Me pegué a los estantes. Alargué la mano hacia la puerta para bloquearla, pero estaba fuera de mi alcance. El hombre debió de tropezar con ella, porque hubo un fuerte ruido y un grito de dolor y rabia. La puerta del armario se cerró de un portazo y me quedé encerrado en la oscuridad. Una segunda puerta, más pesada, se cerró en alguna parte y una llave crujió en un cerrojo.
Abrí la puerta del armario. Algo de luz bajaba por las escaleras. Oí algunos ruidos procedentes de allí, pero lejos. Puede que fuera una puerta que se cerraba. Volví a subir las escaleras y me asomé al corredor por la puerta entreabierta. Al final del pasillo, la luz volvió a cambiar cerca de la entrada principal. Me dispuse a echar a correr de nuevo, pero no apareció nadie. En cambio, sonó un grito ahogado. Un grito de mujer. Un terrible miedo se apoderó de mí y me adentré en el pasillo.
Había avanzado cinco o seis pasos cuando las puertas del otro lado del pasillo se abrieron de par en par e irrumpió un grupo de guardias con las espadas desenvainadas. Dos de ellos se detuvieron y me miraron, mientras el resto se encaminaba hacia la puerta de donde salía la luz.
—¡Tú! ¡Ven aquí! —gritó uno de los guardias mientras me apuntaba con la espada.
Desde la habitación iluminada llegaron unos gritos y una voz aterrada de mujer. Caminé con piernas temblorosas hacia los guardias. Me cogieron del cuello y me metieron a la fuerza en la sala, donde la doctora estaba sujeta por dos guardias, con los brazos a la espalda y pegada a una de las paredes. Estaba gritándoles algo.
El duque Ormin yacía inmóvil en el suelo, en medio de un enorme charco de sangre negra. Le habían rebanado el cuello. Un fino y liso astil de metal asomaba por encima de su corazón. El astil era la empuñadura de un fino cuchillo hecho totalmente de metal. Lo reconocí. Era uno de los escalpelos de la doctora.
Creo que perdí el habla por un tiempo. Y también el sentido del oído, me temo. La doctora seguía gritando. Entonces me vio y me gritó también, pero no pude entender lo que decía. Me habría derrumbado de no haberme sujetado los dos guardias. Uno de los soldados se arrodilló a un lado del cadáver. Tuvo que hacerlo junto a la cabeza del duque para no pisar el charco de sangre, que seguía propagándose por el suelo de madera. Le abrió un ojo al duque Ormin.
La parte de mi cerebro que aún funcionaba me informó de que si estaba buscando signos de vida era un necio, habida cuenta de la cantidad de sangre que se veía en el suelo y la forma estacionaria del escalpelo que sobresalía de su pecho.
El guardia dijo algo. Tengo la sensación de que era «muerto» o algo por el estilo, pero no lo recuerdo.
Entonces empezaron a entrar más guardias en la habitación, hasta que estuvo tan abarrotada que dejé de ver a la doctora.
Se nos llevaron de allí. No recuperé el sentido del oído ni la capacidad del habla hasta que llegamos a nuestro destino, en el palacio principaclass="underline" la sala de torturas, donde el interrogador jefe del duque Quettil, maese Ralinge, estaba esperándonos.
Amo, supe entonces que tendrías que perdonarme. Puede que no mereciera el perdón, según el plan original, puesto que aquella nota, supuestamente enviada por ti, utilizaba la palabra «privada», que implicaba que la doctora debía ir sola, sin mi compañía, para que yo no pudiera ser acusado también de lo que quiera que recayese sobre sus hombros. Pero la había seguido y no había tenido la prudencia de hablarle a nadie de mis temores.
Tampoco se me había ocurrido la idea de plantarme en medio cuando el hombre que debía de ser el auténtico asesino del duque Ormin vino corriendo por el pasillo. No, lo que hice fue emprender la huida, bajar las escaleras y esconderme en un armario. E incluso cuando él chocó contra la puerta, me quedé allí, pegado a los estantes del armario, aterrado por la posibilidad de que mirara al interior y me encontrase. Así que era cómplice de mi propia caída, comprendí mientras me llevaban a rastras a la sala que la doctora y yo habíamos visitado por última vez la noche que nos hiciera llamar maese Nolieti.
