—¡Iría a cualquier sitio con vos, señora! —exclamé con los ojos llenos de lágrimas. Me habría arrojado a sus pies para abrazarme a sus piernas de haber podido ver con claridad. Lo que hice fue bajar la cabeza y sollozar como un niño—. Por favor, señora, por favor, señora —supliqué, incapaz ya hasta de decir lo que quería: que se quedase o me dejase acompañarla.
—Oh, Oelph, no quería llorar —dijo, y entonces me cogió entre sus brazos y me apretó con fuerza.
Al fin en sus brazos, pegado a ella, con permiso para rodearla con los míos, para sentir su calor y su fuerza, para envolver su firme suavidad y aspirar el dulce perfume de su piel. Apoyó la barbilla en mi hombro, y yo la mía en el suyo. Entre sollozos, sentí que temblaba. Estaba llorando también. La última vez que había estado tan cerca de ella, a su lado, con mi cabeza en su hombro y la suya en el mío, había sido en la cámara de tortura de palacio, media luna antes, cuando los guardias habían irrumpido con la noticia de que nos necesitaban porque el rey estaba muriéndose.
El rey estaba muriéndose, sí. Una terrible enfermedad se había abatido sobre él desde no se sabía dónde, y se había desplomado en medio de una cena celebrada en honor del duque Quettil, que había llegado repentinamente y en secreto. El rey Quience estaba en mitad de una frase cuando había dejado de hablar, había levantado la mirada y se había puesto a temblar. Con los ojos en blanco, había caído sobre el asiento, inconsciente, y su copa de vino había caído al suelo.
Skelim, médico de Quettil, se encontraba allí. Tuvo que sacarle la lengua de la garganta, porque de lo contrario se habría ahogado allí mismo. Pero una vez hecho esto, el cuerpo quedó allí, en el suelo, inconsciente, temblando espasmódicamente mientras todo el mundo se agolpaba a su alrededor. Según parece, el duque Quettil trató de tomar el mando y ordenó que se apostaran guardias por todas partes. El duque Ulresile se contentó con mirar mientras el nuevo duque Walen permanecía en su asiento, gimoteando. El comandante Adlain apostó una guardia en la mesa del rey para asegurarse de que nadie tocaba el plato ni la copa de su majestad, por si alguien había tratado de envenenarlo.
En medio de este revuelo, llegó un criado con la noticia de que el duque Ormin había sido asesinado.
Mis pensamientos, curiosamente, se vuelven hacia este personaje cada vez que trato de imaginar la escena. Un criado no tiene casi nunca la posibilidad de llevar noticias realmente importantes a gente de posición elevada, y recibir el encargo de comunicar un suceso tan extraordinario como que uno de los favoritos del rey le ha quitado la vida a un duque es algo así como una especie de privilegio. Pero entonces, descubrir que las noticias que uno lleva son relativamente insignificantes en comparación con los acontecimientos que están desarrollándose, debe de ser algo mortificante.
En los días posteriores me mostré más diligente de lo habitual en sonsacar, con toda la sutileza de que fui capaz, a los criados que se encontraban presentes en el salón aquella velada, y todos coincidieron en que se dieron cuenta, en aquel mismo momento, de que algunos de los invitados a la cena no reaccionaban como cabía esperar a la noticia, presumiblemente a causa del repentino mal del rey. Fue casi, se aventuraron a decir, como si el comandante de la Guardia y los duques Ulresile y Quettil la hubiesen estado esperando.
El doctor Skelim ordenó que llevaran al rey a su cama. Una vez desvestido, inspeccionó su cuerpo en busca de alguna marca que indicase que le habían lanzado un dardo envenenado o lo habían infectado con algún pequeño corte. No encontró nada.
