras la disolución del viejo Imperio y la caída del último rey de Tassasen. Los juegos de La disputa del monarca que se vendían ahora en Tassasen venían en cajas que proclamaban, para aquellos que supieran leer, que el juego contenido en su interior se llamaba «La disputa del líder» y contenía una serie de piezas revisadas: un protector en lugar del emperador, generales en lugar de reyes, coroneles en lugar de duques y capitanes donde antes hubiera barones. Mucha gente, por miedo al nuevo régimen o simplemente para mostrar su adhesión a él, había tirado las versiones antiguas del juego junto con los retratos del rey. Parecía que solo en el propio palacio de Vorifyr estaba la gente más relajada.
DeWar se concentró unos momentos en estudiar la posición de las piezas. Entonces oyó que Perrund hacía un ruido y al levantar de nuevo la mirada, vio que estaba sacudiendo la cabeza mientras lo observaba con ojos brillantes.
Esta vez le tocó a él decir:
—¿Qué pasa?
—Oh, DeWar —dijo la mujer—. He oído decir en la corte que sois la persona más astuta del país, y doy gracias a la Providencia por vuestra lealtad hacia el general, porque si fuerais un hombre dotado de ambiciones independientes, todos os temerían.
DeWar se encogió de hombros.
—¿De veras? Supongo que debería sentirme halagado, pero…
—Y sin embargo es muy fácil ganaros a La disputa —dijo Perrund riéndose.
—¿Ah, sí?
—Sí, y por la más evidente de las razones. Os esforzáis demasiado en proteger a vuestro protector. Lo sacrificáis todo por mantenerlo alejado del peligro. —Señaló el tablero con un gesto de cabeza—. Mirad. Estáis pensando en bloquear mi caballería con vuestro general oriental, lo que dejará expuesto vuestro flanco a mi torre una vez que hayamos intercambiado las carabelas del flanco izquierdo. ¿Me equivoco?
DeWar frunció el ceño mientras miraba detenidamente el tablero. Sintió que se ruborizaba. Volvió a levantar la mirada hacia aquellos ojos dorados y burlones.
—Sí. Así que soy transparente, ¿no?
—Sois predecible —le dijo Perrund con voz suave—. Vuestra obsesión con el emperador… con el protector, es una debilidad. Si perdéis al protector, uno de los generales ocupa su lugar. Vos os lo tomáis como si fuera el final de la partida. Me pregunto… ¿Alguna vez llegasteis a jugar a Un reino injustamente dividido antes de conocer La disputa del monarca? —preguntó—. ¿Lo conocéis? —añadió, sorprendida por la mirada vacía del guardaespaldas—. En ese juego, la pérdida de cualquiera de los reyes significa el final de la partida.
—He oído hablar de él —dijo DeWar a la defensiva, mientras recogía a su protector y le daba vueltas en las manos—. Confieso que nunca he jugado, pero…
Perrund se dio una palmada en el muslo, lo que atrajo la mirada ceñuda del vigilante eunuco.
—¡Lo sabía! —dijo riéndose y balanceándose adelante y atrás en el sofá—. Protegéis al protector porque no podéis impedirlo. ¡Sabéis que el juego no es así, pero estáis tan metido en vuestro papel de guardaespaldas que os sentaría mal no hacerlo!
DeWar volvió a dejar a su protector en el tablero y, tras descruzar las piernas y ajustar la posición de la espada y la daga que llevaba, se irguió en el pequeño escabel en el que se sentaba.
—No es así —dijo, antes de detenerse un momento para estudiar el tablero—. No es así. Es solo… mi estilo. Mi forma de jugar.
—Oh, DeWar —dijo Perrund con un bufido totalmente impropio de una señorita—. ¡Qué tontería! ¡Eso no es un estilo, es un error! Jugar así es como pelear con una mano atada a la espalda… —Bajó una mirada dolorida hacia el brazo del cabestrillo rojo—. O con una mano inútil —añadió, y entonces levantó la otra mano cuando él se disponía a protestar—. Olvidaos de eso. Ateneos a mi argumento. No podéis dejar de ser un guardaespaldas ni cuando estáis jugando a un juego estúpido para pasar el rato con una vieja concubina mientras vuestro señor se entretiene con una más joven. Debéis admitirlo y enorgulleceros de ello, en secreto o no, que para mí es igual, o me enfadaré mucho. Y ahora hablad, decidme que tengo razón.