Выбрать главу

Y sin embargo, con qué poca frecuencia se ponen de acuerdo los historiadores. Leed el relato de una guerra contado por un bando y luego por el otro. Leed la biografía de un gran hombre relatada por uno de sus enemigos, y luego su propia versión. Providencia, hablad con dos criados de un mismo suceso ocurrido aquella misma mañana en la cocina y es muy posible que os encontréis con dos relatos bien diferentes, con diferentes culpables y diferentes agraviados y en los que lo que parecía obvio se vuelve imposible y viceversa.

Un amigo cuenta una historia en la que dos de vosotros os visteis involucrados de un modo que difiere de la realidad, pero que resulta más divertida, u os deja en mejor lugar, así que no decís nada, y luego otros la transmiten, alterada de nuevo, y antes de que pase mucho tiempo podéis encontraros contando una historia que sabéis a ciencia cierta que nunca ocurrió.

Aquellos de nosotros que escribimos un diario descubrimos en ocasiones que hemos —sin malicia, propósito ni embellecimiento algunos— recordado algo de manera errónea. Podemos haber consagrado una gran parte de nuestras vidas a esbozar un relato perfectamente objetivo de un suceso del pasado, del que estamos muy seguros y que creemos recordar muy bien, y de pronto, al encontrarnos con el relato escrito por nosotros mismos en el mismo momento del suceso, descubrir que las cosas no fueron tal como las recordábamos.

Así que, quizá, no podemos estar seguros de nada.

Y sin embargo, tenemos que vivir. Tenemos que aplicarnos a la tarea del mundo. Para hacerlo, tenemos que recordar el pasado, tratar de prever el futuro y afrontar las demandas del presente. Y seguimos adelante, de algún modo, aunque en el proceso —quién sabe si para conservar un retazo de nuestra cordura— nos convenzamos de que el pasado, el presente y el futuro son mucho más inteligibles de lo que son en realidad.

¿Qué ocurrió, pues?

He pasado el resto de mi vida volviendo a los mismos instantes, sin recompensa.

Creo que no ha habido un solo día en que no pensara en aquellos momentos, en la cámara de tortura del palacio de Efernze, en la ciudad de Haspide.

No estaba inconsciente, de eso estoy seguro. La doctora solo logró convencerme de ello durante algún tiempo. Una vez que se marchó, y yo me recuperé de mi dolor, fue creciendo mi certeza de que el lapso de tiempo que yo creía que había trascurrido era exactamente el que había trascurrido. Ralinge estaba en la cama de hierro, preparado para tomarla. Sus ayudantes se encontraban a pocos pasos de distancia, no recuerdo cuántos. Cerré los ojos para ahorrarme el espantoso momento y entonces el aire se llenó de ruidos extraños. Unos momentos después —unos cuantos latidos como mucho, apostaría la vida por ello—, estábamos todos allí, ellos tres violentamente asesinados y la doctora y yo libres de nuestras ataduras.

¿Cómo? ¿Qué pudo moverse con tal celeridad para hacer tales cosas? O, ¿qué truco de la mente pudo conseguir que se las hicieran a sí mismos? ¿Y cómo es que ella estaba tan serena en los momentos posteriores? Cuanto más recuerdo el interludio trascurrido entre las muertes de los torturadores y la llegada de los guardias, cuando estuvimos encerrados en aquella pequeña celda, más crece mi certeza de que ella sabía que, de alguna manera, acabaríamos por salvarnos, que de repente el rey se encontraría a las puertas de la muerte y vendrían a buscarla para que lo salvarla. Pero, ¿cómo podía saberlo con tanta seguridad?

Puede que Adlain estuviera en lo cierto y fuese obra de brujería. Puede que la doctora tuviera un guardaespaldas invisible, capaz de dejar chichones como huevos en las cabezas de dos canallas y de meterse detrás de nosotros en las mazmorras para asesinar a los asesinos y quitar a la doctora sus cadenas. Es la más racional de las respuestas, aunque al mismo tiempo también es la más absurda. O puede que sí que me desvaneciera, perdiera el conocimiento, quedara inconsciente o como queráis llamarlo. Puede que mi certeza ande errada.

