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Vos también estabais allí, amo, con los brazos cruzados, cerca de la doctora. El duque Quettil, en un rincón, miraba con hostilidad a mi señora.

La doctora sacó un pequeño frasco tapado de la bolsa, lo colocó bajo la luz y lo agitó.

—Oelph, esta es la solución salina número veintiuno, de hierbas. ¿Sabes cuál es?

Pensé un momento.

—Sí, señora.

—Vamos a necesitar más, que esté seca, en el plazo de dos campanadas. ¿Recuerdas como se prepara?

—Sí, creo que sí, señora. Puede que tenga que consultar vuestras notas.

—Muy bien. Estoy segura de que esos dos guardias te ayudarán. Manos a la obra, pues.

Me volví para marcharme, pero antes me detuve y le entregué la nota que había arrebatado al hombre del duque.

—Tomad esto, señora —dije, y me fui rápidamente antes de que tuviera tiempo de preguntarme qué era.

Me perdí el revuelo organizado cuando la doctora le cerró la nariz con dos dedos a su majestad y le tapó la boca con una mano hasta conseguir casi que se pusiera azul. Vos, amo, contuvisteis a los demás, pero entonces empezasteis a preocuparos también, y estabais a punto de ordenarle que lo soltara a punta de espada, cuando ella soltó la nariz del rey e introdujo el polvo que contenía el frasco en sus fosas nasales. La solución parecía sangre seca, pero no lo era. El rey aspiró profundamente y la absorbió por la nariz.

La mayoría de quienes se encontraban en la habitación respiraron entonces por primera vez desde hacía un buen rato. Por un momento, no ocurrió nada. Entonces, según me han contado, los ojos del rey parpadearon y se abrieron. Vio a la doctora y sonrió, y luego estornudó y tuvieron que ayudarlo a incorporarse.

Se aclaró la garganta, clavó una mirada indignada en la doctora y dijo:

—Vosill, por los cielos del Infierno, ¿qué te has hecho en el pelo?

Creo que la doctora sabía que no necesitaría más cantidad de la solución salina veintiuno, de hierbas. Lo había hecho para asegurarse de que no nos llevaban ante el rey y, una vez seguros de que habíamos conseguido curarlo de su mal, volvieran a llevarnos a la sala de tortura. Quería que la gente pensase que el tratamiento requerido era más complicado que aquel sencillo pellizco de polvo.

Empero, yo regresé a nuestros aposentos con la escolta de dos guardias y preparé el equipo necesario para preparar más polvo. Hasta con la ayuda de los dos hombres —y resultó una experiencia refrescante el dar yo las órdenes en lugar de recibirlas— dos campanadas era un plazo muy corto para producir cualquier cantidad de aquella sustancia. Pero al menos de este modo tuve algo que hacer.

Solo después me enteré del estallido del duque Quettil en la cámara real. El sargento de la guardia que nos había liberado habló en voz baja con vos, amo, poco después de que el rey regresara a la tierra de los vivos. Me han contado que parecisteis desconcertado por un momento, pero entonces os acercasteis, cariacontecido, al duque Quettil para informarle de la suerte de su torturador jefe y sus dos ayudantes.

—¡Muerto! ¿Muerto? ¡Maldita sea, Adlain, no dais una a derechas! —fueron las palabras exactas del duque, según todos los testimonios. El rey lo fulminó con la mirada. La doctora permaneció impasible. Todo el mundo se lo quedó mirando. El duque trató de golpearos y dos de vuestros hombres, que actuaron, creo, sin pensar, tuvieron que sujetarlo. El rey inquirió lo que estaba pasando.

La doctora, entretanto, estaba examinando el trozo de papel que yo le había entregado.

Era la nota que supuestamente le habíais enviado y que había accionado la trampa que había acabado con la vida del duque Ormin y que, en teoría, había de costarle la suya. El rey ya sabía por boca de mi señora que Ormin estaba muerto, y que alguien había tratado de hacerla pasar por culpable. Seguía sentado en la cama, con la mirada perdida mientras trataba de asimilar las noticias. La doctora no le había dado aún los detalles de lo que supuestamente había ocurrido en la cámara de tortura, y de momento solo había dicho que la habían soltado antes de que comenzara el interrogatorio.

