—Mucho —dijo Perrund. Desplegaron el tablero y colocaron las piezas.
—¿Qué noticias hay? —preguntó ella mientras empezaban a jugar.
—Del niño, nada nuevo —respondió DeWar con un suspiro—. La niñera dice que anoche durmió un poco mejor, pero apenas reconoce a su padre y cuando habla, lo que dice no tiene sentido. Con respecto a la guerra, sí hay noticias, pero no son buenas. Los últimos informes eran confusos, pero parece que tanto Simalg como Ralboute están retirándose. Si se tratase de un simple repliegue, podría haber esperanzas, pero la naturaleza de los informes me induce a pensar que en realidad se trata de una desbandada en toda regla, o algo que se le parece mucho.
Perrund se lo quedó mirando, con los ojos abiertos de par en par.
—Providencia. ¿Tan mal están las cosas?
—Me temo que sí.
—¿Tassasen está en peligro?
—Espero que no. Los barones no tienen los recursos suficientes para invadirnos, y tendrían que quedar tropas suficientes para montar una defensa adecuada en caso de que lo hicieran, pero…
—Oh, DeWar, suena muy mal. —Lo miró a los ojos—. ¿Lo sabe UrLeyn?
DeWar sacudió la cabeza.
—No quiere saber nada. Pero YetAmidous y RuLeuin están hablando de esperar en la puerta del cuarto de Lattens esta tarde y exigirle que los escuche.
—¿Crees que lo hará?
—Creo que es posible. Pero también es posible que huya al verlos, que ordene a los guardias que los echen, o que los aparte sin hacerles caso o que los ataque. —Cogió su protector y le dio varias vueltas entre los dedos antes de devolverlo a su lugar en el tablero—. No sé lo que hará. Espero que los escuche. Espero que vuelva a comportarse con normalidad y reasuma el gobierno, que es lo que tendría que hacer. No puede seguir mucho tiempo así sin que los miembros de la junta militar empiecen a pensar que estaríamos mejor sin él. —Miró a Perrund a los ojos—. No puedo hablar con él —le dijo. Pensó que hablaba como un niño pequeño—. Literalmente, lo tengo prohibido. Si creyera que puedo decirle algo, lo haría, pero ha amenazado con retirarme del puesto si hablo sin su permiso expreso y creo que es capaz de hacerlo. Así que si quiero seguir protegiéndolo, debo permanecer en silencio. Sin embargo, alguien debe decirle a qué estado han llegado las cosas. Si YetAmidous y RuLeuin no tienen éxito esta tarde…
—¿Debería intentarlo yo, esta noche? —dijo Perrund con voz tensa.
DeWar bajó la mirada un instante y luego volvió a levantarla hacia ella.
—Siento tener que pedírtelo, Perrund. Solo puedo pedírtelo. Ni siquiera me atrevería a hacerlo si la situación no fuese desesperada. Pero lo es.
—Puede que no quiera escuchar a una concubina lisiada, DeWar.
—En este momento, Perrund, no hay nadie más. ¿Lo intentarás?
—Por supuesto. ¿Qué debo decirle?
—Lo que te he dicho. Que la guerra está a punto de perderse. Que Ralboute y Simalg están retrocediendo y que, aunque cabe la posibilidad de que se trate de una retirada ordenada, todo indica que no es así. Que la junta militar está descontenta con él, que sus miembros no pueden decidir lo que hay que hacer y que lo único en lo que están de acuerdo es en que un líder que no lidera no sirve de nada. Debe recuperar su confianza y su respeto antes de que sea demasiado tarde. La ciudad, y hasta el país entero, está empezando a darle la espalda. Cunde el descontento y corren rumores catastróficos y está empezando a extenderse una peligrosa nostalgia por lo que la gente llama «los viejos tiempos». Dile todo lo que pueda soportar, o todo cuanto tengas valor para decirle, señora, pero ten cuidado. Ya le ha levantado la mano a sus servidores, y no estaré allí para protegerte ni protegerlo a él.
Perrund lo miró con serenidad.
—Es muy difícil lo que me pides, DeWar.