¿Qué queda por contar? Dejadme pensar…

El duque Ulresile murió escondido, en la provincia de Brotechen, pocos meses después de que la doctora se marchara. Fue un simple corte con un plato roto, según dicen, que le ocasionó un envenenamiento de la sangre. El duque Quettil murió poco después, también, de una enfermedad degenerativa que afectaba a sus extremidades y las necrosó: El doctor Skelim no pudo hacer nada.

Yo me convertí en doctor.

El rey Quience gobernó otros cuarenta años y gozó de un excepcional estado de salud hasta el momento de su muerte.

Dejó solo hijas, así que ahora tenemos una reina. La verdad es que me resulta menos raro de lo que habría pensado.

Últimamente han empezado a llamar al padre de nuestra Reina, Quience el Bueno o, en ocasiones, Quience el Grande. Me atrevo a augurar que cuando alguien llegue a leer esto, una de las dos formas se habrá impuesto.

Fui su médico personal durante sus últimos quince años y las enseñanzas de la doctora y mis propios descubrimientos me convirtieron, según todos, en el mejor médico del reino. Hasta puede que en el mejor del mundo, porque cuando, en parte gracias a los esfuerzos diplomáticos del gaan Kuduhn, se establecieron relaciones más estrechas y fiables con la república insular de Drezen, descubrimos que, aunque nuestros amigos de las antípodas rivalizaban con nosotros, e incluso nos superaban, en muchos aspectos, no estaban tan avanzados en el campo de la medicina, ni de hecho, en ningún otro, como la doctora había insinuado.

El gaan Kuduhn se instaló entre nosotros y se convirtió en una especie de padre para mí. Más tarde pasó a ser un gran amigo, y estuvo una década como embajador en Haspidus. Hombre generoso, hábil y resuelto, en una ocasión me confesó que solo había una cosa a la que había aplicado toda su inteligencia sin obtener frutos, y era encontrar a la doctora, o siquiera averiguar de dónde, exactamente, había venido.

Nunca pudimos preguntárselo a ella, pues había desaparecido.

Una noche, en el mar de Osk, el Arado de los mares navegaba a sotavento frente a una pequeña hilera de islas deshabitadas, en dirección a Cuskery. Entonces, una de esas apariciones de vivo color verde que los marineros llaman fuegos fatuos empezó a revolotear alrededor del velamen. Al principio se quedaron todos boquiabiertos, pero luego empezaron a temer por sus vidas, porque aparte de que el fuego fatuo era mucho más brillante e intenso que cualquier otro que hubieran visto en el pasado, el viento arreció de repente y amenazó con desgarrar las velas, derribar los mástiles o incluso hacer zozobrar al gran galeón.

El fuego fatuo desapareció tan repentinamente como había aparecido, y el viento revirtió a su fuerza anterior. Uno a uno, todos los presentes, salvo los que estaban de guardia, regresaron a sus camarotes. Uno de los pasajeros comentó que no había podido despertar a la doctora para que saliera a ver el espectáculo, aunque nadie le dio mucha importancia en ese momento. El capitán le había enviado una nota aquella noche para invitarla a cenar, pero ella había declinado la invitación aludiendo a una indisposición debida a circunstancias especiales.

A la mañana siguiente descubrieron que había desaparecido. Su puerta estaba cerrada por dentro y hubo que echarla abajo. Los ojos de buey estaban abiertos, pero eran demasiado pequeños para que una persona saliese por ellos. Según parece, todas sus pertenencias, o al menos gran parte de ellas, seguían en el camarote. Estaban empaquetadas y se suponía que había que enviarlas a Drezen, pero, como cabía esperar, se extraviaron durante la travesía.

Cuando el gaan Kuduhn escuchó todo esto, junto a mí, casi un año después, decidió que era perentorio informar a su familia de lo que le había ocurrido y del mucho bien que había hecho en Haspidus, pero no obstante todas sus pesquisas en la isla de Napthilia y la ciudad de Pressel, incluidas algunas que hizo en persona en una visita, y a pesar de las numerosas ocasiones en las que pareció estar a punto de dar con sus allegados, sus esfuerzos se vieron frustrados y nunca pudimos dar con nadie que hubiese conocido a la mujer que nosotros llamábamos doctora Vosill. No obstante, creo que fue una de las pocas decepciones que se llevó a su lecho de muerte tras la que fue, en conjunto, una vida extraordinariamente fructífera y productiva.