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DeWar la miró. Las lágrimas estaban remitiendo. Le habían empapado la camisa por debajo de la barbilla.

—Fue todo tal como te lo conté, DeWar, con la única diferencia de que fueron el Protector y sus amigos, no uno de los antiguos nobles que seguía siendo leal al rey. UrLeyn me mató, DeWar. ¡Pensé que debía devolverle el favor! —Abrió los ojos de par en par y dejó que su mirada recayera sobre la espada que tenía delante—. ¿Puedo pedirte que seas rápido, por nuestra antigua amistad?

—¡Pero si tú lo salvaste! —gritó DeWar. La espada siguió sin apenas moverse.

—Esas eran mis órdenes, DeWar.

—¿Órdenes? —dijo con incredulidad.

—Cuando ocurrió lo que le ocurrió a mi familia, me marché. Una noche encontré un campamento y me ofrecía unos soldados a cambio de comida. Me tomaron todos, y me dio igual, porque sabía que ya estaba muerta. Pero uno de ellos, que era muy cruel, quiso hacerlo de una forma que yo no quería, y descubrí que para alguien que está muerto es muy fácil matar. Pensé que me matarían para castigarme por su muerte, y de haber sido así, puede que hubiese sido mejor para todos nosotros, pero en lugar de hacerlo, uno de los oficiales me llevó consigo. Me condujeron a una fortaleza situada más allá de la frontera, en el Haspidus exterior, guarnecida principalmente por los hombres de Quience, pero mandada por algunos leales al viejo rey. Me trataron bien y me instruyeron en las artes del espionaje y el asesinato. —Perrund sonrió.

De haber estado viva, pensó, las rodillas, apoyadas en las frías y blancas baldosas de mármol, le dolerían un poco a estas alturas, pero estaba muerta así que no le importaba. El rostro de DeWar estaba cubierto de lágrimas. Sus ojos hinchados parecían a punto de salírsele de las órbitas.

—Pero el rey Quience en persona me ordenó que esperara —le dijo—. UrLeyn debía morir, pero no en la cúspide de su fama y su poder. Se me ordenó que hiciera lo que pudiese por mantenerlo con vida hasta que su ruina fuera completa.

Esbozó una sonrisa minúscula, vergonzosa, y movió el rostro una fracción de milímetro hacia su brazo marchito.

—Hice lo que se me ordenó, y en el proceso me situé más allá de toda sospecha.

Había una expresión de horror total en la cara de DeWar. Era, pensó ella, como mirar el rostro de alguien que ha muerto de agonía y desesperación.

No había visto, ni había querido ver, la cara de UrLeyn. Había esperado hasta que, tras darle la noticia que dijo acabar de recibir, se sumiese en una especie de ataque de llanto y enterrase la cara en la almohada, y entonces se había incorporado, había levantado un pesado vaso de alabastro con la mano sana y lo había descargado sobre su cráneo. Las lágrimas habían cesado. UrLeyn no se había movido ni había emitido sonido alguno. Por si acaso, le había rebanado el cuello, pero lo había hecho montada a horcajadas sobre su espalda, sin mirarle la cara una sola vez.

—Quience estaba detrás de todo ello —dijo DeWar. Su voz sonaba estrangulada, como si fuera él, y no ella, quien tuviese una espada apoyada en la garganta.

—No lo sé, DeWar, pero imagino que sí. —Lanzó una mirada lánguida a la punta de la espada—. DeWar. —Lo miró a los ojos con una expresión dolorida y suplicante—. No puedo contarte nada más. El veneno fue entregado por manos inocentes en el hospital de los pobres, donde yo lo recibí. Nadie que yo conozca sabía lo que era ni para qué iba a utilizarse. Si has cogido también a la niñera, ya tienes la conspiración entera. No hay nada más que contar. —Hizo una pausa—. Ya estoy muerta, DeWar. Por favor, si no te importa, acaba el trabajo. De repente me siento muy cansada. —Dejó que los músculos que sujetaban la cabeza se relajaran y su barbilla bajó hasta la hoja. Esta, y a través de ella DeWar, cargaba ahora con todo el peso de su cabeza y de sus recuerdos.