—Lo es. Y siento tener que pedírtelo a ti, pero la situación es crítica. Si hay algo que pueda hacer para ayudarte, solo tienes que pedirlo, y lo haré si esta en mi mano.
Perrund aspiró hondo. Miró el tablero. Con una sonrisa vacilante, hizo un ademán hacia las piezas que los separaban y dijo:
—Bueno, podrías mover.
DeWar esbozó una sonrisa pequeña y triste, idéntica a la de ella.
23
La doctora
La doctora y yo nos encontrábamos en el embarcadero. A nuestro alrededor, el revuelo acostumbrado de los muelles, y sumado a él, la confusión localizada que normalmente acompaña a la partida de una nave grande en un largo viaje. El galeón Arado de los mares levaría anclas con la próxima marea en menos de media campanada, y los últimos suministros estaban subiéndose a bordo, mientras a nuestro alrededor, entre los rollos de cabo, los barriles de brea, las vallas plegadas y las carretillas vacías, se vivían tristes escenas de despedida. La nuestra, por supuesto, era una de ellas.
—Señora, ¿no podéis quedaros? ¿Seguro? —le supliqué. Las lágrimas resbalaban miserablemente por mis mejillas, delante de todos.
El rostro de la doctora estaba cansado, resignado y en calma. Había una luz quebrada y remota en sus ojos, como el reflejo de unos fragmentos de hielo o de cristal en los rincones oscuros de una habitación lejana. Llevaba el sombrero calado sobre la cabeza afeitada. Pensé que nunca me había parecido tan hermosa. El día era precioso, soplaba un viento cálido y un sol brillaba a cada lado del cielo, como sendos puntos de vista opuestos y desiguales. Yo era Seigen para su Xamis. La desesperada luz de mi deseo de convencerla se veía completamente anulada por el generoso resplandor de su deseo de marchar.
Me cogió las manos. Aquellos ojos de mirada rota me observaron con cariño una última vez. Traté de secarme las lágrimas con parpadeos, pues, ya que no iba a volver a verla, que por lo menos la imagen que guardara de ella fuese vivida y clara.
—No puedo, Oelph. Lo siento.
—¿Y no puedo ir yo con vos, señora? —dije, con tono aún más mísero. Era mi última y más desesperada baza. La única cosa que estaba decidido a no decir bajo ningún concepto, porque era algo obvio y patético, y estaba absolutamente condenado al fracaso. Sabía que iba a marcharse desde hacía media luna, más o menos, y durante todo este tiempo había hecho todo lo que había podido para convencerla de que se quedara, aun sabiendo que su marcha era inevitable y que ninguno de mis argumentos tendría ningún peso, al menos comparados con lo que ella consideraba su fracaso. Durante todo ese tiempo, lo que siempre quise decir fue «¡pues si tienes que irte, llévame contigo!».
Pero era algo demasiado triste, demasiado predecible. Por supuesto que lo diría, y por supuesto que ella me rechazaría. Aún era un muchacho, y ella era una mujer llena de madurez y sabiduría. ¿De qué le serviría si iba con ella, salvo para recordarle lo que había perdido, cómo había fracasado? Me miraría y vería al rey, y nunca me perdonaría por no ser él, por recordarle que, a pesar de haberle salvado la vida, había perdido su amor.
Yo sabía que si decía tal cosa me rechazaría, así que había tomado la decisión de no pedírsela bajo ningún concepto. Sería el único retazo de dignidad que conservara. Pero una parte inflamada de mi mente dijo «¿y si responde que sí? ¡Puede que esté esperando que se lo pidas! Es posible (dijo la voz seductora, demente, ingenua, dulce de mi interior) que en realidad te ame, y que no desee otra cosa que llevarte consigo a Drezen. Puede que ella no quiera pedírtelo porque significaría separarte de todo lo que conoces, quizá para siempre, para no volver jamás».
Así que, tonto de mí, se lo pedí y ella se limitó a apretarme la mano y sacudir la cabeza.
—Te dejaría venir si fuera posible, Oelph —dijo en voz baja—. Es muy amable de tu parte querer acompañarme. Atesoraré en mi interior el recuerdo de tu bondad. Pero no puedo pedirte que vengas conmigo.