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—¿Qué… qué ha pasado, señora? —pregunté.

—Tendrás que contar lo que creas que debes contar, Oelph. —Su voz sonaba completamente cansada y vacía—. Yo contaré que los tres se pelearon por mí y se mataron unos a otros. Pero la verdad es que no importa mucho. —Me miró. Sus ojos parecieron taladrarme. Tuve que apartar la mirada—. ¿Qué viste, Oelph? —preguntó.

—Tenía los ojos cerrados, señora. De verdad. Oí… algunos ruidos. Viento. Un zumbido. Un golpe seco. Creo que perdí el conocimiento un rato.

Asintió y esbozó una fina sonrisa.

—Bueno, qué conveniente.

—¿No tendríamos que haber intentado escapar, señora?

—No creo que hubiésemos llegado muy lejos, Oelph —dijo—. Hay otro camino, pero debemos ser pacientes. Todo está en marcha.

—Si vos lo decís, señora —dije. De repente, se me llenaron los ojos de lágrimas. Ella se volvió hacia mí y sonrió. Estaba muy rara con ese pelo. Parecía un niño. Alargó un brazo, me atrajo hacia sí y me dio un abrazo. Apoyé la cabeza sobre su hombro. Ella hizo lo mismo en el mío y nos balanceamos adelante y atrás, como una madre con su hijo.

Seguíamos así cuando la puerta de la cámara se abrió de par en par e irrumpieron los guardias. Se detuvieron, se quedaron un instante mirando los tres cuerpos tirados en el suelo y luego vinieron corriendo hacia nosotros. Yo me encogí, convencido de que nuestro tormento iba a reanudarse en cualquier momento. Los guardias parecieron aliviados de vernos, cosa que me resultó sorprendente. Un sargento recogió las llaves del banco en el que la doctora los había tirado, nos liberó y nos dijo que nos necesitaban de inmediato, porque el rey se estaba muriendo.

22

El guardaespaldas

El hijo del protector aún se aferraba a la vida. Las convulsiones y su falta de apetito habían dejado a Lattens tan débil que apenas era capaz de levantar la cabeza para beber. Durante varios días, su estado mejoró un poco, pero entonces recayó y pareció volver a encontrarse a las puertas de la muerte.

UrLeyn estaba angustiado. Los criados decían que recorría sus aposentos hecho una furia, arrancando las sábanas, tirando los tapices, rompiendo los ornamentos y muebles y cortando los retratos con un cuchillo. Empezaron a limpiarlos desperfectos cuando fue a visitar a Lattens, pero al regresar, UrLeyn los echó de allí y a partir de entonces prohibió que nadie entrara en su cuarto.

El palacio parecía un lugar terrible, desierto, su atmósfera contaminada por la furia impotente y la desesperación de un hombre destrozado. UrLeyn permaneció todo este tiempo en sus desordenados aposentos, de los que solo salía cada mañana y cada tarde para visitar a su hijo, y cada noche para ir al harén, donde se acostaba, normalmente con Perrund, con la cabeza apoyada en su regazo o sobre su pecho mientras ella le acariciaba el pelo hasta que se quedaba dormido. Pero esta paz nunca duraba mucho, y pronto se removía en su sueño, gritaba y despertaba, y entonces se levantaba y regresaba a sus habitaciones, envejecido y ojeroso, devorado por la desesperación.

El guardaespaldas DeWar dormía en un jergón, en el pasillo de la puerta de sus aposentos. Pasaba la mayor parte del día recorriendo este pasillo de un lado a otro, meditando y esperando a que UrLeyn hiciera una de sus raras apariciones.

El hermano del Protector, RuLeuin, fue a verlo. Esperó pacientemente en el pasillo con DeWar, y entonces, cuando UrLeyn salió de su cuarto y se encaminó a paso vivo a la habitación de su hijo, RuLeuin se situó a su lado junto con DeWar y trató de hablarle, pero UrLeyn lo ignoró y le dijo a DeWar que no dejara que nadie lo molestase hasta que él mismo lo dijera. El guardaespaldas transmitió esta orden a YetAmidous, ZeSpiole e incluso el doctor BreDelle.