El metal, cálido ahora, descendió lentamente, y Perrund tuvo que sujetarse para no caer y golpearse con el borde de la fuente. Levantó la mirada hacia DeWar, que tenía también la cabeza baja y estaba envainando la espada.

—¡Le dije que el niño había muerto, DeWar! —gritó con voz furiosa—. ¡Le mentí antes de aplastar su repugnante cráneo y luego corté su cuello de viejo asqueroso! —Se puso trabajosamente en pie, entre las protestas de todas sus articulaciones. Se acercó a DeWar y lo cogió del brazo con su mano sana—. ¿Vas a dejarme en manos de los guardias y los torturadores? ¿Es esa tu decisión?

Lo zarandeó, pero él no respondió. Entonces bajó la mirada y vio el arma más cercana, su alargado puñal. Lo sacó de la vaina. DeWar, alarmado, se apartó dos rápidos pasos de ella, pero podría haber impedido que lo cogiera y no lo había hecho.

—¡Entonces lo haré yo misma! —dijo, y se llevó velozmente el cuchillo a la garganta. El brazo de DeWar se movió a la velocidad del rayo. Perrund vio unas chispas delante de su cara. La mano empezó a escocerle casi antes de que sus ojos y su mente percibiesen lo que había ocurrido. El cuchillo que le había arrebatado de la mano chocó contra la pared y cayó al suelo de mármol con un tintineo metálico. La espada volvía a estar en la mano del guardaespaldas.

—No —dijo, y avanzó hacia ella.

Epílogo

Me doy cuenta, después de haber escrito esto, de lo poco que podemos llegar a saber de nada.

El futuro es, por su propia naturaleza, inescrutable. Podemos predecir muy poco y, en cualquier caso, con muy poca fiabilidad; y cuanto más tratamos de anticipar lo que aún no ha ocurrido, más estúpidos comprendemos después que hemos sido… con la ventaja de la visión retrospectiva. Hasta el más claramente predecible de los sucesos, el que parece destinado a producirse, puede resultar esquivo. Cuando yo era niño y cayeron las rocas del cielo, ¿no creían millones de personas la noche antes que los soles volverían a salir, como siempre, a la mañana siguiente? Y entonces llovió fuego del cielo, y para países enteros, los soles no salieron aquel día, y de hecho, para millones de personas no volverían a hacerlo.

En cierto modo, el presente no es más seguro, porque, ¿qué sabemos en realidad de lo que está ocurriendo ahora mismo? Solo aquello que sucede en nuestro entorno inmediato. En condiciones normales, el horizonte es el límite de nuestra capacidad de captar el momento, y el horizonte está muy lejos, así que los sucesos deben ser muy importantes para que podamos percibirlos. Además, en nuestro mundo moderno, el horizonte no es en realidad el borde de la tierra o el mar, sino el seto que tenemos más cerca, o la muralla de la ciudad, o la pared de la habitación en la que nos encontramos. Los mayores sucesos suelen producirse en otros sitios. En el mismo instante en que las rocas y el fuego empezaron a caer del cielo, cuando la mitad del mundo despertó en medio del caos, al otro lado del mundo todo marchaba bien, y tuvo que pasar casi una luna para que unas curiosas nubes oscurecieran el cielo.

Cuando un rey muere, la noticia puede tardar una luna entera en llegar a los últimos confines de su reino. Y puede tardar años en hacerlo a países situados al otro lado del océano, e incluso, en algunos sitios, quién sabe, podría dejar de ser una noticia a medida que viaja, para convertirse en historia contemporánea, apenas digna de mencionarse en una conversación de viajeros, de modo que la muerte que sacudió un reino y derribó una dinastía solo llega siglos después, como un pequeño párrafo en un libro de historia. Así que el presente, repito, no está, al menos en cierto modo, más a nuestro alcance que el futuro, porque para saber lo que está ocurriendo en un momento determinado necesitamos que pase el tiempo.

¿El pasado, entonces? Seguro que ahí podemos encontrar certezas, porque una vez que algo ha ocurrido, no puede dejar de haber ocurrido, no puede cambiarse. Puede haber descubrimientos nuevos que arrojen nueva luz sobre algo, pero la cosa en sí no puede alterarse. Debe permanecer fija, segura y definida y, gracias a ello, introducir un poco de certidumbre en nuestras vidas.