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—¡Una media campanada, señor!

DeWar asintió y se marchó. Al llegar a la esquina, echó a correr. Dos guardias más se unieron a él cuando los llamó. Se dirigieron al harén.

Las puertas dobles del vestíbulo de las tres cúpulas golpearon las paredes de los dos lados al abrirse. Había un par de concubinas en la suavemente iluminada estancia, hablando con sus familiares y compartiendo un pequeño desayuno. Todo el mundo guardó silencio al abrirse las puertas. El jefe de eunucos, Stike, dormitaba en su elevado pulpito, cerca del centro de la habitación, como una montaña soñolienta. El sopor se escurrió de su rostro y sus cejas se juntaron y arrugaron mientras las puertas recobraban su posición natural después del impacto. DeWar cruzó la habitación a la carrera, en dirección a las dos puertas que conducían al harén propiamente dicho, seguido de cerca por los dos guardias.

—¡No! —rugió el jefe de los eunucos. Se levantó y empezó a bajar trabajosamente las escaleras.

DeWar llegó a las puertas y trató de abrirlas. Estaban cerradas a cal y canto. Stike se le acercó bamboleándose y agitando un dedo en el aire.

—¡No, caballero DeWar! —exclamó—. ¡No se puede entrar ahí! ¡Nunca, en ningún caso, pero sobre todo cuando el Protector se encuentra dentro!

DeWar miró a los dos guardias que lo habían seguido.

—Sujetadlo —les dijo. Stike gritó al ver que trataban de cumplir la orden. El eunuco era sorprendentemente fuerte y cada uno de sus brazos, tan grueso como la pierna de un hombre normal, logró derribar a un guardia antes de que consiguieran inmovilizarlo. Gritó pidiendo ayuda mientras DeWar registraba su túnica blanca en busca de las llaves que sabía que guardaba en alguna parte. Las cortó del cinturón del gigante y probó una, y luego una segunda, antes de que la tercera encajara en la cerradura y se abrieran las puertas.

—¡No! —chilló Stike, y estuvo a punto de zafarse de los guardias. DeWar lanzó una mirada rápida en derredor, pero no había nadie que pudiera ayudarlo. Sacó la llave y se la llevó, junto con todas las demás, al interior del harén. Tras él, los dos guardias luchaban por contener la poderosa furia del jefe de eunucos.

DeWar nunca había estado allí antes. Sin embargo, había visto planos del palacio, así que sabía dónde estaba, aunque ignorase dónde podía estar UrLeyn.

Atravesó a la carrera un pasillo que conducía a otras puertas. Los gritos de angustia y las protestas de Stike resonaban aún en sus oídos. Tras la puerta había un patio redondo, iluminado suavemente por un único domo de yeso situado a gran altura. En el centro burbujeaba una fuente y el suelo estaba cubierto de sofás y asientos. Las chicas, en diversos estados de desnudez, se levantaron o incorporaron la espalda, dando gritos y chillidos, al ver a DeWar. Un eunuco que estaba saliendo de allí por una galería lateral, lo vio y lanzó un grito. Agitó los brazos y se le acercó corriendo, pero al ver que tenía una espada frenó su carrera y se detuvo.

Lady Perrund —dijo DeWar rápidamente—. Lady Perrund.

El eunuco miraba la punta de la espada como si estuviera hipnotizado, porque estaba solo a un par de pasos de él. Levantó una mano temblorosa hacia la pálida cúpula del techo.

—Están dentro —dijo con un susurro quedo y tembloroso—, en el último piso, señor, el pequeño patio.

DeWar miró a su alrededor y vio las escaleras. Corrió hacia ellas y las subió hasta el último piso. Había unas diez puertas allí, pero al otro lado del pozo del patio se veía una entrada más amplia, que formaba un pasillo truncado con unas puertas dobles al final. Con la respiración entrecortada ya, corrió por la galería hasta alcanzar el corto pasillo y las puertas gemelas. Estaban cerradas. La segunda llave que probó las abrió.