El pulso del rey era lento, y decrecía un poco más a cada segundo que pasaba. Solo aumentaba por breves segundos cuando le sobrevenía algún ataque. El doctor Skelim anunció entonces que, salvo que pudiera hacerse algo, el corazón del rey dejaría de latir en el plazo de una campanada. Se confesó perplejo por lo que estaba sucediéndole a su majestad. Un criado sin resuello le trajo el maletín de su cuarto, pero los pocos tónicos y estimulantes que pudo administrarle (poco más eficaces que unas sales, según me enteré, especialmente porque no hubo manera de conseguir que Quience tragara nada) no tuvieron el menor efecto.
El doctor consideró la posibilidad de sangrar al rey, la única medida que no se había intentado hasta el momento, pero, en el pasado, se había demostrado sobradamente que sangrar a alguien con el corazón débil tenía justo los efectos contrarios a los deseados, y en esta ocasión, por fortuna, el deseo de no empeorar las cosas se impuso a la necesidad de que pareciera que se estaba haciendo algo. El doctor ordenó que le prepararan algunas infusiones exóticas, aunque confesó que no tenía grandes esperanzas de que resultaran más eficaces que los compuestos que ya había administrado.
Fuisteis vos, amo, el que propusisteis que se llamara a la doctora Vosill. Según me han contado, el duque Ulresile y el duque Quettil os llevaron a un aparte y se produjo una terrible discusión. El duque Ulresile abandonó la habitación hecho una furia y luego le arrebató la espada a uno de sus criados con tal descuido que al pobre desgraciado le costó un ojo y un par de dedos. Me parece admirable que os mantuvierais firme en aquellas circunstancias. Se envió un contingente de guardias de palacio a la cámara de interrogatorios, con la orden de llevarse a la doctora de allí, por la fuerza si era necesario. Me han contado que mi señora entró tranquilamente en la terrible confusión que era la cámara real, donde se habían reunido los nobles, los criados y, según parece, la mitad del palacio, para llorar y gritar.
Ella me había enviado, escoltado por un par de guardias, a sus habitaciones, en busca de su maletín. Sorprendimos allí a uno de los criados del duque Quettil y a otro guardia del palacio. Ambos se pusieron muy nerviosos al vernos. El hombre del duque tenía en la mano un trozo de papel que reconocí al instante.
Nunca, creo, me he sentido tan orgulloso de mí por nada de lo que haya podido hacer como por lo que hice en aquel momento, puesto que aún albergaba en mi interior el temor de que mi ordalía solo hubiese sido pospuesta. Estaba temblando y sudando por lo que había presenciado, me atormentaba el recuerdo de la cobardía y debilidad de mi comportamiento en la cámara de torturas, sentía vergüenza por la traicionera reacción que había tenido mi cuerpo y la cabeza me daba vueltas.
Lo que hice fue arrebatarle la nota al criado de Quettil.
—¡Eso es propiedad de mi señora! —siseé y di un paso al frente con una expresión de furia en el semblante. Cogí la nota de la mano del hombre. Él me miró sin entender, y miró a continuación la nota, que me apresuré a guardar en la camisa. Abrió la boca para decir algo. Me volví, aún temblando de furia, hacia los dos guardias que me habían acompañado allí—. ¡Escoltad a esta persona fuera de estas habitaciones inmediatamente! —dije.
Era, claro está, un riesgo por mi parte. En medio de todo aquel revuelo, no estaba muy claro si, técnicamente, la doctora y yo seguíamos siendo prisioneros, así que los guardias podían haber decidido también que eran mis vigilantes y no mis escoltas, que era lo que se deducía de mi forma de tratarlos. Modestamente, me gustaría pensar que pudieron reconocer algo honesto y transparente en mi justa indignación, y eso los indujo a hacer lo que les había ordenado.
El hombre del duque puso cara de espanto, pero hizo lo que se le ordenaba. Me abroché la chaqueta para asegurar la nota, busqué el maletín de la doctora y regresé apresuradamente a la cámara real, en compañía de mis escoltas.
La doctora había puesto al rey de lado. Estaba arrodillada junto a su cama y le acariciaba la cabeza con aire distraído mientras respondía a las preguntas que Skelim le lanzaba constantemente. (Una reacción a algo en la comida, probablemente, le dijo. Grave, sí, pero no un veneno).