Y así pude ver lo que siempre había deseado ver, lo que había imaginado en cientos y cientos de vergonzosas y lánguidas ensoñaciones.
La doctora, desnuda.
Y no significó nada para mí. Ella luchaba, tiraba, se debatía, trataba de defenderse con patadas, puñetazos y mordiscos, con la piel cubierta de sudor por el agotamiento, el rostro acalorado por las lágrimas y enrojecido por el miedo y la furia. No era ningún sueño salaz. Aquello no era una mórbida visión de belleza sin par. Allí no había más que una mujer que estaba a punto de ser violada de las maneras más básicas y repulsivas, y luego torturada, y luego, finalmente, asesinada. Ella lo sabía tan bien como yo, y tan bien como Ralinge y sus dos ayudantes, y tan bien como los guardias que se encontraban allí con nosotros.
¿Y cuál era mi más ferviente esperanza en aquel momento?
Que no supiesen de mi devoción hacia ella. Si pensaban que me era indiferente, puede que solo tuviera que escuchar sus gritos. Pero si llegaban a creer, por un instante, siquiera por una fracción de segundo, que la amaba, las normas de su profesión les obligarían a cortarme los párpados para que presenciara todos sus tormentos.
Le arrancaron la ropa y la tiraron a una esquina, junto a un banco. Hubo un chasquido. Maese Ralinge contempló a la doctora, atrapada, totalmente desnuda, en la estructura metálica. Miró su propio miembro, lo acarició y le indicó a los guardias que se marcharan. Esto pareció decepcionarlos y aliviarlos a un tiempo. Uno de los ayudantes de Ralinge cerró la puerta de la cámara tras ellos. Al acercarse a mi señora, en el rostro de Ralinge apareció una sonrisa brillante, radiante, casi esplendorosa.
La ropa de la doctora terminó de asentarse donde había caído.
Los ojos se me llenaron de lágrimas al acordarme de cómo había pasado revista a su atuendo al salir de sus habitaciones, y cómo había decidido volver y recoger esa estúpida e inútil daga desafilada que llevaba consigo siempre que se acordaba. ¿De qué le servía ahora?
Maese Ralinge pronunció las primeras palabras que puedo recordar con claridad desde que la doctora leyera en alto la nota en nuestras habitaciones, media campanada —un siglo entero— antes.
—Lo primero es lo primero, señora —dijo. Se subió a la cama de hierro en la que habían maniatado a la doctora, con el miembro erecto agarrado en una mano.
La doctora lo miró a los ojos con calma. Hizo un chasquido con la lengua y su rostro adoptó una expresión de decepción.
—Ah —dijo de forma totalmente prosaica—. Así que lo decís en serio. —Y sonrió. ¡Sonrió!
Entonces dijo algo que pareció una orden, en una lengua que yo no conocía. No era la lengua que había utilizado con el gaan Kuduhn el día antes. Era un idioma diferente. De un sitio completamente diferente, pensé mientras lo oía y cerraba los ojos —porque no podía soportar la idea de presenciar lo que iba a ocurrir a continuación—, más lejano aún que Drezen. Un idioma de ninguna parte.
Y bien, ¿qué ocurrió a continuación?
Cuántas veces he tratado de explicarlo, cuántas veces he tratado de encontrarle algún sentido. Ya no para los demás, sino para mí.
Mis ojos —como espero que se puede entender, considerando los sentimientos que he tratado de expresar a lo largo de este diario— estaban cerrados en ese momento. Así que, simplemente, no vi lo que ocurrió durante los instantes siguientes.
Oí un sonido parecido a un zumbido. Un sonido parecido a la caída de una cascada, un sonido parecido a una bocanada de aire, parecido a una flecha que pasa rozándonos la oreja. Luego un largo jadeo que más tarde comprendí que debieron de ser dos, pero en cualquier caso una prolongada exhalación; y luego un ruido sordo, un impacto parecido a un puñetazo, de —he deducido retrospectivamente— aire y carne y hueso y… ¿el qué? ¿Más hueso? ¿Metal? ¿Madera?