YetAmidous no creyó lo que le decían. Pensó que DeWar estaba tratando de mantener al general aislado de todos ellos.

Un día se plantó en el pasillo, como si quisiera desafiar a DeWar a tratar de desalojarlo. Cuando se abrieron las puertas de los aposentos de UrLeyn, YetAmidous hizo a un lado el brazo extendido de DeWar, se aproximó al Protector y dijo:

—¡General! ¡Tengo que hablar con vos!

Pero UrLeyn se limitó a mirarlo desde la entrada y luego, sin decir palabra, cerró la puerta desde dentro antes de que YetAmidous pudiera llegar. La llave giró en la cerradura. YetAmidous se quedó unos momentos junto a ella, furioso, y entonces dio media vuelta y se marchó, ignorando a DeWar.

—¿De veras no queréis ver a nadie, señor? —preguntó DeWar un día, mientras se dirigían al cuarto de Lattens.

Pensó que UrLeyn no respondería, pero al cabo de un instante este dijo:

—No.

—Tienen que hablar de la guerra con vos, señor.

—¿Sí?

—Sí, señor.

—¿Cómo va la guerra?

—No muy bien, señor.

—Bueno, no muy bien. ¿Y qué más da eso? Diles que hagan lo que haya que hacer. A mí ya no me preocupa.

—Con todo el respeto, señor…

—Tu respeto por mí se expresará de ahora en adelante hablando solo cuando te hable yo, DeWar.

—Señor…

—¡Señor! —dijo UrLeyn. Giró sobre sus talones y forzó al otro hombre a retroceder hasta que tuvo la espalda pegada a la pared—. Guardaréis silencio hasta que os ordene hablar u os haré expulsar del edificio. ¿Lo entendéis? Podéis responder sí o no.

—Sí, señor.

—Muy bien. Eres mi guardaespaldas. Puedes guardarme las espaldas. Nada más. Vamos.

La guerra, en efecto, no iba nada bien. En el palacio todo el mundo sabía que no se habían tomado más ciudades y, de hecho, las fuerzas de los barones habían recuperado una. Si el mensaje con la orden de capturar a los rebeldes había logrado llegar a su destino, entonces esta no estaba siendo obedecida o era imposible de cumplir. Las tropas desaparecían en las tierras de Ladenscion y parecía que solo regresaban aquellos heridos que podían caminar, con historias de confusión y terror. Los ciudadanos de Crough empezaron a preguntarse cuándo podrían volver los hombres que se habían marchado a la guerra y a quejarse de los impuestos adicionales que se habían establecido con motivo de ella.

Los generales que se encontraban en el frente pedían más tropas, pero ya casi no quedaban. La guardia de palacio se había dividido en dos, y con una de las mitades se había formado una compañía de piqueros que se había mandado a la guerra. Hasta los eunucos de la guardia del harén habían sido obligados a alistarse. Los generales y demás funcionarios que trataban de administrar el país y dirigir la guerra mientras UrLeyn permanecía aislado no sabían qué hacer. Se rumoreaba que el comandante ZeSpiole había sugerido que lo único que podía hacerse era llamar de regreso a las tropas, quemar la parte ocupada de Ladenscion y dejárselo a los malditos barones. También se decía que cuando había expresado esta opinión, en la misma mesa donde UrLeyn había celebrado su último consejo de guerra media luna antes, el general YetAmidous había dejado escapar un terrible rugido y, tras ponerse en pie de un salto y desenvainar la espada, había jurado que cortaría la lengua del próximo que traicionara los deseos de UrLeyn y sugiriera una cobardía parecida.

Una mañana, DeWar acudió al harén y solicitó que lo atendiera lady Perrund.

—Caballero DeWar —dijo ella, sentada en un sofá. Él se sentó en otro, al otro lado de una mesita.

Señaló con un ademán la caja de madera y el tablero que había sobre la mesa.

—Pensé que podíamos jugar una partida de La disputa del líder. ¿Te apetece?