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—¿Curioso, señor?

—Tantos cuchillos, o dagas, o lo que sea. No se han encontrado. Me refiero a las armas.

—Sí. Es curioso.

Os volvisteis al llegar a la puerta.

—Lo que pasó la otra noche, en la sala de interrogatorios, fue algo muy malo.

La doctora no dijo nada.

—Me alegro de que salierais… indemne. Daría mucho por saber cómo lo conseguisteis, pero no cambiaría el conocimiento por el resultado. —Sonreisteis—. Me atrevo a decir que volveremos a vernos, doctora, pero por si no fuera así, permitidme que os desee un buen viaje de regreso a casa.

Y así, media luna después, la doctora y yo nos encontrábamos en los muelles, abrazados el uno al otro y conscientes de que nada de lo que yo pudiera hacer serviría para que se quedara o me permitiera acompañarla, y de que nunca volveríamos a vernos.

Me apartó delicadamente.

—Oelph —dijo mientras sorbía por la nariz y se limpiaba las lágrimas—. No olvides que el doctor Hilbier tiene una visión más formal que la mía. Lo respeto, pero…

—Señora, no olvidaré nada de lo que me habéis enseñado.

—Bien. Bien. Toma. —Introdujo una mano en su chaqueta. Me entregó un sobre lacrado—. He abierto una cuenta para ti con el clan Mifeli. Este es el poder. Puedes usar los beneficios como te parezca, aunque confío en que dediques una parte a los experimentos que te he enseñado…

—¡Señora!

—… pero el capital, según mis instrucciones, solo se te entregará cuando alcances el título de Doctor. Te aconsejaría que lo usaras para comprar una casa y un establecimiento, pero…

—¡Señora! ¿Una cuenta? ¿Qué? Pero, ¿cómo, dónde? —dije, genuinamente asombrado. Ya me había dejado todo lo que pensaba que podía serme útil, hasta el límite de lo que cabía en una de las habitaciones de mi nuevo mentor, el doctor Hilbier, de su reserva de medicinas y materias primas.

—Es el dinero que me dio el rey —dijo—. No lo necesito. Es todo tuyo. Además, en el sobre está la llave de mi diario. Contiene las notas y descripciones de todos mis experimentos. Úsalo como mejor te parezca.

—¡Oh, señora!

Me cogió la mano y me la estrechó.

—Sé un buen doctor, Oelph. Y un buen hombre. Y ahora, vamos —dijo con una carcajada desesperadamente triste y poco convincente—, dejemos de llorar antes de que nos deshidratemos por completo, ¿eh? Vamos a…

—¿Y si llego a convertirme en doctor, señora? —pregunté, con más frialdad y calma de la que habría creído posible en un momento así—. ¿Y si llego a convertirme en doctor y uso parte del dinero para seguir vuestros pasos y viajar a Drezen?

Había empezado a volverse. Se detuvo y miró los tablones de madera del embarcadero.

—No, Oelph. No… No creo que esté allí. —Levantó la mirada y esbozó una sonrisa valiente—. Adiós, Oelph. Mucha suerte.

—Asió, señora. Gracias.

Siempre te amaré.

Pensé estas palabras y podría haberlas pronunciado, hasta puede que estuviera a punto de hacerlo, pero al final no lo hice. Puede que dejar algo sin decir, aunque no fuese lo que había pensado al principio, me permitiese conservar una pizca de amor propio.

Recorrió lentamente la primera mitad de la empinada pasarela y entonces levantó la cabeza, alargó el paso, enderezó la espalda, subió a bordo del gran galeón y su sombrero oscuro desapareció detrás de la telaraña negra de los cabos sin echar una sola mirada atrás.

Yo regresé a la ciudad caminando despacio, con la cabeza gacha, la nariz cubierta de lágrimas y el corazón en un puño. Varias veces pensé en volverme para mirar, pero en todas ellas me dije que la nave no habría partido aún. Y ni un solo instante perdí la esperanza de escuchar el sonido de unas botas que corrían sobre el suelo, o el doble ruido sordo de una silla de porte, o el traqueteo de un carruaje de alquiler, el resoplido del tiro y por fin su voz.