Metal, creo.
¿Quién sabe?
Una sensación extraña y mareante me embargó. Puede que estuviera un rato inconsciente. No lo sé.
Cuando desperté, si es que desperté, me encontré con algo imposible.
La doctora se encontraba sobre mí, con su larga camisa blanca. No tenía pelo, claro. Le habían afeitado la cabeza. Parecía totalmente diferente. Como de otro mundo.
Estaba desatando mis ataduras.
Su expresión era fría y tranquila. Su rostro y su cráneo estaban salpicados de rojo.
El techo, sobre la cama de hierro en la que había estado maniatada, estaba también teñido de rojo. Allá donde dirigiera la mirada, había más sangre. Parte de ella goteaba aún del banco cercano. Miré al suelo. Maese Ralinge estaba allí. O la mayor parte de él. Su cuerpo, hasta la parte baja del cuello, yacía sobre el suelo. Todavía temblaba. ¿Qué había sido del resto? En fin, había suficientes trozos de color rojo, rosa y gris por toda la cámara para hacerse una idea aproximada de lo que debía de haberle ocurrido a su cuello y su cabeza.
Simplemente, era como si una bomba hubiese explotado en su interior. Vi media docena de dientes de tamaños y colores diferentes esparcidos por el suelo, como metralla.
Los ayudantes de Ralinge se encontraban cerca, en un solo charco de sangre cada vez más grande, con las cabezas casi separadas del cuerpo. Solo una tira de piel conectaba aún la de uno de ellos con sus hombros. Su rostro estaba vuelto hacia mí y tenía los ojos abiertos.
Juro que parpadearon, una vez. Luego, lentamente, se cerraron.
La doctora me liberó.
Algo se movió en el dobladillo de su camisa suelta. Entonces el movimiento cesó.
Parecía tan tranquila, tan segura… Y al mismo tiempo tan muerta, tan superada por los acontecimientos… Volvió la cabeza a un lado y dijo algo en un tono que mantengo hasta el día de hoy que era de resignación y derrota, de amargura incluso. Algo zumbaba por el aire.
—Debemos encerrarnos para salvarnos, Oelph —me dijo. Me puso una mano sobre la boca—. Si es que todavía es posible.
Cálida, seca y fuerte.
Estábamos en una celda. Una celda dentro de las paredes de la cámara de torturas y separada de esta por una rejilla de barrotes de hierro. Por qué nos había metido allí, no lo sé. Había vuelto a vestirse. Yo me había quitado la ropa rápidamente mientras ella no miraba, me había limpiado lo mejor que había podido, y luego me había vestido de nuevo. Mientras tanto, ella había recogido el pelo que Ralinge le había afeitado de la cabeza. Lo miró con aire nostálgico mientras pasaba sobre el cuerpo del maestro torturador y luego arrojó los brillantes y rojos mechones al brasero, donde crepitaron, chisporrotearon, echaron humo y finalmente prendieron con un olor espantoso.
Sin decir nada, había cerrado la puerta de la cámara antes de meternos a los dos en aquella pequeña celda, cerrar la puerta desde dentro y arrojar las llaves al banco más próximo. Luego se había sentado tranquilamente en el suelo de paja sucia, se había rodeado las rodillas con los brazos y había dirigido una mirada vacía a la carnicería del exterior de la celda.
Yo me agazapé a su lado, con mi rodilla junto a su bota, de cuyo borde superior sobresalía la antigua daga. El aire olía a mierda, a pelo quemado y a algo intenso que decidí que debía de ser sangre. Estuve un poco mareado durante un rato. Traté de concentrarme en cosas triviales y me vi totalmente incapaz de encontrar ninguna. La vieja y maltrecha daga de la doctora había perdido la última de las pequeñas cuentas que rodeaban la parte superior de su pomo, bajo la piedra traslúcida. Pensé que así parecía más pulcra, más simétrica. Aspiré profundamente por la boca para escapar de los olores de la cámara de torturas y luego me aclaré la garganta.