Se encontró en otro patio interno coronado por una cúpula. Este solo tenía un piso, y las columnas que sustentaban la techumbre y el domo de yeso traslúcido eran de una línea más delicada que las del patio principal. También tenía una fuente y un estanque en el centro, y a primera vista parecía desierto. La fuente tenía la forma de tres doncellas entrelazadas, delicadamente esculpidas en mármol blanco. DeWar percibió un movimiento tras las pálidas formas de la fuente. Más allá, al otro lado del patio, detrás de las columnas, había una puerta entreabierta.

La fuente tintineaba. Era el único sonido que se oía en el amplio espacio circular. Unas sombras se movían sobre el suelo de mármol pulido, cerca de la fuente. DeWar echó una mirada atrás y luego siguió adelante.

Lady Perrund estaba arrodillada junto al estanque, donde estaba lavándose las manos lenta y metódicamente. La mano sana acariciaba y lavaba la otra, que flotaba justo debajo de la superficie del agua, como el miembro de un niño ahogado.

Vestía un fino vestido de color rojo. Era traslúcido y la luz de la brillante cúpula de yeso caía sobre su desordenado cabello rubio y perfilaba sus hombros, sus senos y sus caderas en el interior del vaporoso tejido. En lugar de levantar la mirada cuando apareció DeWar al otro lado de la fuente, se concentró en lavarse las manos hasta que estuvo satisfecha. Sacó el miembro inutilizado del agua y lo colocó delicadamente a su lado, donde quedó, inerte, fino y pálido. Lo cubrió con la fina gasa roja del vestido. Entonces se volvió lentamente y miró a DeWar, quien se había aproximado hasta pocos pasos, con la cara pálida, y una expresión terrible y llena de temor.

Pero ella siguió sin decir nada. Lentamente, su mirada se volvió hacia la puerta abierta que había tras ella, al otro lado de las que DeWar había utilizado para entrar.

El guardaespaldas se movió con rapidez. Con un empujón del pomo de la espada, abrió la puerta y miró al interior de la habitación. Se quedó allí algún tiempo. Entonces retrocedió, hasta que sus hombros se encontraron con una de las columnas que sujetaban el techo. La espada colgaba de su mano. Bajó la cabeza hasta que la barbilla quedó en contacto con el pecho de su camisa blanca.

Perrund lo observó un segundo y luego se volvió. Todavía arrodillada, se secó las manos lo mejor posible en su fino vestido, con la mirada clavada en el borde del cuenco de la fuente, a poca distancia de sus ojos.

DeWar apareció a su lado, junto a su mano marchita, los pies descalzos junto a su pantorrilla. La espada bajó lentamente hasta quedar apoyada en el borde de mármol del cuenco de la fuente y luego, con sonido chirriante, se deslizó hacia la nariz de ella. Se inclinó y se detuvo bajo su barbilla. El metal estaba frío. Una leve presión la obligó a levantar el rostro hasta encontrarse con la mirada de DeWar. La espada permaneció apoyada en su garganta, fría, fina y afilada.

—¿Por qué? —le preguntó. Había, vio ella, lágrimas en sus ojos.

—Por venganza, DeWar —dijo lentamente. Había pensado que si podía articular palabra, su voz temblaría y se rompería enseguida, hasta que solo quedara de ella un sollozo, pero en cambio se mantuvo firme y calmada.

—¿Por qué?

—Por matar a mi familia y matarme a mí, y por violar a mi madre y a mis hermanas. —Pensó que su voz sonaba mucho menos afectada que la de él. Parecía razonable, como si aquello no le importara demasiado, se dijo.

Él estaba allí plantado, mirándola con la cara llena de lágrimas. Su pecho subía y bajaba dentro de la camisa desabrochada. La espada que le tocaba la garganta, en cambio, no se movía.

—Eran hombres del rey —dijo él con un hilo de voz. Las lágrimas seguían cayendo.

Ella quiso sacudir la cabeza, aunque temía que el menor movimiento le cortase la piel del cuello. Pero eso lo haría él de todos modos dentro de poco, si tenía suerte, así que probó a hacerlo. La presión de la hoja en su garganta no disminuyó, pero no llegó a cortarle.

—No, DeWar. No fueron los hombres del rey. Fueron sus hombres. Él. Sus hombres. Sus sicarios, los más próximos, y él.