Sonó el cañonazo que marcaba la campanada. Su eco recorrió la ciudad y los pájaros, graznando y piando, levantaron el vuelo en grandes y atropelladas bandadas negras, pero ni aun entonces me volví, porque pensé que estaba en la parte equivocada de la ciudad para ver el puerto y los muelles, y así, cuando finalmente levanté la mirada, me di cuenta de que me había adentrado demasiado en la ciudad y me encontraba casi en la plaza del mercado. Desde allí no podría ver el galeón, ni siquiera la parte alta de las velas.

Regresé corriendo por donde había venido. Pensé que llegaría tarde, pero me equivocaba y cuando pude volver a divisar el puerto, allí estaba el gran navío, desplazando su bulbosa y regia figura hacia la entrada del puerto con la ayuda de dos alargados remolcadores repletos de remeros. El puerto estaba aún abarrotado de gente que se despedía de los pasajeros, y la tripulación se había congregado cerca de la proa del galeón. No pude ver a la doctora en la nave.

¡No pude verla en la nave!

Corrí hacia el puerto como un poseso, en su busca. Miré todas las caras, estudié todas las expresiones, traté de analizar todas las zancadas y todas las poses, pues en mi demencia enamorada había llegado a creer realmente que ella había decidido abandonar el barco y quedarse, quedarse conmigo, y aquella aparente separación era solo una broma cruelmente prolongada y todavía, después de haber dejado la nave, había decidido disfrazarse para continuar el juego un poco más.

El galeón salió a alta mar casi sin yo darme cuenta y los remolcadores, al otro lado de la entrada, cortaron las amarras y regresaron remando sobre el oleaje mientras la majestuosa embarcación largaba sus velas de color crema y se prendía de los vientos.

Luego, la gente empezó a marcharse del muelle, hasta que al final solo quedaron un par de mujeres llorosas, una de pie, sola y encogida, con el rostro tapado por las manos, y la otra acurrucada, con un rostro de mirada vacía orientado hacia el cielo, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas sin que ella rompiera el silencio.

… Y yo, con la vista clavada en el espacio que separaba los dos faros y la línea lejana que era la circunferencia irregular del Lago Cráter, más allá. Y allí me quedé, y allí vagabundeé, aturdido y perplejo, sacudiendo la cabeza y musitando para mí mismo. Traté de marcharme varias veces, pero no pude hacerlo y regresé arrastrando los pies a los muelles, hostigado por el traicionero rielar de las aguas que habían dejado que se me escapara, azotado por el viento que se la estaba llevando más lejos con cada latido de mi corazón y el suyo, y atendido por los cáusticos graznidos de las aves marinas que volaban en círculos sobre mi cabeza y los quedos y desesperanzados sollozos de las mujeres.

24

El guardaespaldas

El guardaespaldas DeWar despertó de un sueño en el que volaba. Permaneció en la oscuridad los pocos momentos que tardó en despertar del todo, en recordar dónde estaba, quién era, lo que era y lo que le había estado ocurriendo.

El peso del conocimiento de todo lo que había ido mal últimamente recayó sobre él como una docena de capas de malla arrojadas una a una sobre su cama. Hasta emitió un pequeño gemido al rodar sobre su estrecho camastro y tumbarse con un brazo detrás de la cabeza y la mirada perdida en la negrura.

La guerra de Ladenscion se había perdido. Era tan simple como eso. Los barones habían conseguido todo lo que siempre habían pedido y más, por la fuerza. Los duques Simalg y Ralboute estaban de regreso a casa con los maltrechos y desesperanzados restos de sus ejércitos.

Lattens se había acercado un paso más a la muerte y lo que quiera que tuviese se había mostrado inaccesible a todos los remedios probados por los médicos.

El día anterior, UrLeyn había participado en un consejo de guerra, una vez que había terminado por enterarse de la magnitud de la catástrofe de Ladenscion por medio de un sinfín de informes y mensajes codificados, pero había permanecido todo el tiempo con la mirada clavada en la superficie de la mesa y sin articular otra cosa que algún que otro monosílabo. Había mostrado algo más de animación, e incluso una sombra de su antiguo yo, al culpar sin paliativos a Simalg y Ralboute por la debacle, pero incluso esta explosión había parecido, hacia el final, carente de fuerzas y forzada, como si el Protector ya no fuera capaz de mantener ni su cólera.