Se había decidido que no podía hacerse gran cosa. Los ejércitos regresarían y se haría lo que se pudiese por los enfermos y heridos. Habría que fundar un nuevo hospital para ello. El ejército se reduciría al mínimo necesario para la defensa de Tassasen. Ya se habían producido perturbaciones en un puñado de ciudades, pues el pueblo, que hasta entonces se había limitado a murmurar contra los nuevos impuestos establecidos para costear la guerra, al enterarse de que todos sus sacrificios habían sido en vano, había montado en cólera. Habría que bajar los impuestos para calmar al populacho, de modo que varios proyectos tendrían que ser suspendidos o abandonados. En algún momento, una vez que las cosas se hubiesen calmado, habría que entablar negociaciones con los barones victoriosos, a fin de regularizar las cosas.
UrLeyn asintió a todo esto sin que aparentemente le interesara nada de ello. Los demás podían ocuparse. Dejó el consejo para volver junto a la cama de su hijo.
Seguía sin dejar que la servidumbre entrara en sus apartamentos, donde pasaba casi todo el tiempo. Todos los días estaba una o dos campanadas en el cuarto de Lattens. Solo visitaba el harén de forma errática, y a menudo se limitaba a hablar con las concubinas mayores y especialmente con lady Perrund.
DeWar sintió una mancha de humedad en la almohada, donde su mejilla había descansado durante la noche. Se volvió de costado y tocó de manera ausente el pliegue en el que debía de haber babeado mientras dormía. Qué indignos nos volvemos en nuestro sueño, pensó mientras frotaba entre los dedos el húmedo triángulo de tejido. Puede que se hubiese chupado el dedo mientras dormía, pensó. ¿Sería así? ¿Hacía eso la gente? Puede que los niños…
Salió de la cama, se puso el pantalón dando saltos y soltando maldiciones, se abrochó el cinto de la espada, recogió la camisa al tiempo que abría la puerta de una patada, corrió entre las sombras que el amanecer temprano proyectaba en su pequeño cuarto y salió al pasillo, donde los sorprendidos criados estaban apagando las velas. Corrió como una exhalación, con el ruido sordo de sus pasos sobre los tablones de madera. Se puso la camisa como pudo.
Estaba buscando un guardia para decirle que lo siguiera, pero no había ninguno a la vista. Al doblar el recodo que lo llevaría hacia la habitación de Lattens, tropezó con una sirviente que llevaba una bandeja de desayuno y la tiró al suelo. Le gritó una disculpa sin dejar de correr.
Había un guardia en la puerta de Lattens, adormilado en una silla. DeWar derribó el asiento de una patada y le gritó al hombre que lo siguiera mientras cruzaba la puerta.
La niñera levantó los ojos desde la ventana junto a la que había estado leyendo. Con los ojos abiertos de par en par, miró el pecho desnudo de DeWar, que la camisa abierta dejaba ver. Lattens yacía inmóvil en su cama. En una mesilla situada junto a su cabeza había una jofaina y una tela. La niñera pareció encogerse un poco al ver que DeWar se acercaba a la cama a grandes zancadas. DeWar oyó que el guardia lo seguía. Volvió la cabeza un segundo y dijo:
—Sujétala. —Señaló con un gesto de la cabeza a la niñera, quien se puso pálida. El guardia, inseguro, se movió hacia ella.
DeWar se colocó junto al niño. Le tocó el cuello y sintió un débil pulso. Aferrado al puño del niño estaba el jirón de tela amarilla que era su chupete. DeWar se lo quitó con toda la delicadeza que pudo, y una vez hecho esto, se volvió hacia la niñera. El guardia se encontraba a su lado y la tenía agarrada por la muñeca.
La niñera abrió los ojos de par en par. Con el brazo que no estaba sujeto, empezó a golpear al guardia, quien tras un forcejeo, logró controlarla e inmovilizarla. Ella trató entonces de emprenderla a puntapiés, pero el guardia le dio la vuelta, le estiró el brazo a la espalda y tiró de él hasta que la mujer se retorció y gritó, con el rostro a la altura de sus rodillas.
