Yo la ayudé en este menester, en su dormitorio, ella sentada en una silla, con una toalla alrededor de los hombros y una jofaina sobre las rodillas llena de agua jabonosa caliente y una esponja. Aquella mañana teníamos que presentarnos en la cámara real para dar cuenta pormenorizada de los sucesos de la pasada noche.
—¿Qué ocurrió, señora? —le pregunté.
—¿Cuándo y dónde? —repuso ella mientras se humedecía el cráneo con la esponja y luego se rasuraba la cabeza con un escalpelo, precisamente un escalpelo, antes de pasármelo para que yo terminara el trabajo.
—En la cámara de interrogatorios, señora. ¿Qué les pasó a Ralinge y a los otros dos?
—Que se pelearon por mí, Oelph. ¿No te acuerdas?
—No, señora —susurré con una mirada a la puerta que había más allá de su taller. Estaba cerrada, al igual que la que había detrás y la que había detrás de esta, pero a pesar de ello yo seguía sintiendo pánico, así como una especie de culpa angustiada—. Vi que maese Ralinge estaba a punto de…
—De violarme, Oelph. Por favor, Oelph. Ten cuidado con ese escalpelo —dijo, y me cogió de la muñeca. Apartó ligeramente mi mano de su cráneo rasurado y volvió la cabeza con una sonrisa—. Sería una enorme ironía sobrevivir a una falsa acusación de asesinato, librarse por los pelos de una tortura atroz y acabar herida por tu mano.
—¡Pero, señora…! —exclamó, y no me avergüenza reconocer que fue un verdadero chillido, porque seguía convencido de que no era posible estar rodeado por tan fatales acontecimientos y tan poderosos enemigos y no acabar sufriendo un final espantoso—. ¡No tuvieron tiempo de discutir! ¡Estaba a punto de poseeros! Providencia, lo vi. Cerré los ojos un latido antes de que… ¡No hubo tiempo!
—Querido Oelph —dijo la doctora sin soltarme la muñeca—. Debes de haberlo olvidado. Estuviste inconsciente un rato. Tenías la cabeza ladeada, el cuerpo flácido y un reguero de saliva en la barbilla, me temo. Los tres hombres discutieron como locos mientras tú dormías, y entonces, justo después de que los dos que habían acabado con Ralinge se mataran el uno al otro, volviste a despertar. ¿No te acuerdas?
La miré a los ojos. Su expresión me resultó imposible de interpretar. De repente me acordé de la máscara espejada que había llevado en el baile del palacio de Yvenir.
—¿Es eso lo que debo recordar, señora?
—Sí, Oelph, lo es.
Dirigí la vista hacia el escalpelo y la superficie, brillante como un espejo, de la hoja.
—¿Pero cómo conseguisteis quitaros las ataduras, señora?
—Bueno, es que, en su apresuramiento, maese Ralinge no cerró bien una de ellas —dijo la doctora mientras me soltaba la muñeca y volvía a agachar la cabeza—. Un terrible desliz desde el punto de vista profesional, pero puede que comprensible dadas las circunstancias.
Suspiré. Recogí la esponja enjabonada y la estrujé un poco sobre la parte trasera de su cabeza.
—Ya veo, señora —dije con tristeza, y terminé de afeitarle la cabeza.
Decidí, mientras lo estaba haciendo, que tal vez fuera cierto que mi memoria estaba jugándome malas pasadas, porque al bajar la mirada hacia las piernas de la doctora, pude ver la empuñadura de su vieja daga en el borde de la bota y allí, como de costumbre, perfectamente visible en el borde del pomo, se encontraba la piedrecilla de color pálido que había creído ver ausente el día anterior, en la cámara de tortura.
Creo que ya sabía entonces que las cosas no volverían a ser como antes. Aun así, cuando la doctora, al regresar de una visita al rey dos días más tarde, me dijo que le había pedido abandonar el puesto de médico real, sentí una auténtica conmoción. Me quedé allí mirándola, en medio de las cajas y cajones aún por desembalar que ella había seguido comprando a los boticarios y alquimistas de la ciudad.