Mi señora, en aquellos momentos, estuvo magnífica.
Caminaba erguida, con la espalda recta y la cabeza en alto. A mí tuvieron que arrastrarme, porque las piernas habían dejado de responderme. Quiero pensar que de haber tenido fuerzas habría gritado, habría chillado y me habría resistido, pero estaba demasiado aturdido. Había una expresión de resignación y derrota en la cara orgullosa de la doctora, pero no de pánico ni de terror. En cuanto a mí, no soy tan ingenuo como para pensar que aparentara otra cosa que lo que en realidad sentía, es decir, un terror abyecto que me provocaba accesos de temblores y convulsiones y convertía mis miembros en gelatina.
¿Me avergüenza decir que me ensucié los pantalones? Creo que no. Maese Ralinge era un conocido virtuoso del dolor.
La cámara de torturas.
Pensé que estaba muy bien iluminada. Las paredes estaban cubiertas de antorchas y velas. Supongo que a Ralinge le gustaba ver lo que estaba haciendo. Nolieti prefería una atmósfera más oscura y amenazante.
Yo estaba preparándome para denunciar a la doctora y todas sus obras. Miré el potro, la jaula, el baño, el brasero, la losa, los atizadores, las pinzas y el resto del equipo, y mi amor, mi devoción y mi honor se transformaron en agua y se escurrieron alrededor de mis tobillos. Diría lo que tuviera que decir para salvarme.
La doctora estaba condenada, de eso estaba seguro. Nada que yo pudiera hacer o decir la salvaría. Sus acciones se habían orquestado para preparar esta acusación. La sospechosa nota, el insólito escenario del encuentro, la ruta de escape preparada para el auténtico asesino, la conveniente aparición de la guardia en el momento justo y en tan gran número, hasta el hecho de que maese Ralinge tuviera una mirada tan brillante y pareciera alegrarse tanto de vernos, y tuviese todo preparado, con las lámparas y el brasero encendidos…, todo esto revelaba un preparativo, una conspiración. La doctora había sido arrastrada hasta allí por gente que ostentaba un enorme poder y por consiguiente no había nada que yo pudiera hacer para salvarla de su destino o mitigar en medida alguna su sufrimiento.
A aquellos que lean esto y piensen «bueno, yo habría hecho cuanto estuviera en mi mano para reducir su tormento», les suplico que lo piensen de nuevo, porque nunca los han llevado a rastras hasta una cámara de tortura, cuyos instrumentos estuvieran esperándolos. Y cuando uno ve eso, solo puede pensar en la forma de impedir que se utilicen contra él.
Arrastraron a la doctora, sin que ella ofreciera la menor resistencia, hasta un desagüe situado en el suelo, donde la obligaron a arrodillarse mientras le cortaban el pelo y le afeitaban la cabeza. Esto pareció irritarla mucho, porque se puso a chillar y a gritar. Maese Ralinge se encargó en persona de la tarea, de una forma cuidadosa, casi amorosa. Cada vez que cortaba un mechón de cabello de la cabeza de la doctora, se lo llevaba a la nariz y lo olía lentamente. Mientras tanto, a mí me encerraron en una jaula de hierro que me obligaba a estar de pie.
No puedo recordar lo que gritaba la doctora ni lo que decía maese Ralinge. Sé que se intercambiaron algunas palabras, nada más. La variopinta colección de dientes desparejados del maestro torturador resplandecía a la luz de las velas.
Ralinge pasó una mano por la cabeza de la doctora, y al llegar a un punto, encima de la oreja izquierda, sus dedos se detuvieron y él se acercó para mirar con mayor detenimiento, mientras musitaba algo con su suave voz que fui incapaz de comprender, pero luego ordenó que la desnudaran y la colocaran sobre la cama de hierro que había junto al brasero. Mientras dos de los guardias que la habían llevado hasta aquel lugar terrorífico se encargaban de cumplir su orden, el torturador, lentamente, se desanudaba y quitaba el grueso delantal de cuero y empezaba a desabrocharse los pantalones de una manera parsimoniosa y reverente. Observó cómo los dos guardias —cuatro después, dado que la doctora ofreció una tremenda resistencia— desnudaban a mi señora.