DeWar inspeccionó el extremo gastado del chupete mientras el guardia lo miraba, asombrado, y la mujer lloraba entrecortadamente. Probó a pasar levemente la lengua por el material. Sabía a algo. Era un sabor dulce y un poco acre al mismo tiempo. Escupió en el suelo y luego se apoyó sobre una rodilla para situarse a la altura de la cara colorada de la niñera. Sostuvo el chupete frente a la cara de la mujer.
—¿Es así como habéis estado envenenando al niño, señora? —preguntó en voz baja.
La mujer miró con los ojos bizcos el trozo de tela. La punta de su nariz goteaba lágrimas y mocos. Al cabo de unos instantes, asintió.
—¿Dónde está la solución?
—Eh… Bajo la silla de la ventana —dijo con voz temblorosa.
—Que no se mueva de ahí —ordenó DeWar al guardia. Se acercó a la ventana, tiró los cojines del asiento pegado a la pared, abrió la tapa de madera y metió la mano dentro. Empezó a sacar juguetes y algunas prendas hasta encontrar un pequeño tarro opaco. Se lo llevó a la niñera.
—¿Es esto?
La mujer asintió.
—¿De dónde ha salido?
La niñera sacudió la cabeza. DeWar sacó el puñal. Ella gritó, y se debatió en los brazos del guardia, hasta que este volvió a apretar, y entonces se quedó allí, colgada de ellos, jadeante. DeWar le acercó el puñal a la nariz.
—¡Lady Perrund! —gritó la niñera—. Lady Perrund.
DeWar se quedo helado.
—¡Lady Perrund! ¡Ella me da los tarros! ¡Lo juro!
—No me lo creo —dijo DeWar. Hizo una seña al guardia, quien levantó un poco más el brazo de la mujer. Esta chilló de dolor.
—¡Es la verdad! ¡La verdad! ¡Es la verdad! —gritó.
DeWar se sentó en cuclillas. Miró al guardia y sacudió la cabeza una vez. El hombre volvió a relajar los brazos. El llanto de la mujer sacudía su retorcido cuerpo de un lado a otro. DeWar guardó el cuchillo y frunció el ceño. Otros dos hombres de uniforme irrumpieron ruidosamente en la habitación, con las espadas en la mano.
—¿Señor? —dijo uno de ellos mientras recorría la escena con la mirada.
DeWar se puso en pie.
—Proteged al niño —dijo a la pareja que acababa de entrar—. Llevádsela al comandante ZeSpiole —ordenó al que sujetaba a la niñera—. Decidle que han envenenado a Lattens y ella es la responsable.
Se metió la camisa mientras se dirigía rápidamente hacia los aposentos de UrLeyn. Otro guardia, alertado por el revuelo, se le acercó corriendo. DeWar lo envió con el hombre que llevaba la niñera a ZeSpiole.
Había otro guardia en la puerta de UrLeyn. DeWar enderezó la espalda. Empezaba a lamentar no haberse puesto toda la ropa. Tenía que ver a UrLeyn a toda costa, al margen de las órdenes que hubiese dado, y la ayuda del guardia podía ser vital para entrar. Asumió el que esperaba que fuese su tono más autoritario.
—¡Firmes! —gritó. El guardia obedeció como impulsado por un resorte—. ¿Está el Protector en sus aposentos? —inquirió con el ceño fruncido y un gesto dirigido a la puerta.
—¡No, señor! —gritó el guardia.
—¿Dónde está?
—¡Señor, ha ido al harén, creo, señor! ¡Dijo que no hacía falta informaros, señor!
DeWar miró la puerta cerrada un momento. Hizo ademán de dar la vuelta y marcharse por donde había venido y entonces se detuvo.
—¿Cuánto hace que se fue?