—¿Abandonar, señora? —pregunté estúpidamente.
Asintió. Al verle los ojos, pensé que había estado llorando.
—Sí, Oelph. Creo que es lo mejor. Llevo demasiado tiempo lejos de Drezen. Y el rey parece encontrarse, en términos generales, en buen estado de salud.
—¡Pero si estaba a la puerta de la muerte no hace ni dos noches! —grité, incapaz de creer las palabras que estaba oyendo y lo que significaban.
Ella esbozó una de sus pequeñas sonrisas.
—Creo que eso no volverá a ocurrir.
—Pero dijisteis que la causa era… ¿Cómo lo llamasteis…? ¡Una galvanización alotrópica de la sal! ¡Maldita sea, mujer, podría…!
—¡Oelph!
Creo que fue la única vez que nos hablamos con ese tono. Yo me encogí como una vejiga pinchada. Bajé la vista al suelo.
—Perdón, señora.
—Estoy segura —me dijo con firmeza— de que no volverá a ocurrir.
—Sí, señora —musité.
—Será mejor que vayas guardando de nuevo todo esto.
Una campanada después, cuando estaba en lo más profundo de mi miseria, empaquetando cajas, cajones y sacos, vinisteis a buscarla, amo.
—Me gustaría hablar con vos en privado, señora —dijisteis a la doctora.
Ella me miró. Me quedé allí, acalorado, sudoroso, con la ropa llena de paja de embalaje.
Dijo:
—Creo que Oelph puede quedarse, ¿verdad, comandante de la Guardia?
La mirasteis unos instantes, según recuerdo, y entonces vuestra expresión severa se fundió como la nieve.
—Sí —dijisteis y os sentasteis en una silla que, casualmente, no tenía encima ninguna caja ni el contenido de una—. Sí, creo que puede quedarse. —Le sonreisteis. Ella acababa de darse uno de sus baños y estaba anudándose una toalla a la cabeza. Recuerdo haber pensado, estúpidamente: «¿Por qué estará haciendo eso?». No tenía pelo que secar. Llevaba una ropa holgada que hacía que su cabeza rasurada pareciera muy pequeña, salvo cuando se ponía la toalla. Quitó un par de cajas de un asiento y se sentó.
Tardasteis un momento en encontrar una postura cómoda sin que la espada os estorbara. Entonces dijisteis:
—Tengo entendido que habéis pedido abandonar el servicio del rey.
—Es cierto, comandante de la Guardia.
Asentisteis un momento.
—Puede que sea lo mejor.
—Oh, seguro que lo es. Oelph, no te quedes ahí como un pasmarote —dijo mirándome—. Sigue con el trabajo, por favor.
—Sí, señora —musité.
—Me encantaría saber lo que ocurrió en la cámara aquella noche.
—Estoy segura de que ya lo sabéis, comandante de la Guardia.
—Y yo estoy igualmente seguro de lo contrario, señora —dijisteis con un suspiro de resignación—. Un hombre más supersticioso pensaría que se trata un caso de brujería.
—Pero vos no sois uno de esos.
—En efecto. Soy un ignorante, pero no un estúpido. Tengo que decir que me preocuparía más si la cosa continuara sin explicación y vos siguierais aquí, pero ya que decís que os marcháis…
—Sí. De vuelta a Drezen. Ya he encontrado pasaje en un barco… ¿Oelph?
Un frasco de agua destilada se me había caído de las manos. No se había roto, pero había hecho mucho ruido.
—Perdón, señora —dije mientras trataba de contener las lágrimas. ¡Un barco!
—¿Creéis que vuestra estancia aquí ha sido un éxito, doctora?
—Así es. El rey se encuentra en mejor estado de salud que cuando llegué. Solo por eso, si se me permite atribuirme parte del mérito, me siento… realizada.
—Sin embargo, me imagino que os alegraréis de regresar con los vuestros.
—Sí, estoy segura de que os lo imagináis.
—En fin, tengo que marcharme —dijisteis mientras os poníais en pie. Y luego añadisteis—: Qué curioso, todas esas muertes en Yvenir, luego el buen duque Ormin, y esos tres hombres…