Le mostró la nota. Su majestad os llamó y vos confirmasteis que no era vuestra letra, aunque se trataba de una falsificación bastante conseguida.

El duque Quettil aprovechó la oportunidad para exigir que alguien pagara por el asesinato de sus hombres, pero yo creo que se precipitó, porque esto sacó a colación la cuestión de su presencia allí. La expresión del rey fue ensombreciéndose a medida que comprendía lo que estaba ocurriendo y en varias ocasiones tuvo que decirle a algunos de los presentes, que estaban tratando de interrumpir a otros, que se callaran, para poder formarse una idea clara del asunto. Según me han contado, el duque Quettil con los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada, intentó, llegado un momento, coger a la doctora por la muñeca y apartarla del rey, quien la rodeó con el brazo y os ordenó que mantuvierais al duque alejado.

Yo no estuve presente en todo cuanto ocurrió durante la siguiente media campanada. Lo que conozco me fue contado por otros, así que el relato debe entregar el peaje que paga la información al pasar por las mentes y los recuerdos de otros. Aun así, sin haber estado allí, creo que se produjo una reconstrucción de los hechos, en especial por parte de vos, aunque es probable que el duque Quettil lograra finalmente calmarse lo bastante como para volver a considerar las cosas de manera racional y aceptar el mapa de los sucesos que estabais trazando, aun sin contribuir demasiado a su cartografía.

La cosa es que se culpó de lo ocurrido al duque Ulresile. La letra de la nota era suya. Los guardias de palacio juraron que el duque les había dado órdenes, supuestamente respaldado por vos. Avanzada la noche, uno de los hombres de Ulresile fue arrastrado a presencia del rey, sollozando, y confesó que había robado el escalpelo de la doctora de sus aposentos aquella misma mañana y que había matado al duque Ormin y luego había escapado por una puerta trasera del ala de los Pretendientes, poco antes de que la doctora entrara por la puerta principal. Aquí tuve la ocasión de desempeñar mi papel y testifiqué que podía ser perfectamente el mismo hombre al que había visto correr en el oscuro pasillo del ala de los Pretendientes.

El hombre mentía con respecto al escalpelo, claro está. Solo uno de los instrumentos había desaparecido, y era el que yo había robado dos estaciones antes, el día que visitamos el hospital de los pobres. Por descontado, lo deposité en vuestras manos, amo, aunque no en el mismo sentido en que luego se depositaría en el cuerpo del duque Ormin.

Entretanto, la guardia no había logrado impedir que el duque Ulresile abandonara el palacio. Creo que un hombre más maduro se habría dado cuenta de que tratar de escapar equivalía a una confirmación de las sospechas dirigidas a él, pero puede que no se le ocurriera comparar su situación y sus posibles acciones con las de alguien tan vulgar como el pobre y fallecido Unoure. En cualquier caso, parece ser que alguien le había dicho que el rey estaba muy enfadado, aunque se trataba de un simple malentendido, malentendido que el duque Quettil y vos, amo, necesitarais algún tiempo para aclarar, por lo que durante ese tiempo sería absolutamente perentorio que se ausentara de la corte.

El rey dejó muy claro que se tomaría realmente a mal cualquier nuevo intento de mancillar el buen nombre de la doctora y vos le prometisteis que no se ahorrarían esfuerzos para aclarar los puntos oscuros que aún restaban de aquel caso.

Aquella noche apostaron dos centinelas de la guardia del propio rey en la puerta de nuestros aposentos. Yo dormí a pierna suelta en mi celda hasta que me despertó una pesadilla. Creo que la doctora durmió de un tirón. Por la mañana parecía encontrarse bien. Completó el afeitado de su cabeza y el resultado final fue mucho más pulcro que el de maese Ralinge.