El viejo comandante Adlain sufrió mucho hacia el final de su vida. Creo que lo que lo consumió fue algo parecido a la enfermedad crónica que había aquejado al esclavista Tunch, muchos años atrás.
Yo alivié su dolor, pero al final fue demasiado para él. Mi antiguo amo me dijo que, tal como yo siempre había sospechado, él era el oficial que me había rescatado de las ruinas de la casa de mis padres en la ciudad de Derla, pero que me había llevado a un orfanato acosado por la culpa, pues también había matado a mi padre y a mi madre y quemado su casa. Ahora, dijo desde las profundidades de la agonía que lo aferraba, sin duda yo querría matarlo.
Decidí no creerlo, e hice lo que pude por acelerar su final, que llegó, por suerte, menos de una campanada después. Supongo que debía de haber perdido la cabeza, porque de haber creído un solo momento lo que me había dicho, puede que le hubiese dejado sufrir.
También antes de morir, Adlain me suplicó, consciente de que estaba en su lecho de muerte, que le contara lo que había ocurrido realmente en la cámara de tortura aquella noche. Con una sonrisa, dijo que si Quience no hubiese convertido la cámara en una bodega poco después de la marcha de la doctora, se habría sentido tentado de ordenar que me interrogaran allí, solo para descubrir la verdad. Supongo que estaba bromeando. Me entristeció decirle que ya le había contado, en mis informes, todo lo ocurrido hasta el límite de mi conocimiento y de mis habilidades descriptivas.
No sé si me creyó o no.
Así que ahora he llegado a viejo, y yaceré en mi lecho de muerte en pocos años. El país está en paz, reina la prosperidad e incluso se extiende algo que la doctora habría llamado, creo, el progreso. En mi persona recae el inmenso privilegio de ser el primer rector de la universidad de Medicina de Haspide. También he cargado con el satisfactorio peso de ser el tercer presidente del Real Colegio de Médicos, así como, en los últimos años, de servir como consejero municipal, cuando estuve al mando del Comité de supervisión de la construcción del Hospital de Caridad del rey y del Hospicio de los Libertos. Me enorgullece que alguien de tan humilde cuna haya podido servir a su rey y a sus conciudadanos de tantas maneras diferentes durante una época de tal modernización para el reino.
Sigue habiendo guerras, como es natural, pero desde hace mucho tiempo no se libran en la vecindad de Haspidus. Concretamente, desde los tres conflictos conocidos como las Disputas Imperiales, de las que no salió gran cosa aparte de librar al resto del mundo del yugo imperial para que pudiese prosperar a su manera. Creo que nuestra marina libra alguna batalla de vez en cuando, pero como estas se producen muy lejos y generalmente nos alzamos con la victoria, no sé si cuentan como una guerra. Si nos remontamos más en el tiempo, hubo que enseñarles a los barones de Ladenscion que quien los ayudó a oponerse a un señor podría tomarse a mal que despreciasen toda autoridad. Hubo guerra civil en Tassasen, como todo el mundo sabe, tras la muerte de UrLeyn el Regicida, y el rey YetAmidous fue un mal gobernante, aunque el joven rey Lattens (bueno, ya no es tan joven, lo admito, pero a mí me lo sigue pareciendo) enderezó bastante bien las cosas y ha tenido un reinado próspero, aunque apacible, hasta nuestros días. Dicen que es una especie de erudito, cosa que no está mal en un rey, siempre que no se lleve a exceso.
Pero eso ocurrió hace mucho tiempo. Todo ello.
El relato de la concubina Perrund, que conforma el contrapunto al mío y he incluido aquí sin casi modificaciones, salvo las absolutamente necesarias para contener los excesos de ornamentos en los que se extraviaba en ocasiones su prosa, me dediqué a buscarlo tras haber leído una versión en forma de obra de teatro que descubrí en la biblioteca de un bibliófilo de Haspide.
Decidí terminar su relato donde termina porque es en ese punto donde más divergen las dos versiones. En la primera que leí, bajo la forma de un drama en tres actos, el guardaespaldas DeWar la atravesaba con su espada para vengar la muerte de su señor, y luego regresaba a su casa en los Reinos Medio Ocultos, donde se revelaba su verdadera identidad, la de un príncipe que había sido exiliado por su padre como consecuencia de un desgraciado pero honorable malentendido. Se producía una reconciliación en el lecho de muerte del padre, engalanada con bonitos discursos, y luego DeWar reinaba felizmente durante muchos años. Reconozco que este es el final más edificante.
La versión redactada supuestamente por la propia mano de la señora —y que, según ella misma, solo puso por escrito para contestar a las mentiras sensacionalistas de la versión dramatizada— difícilmente podría haber sido más diferente. En ella, el guardaespaldas cuya confianza acababa de traicionar y a cuyo amo había asesinado con toda crueldad, la tomó de la mano (de la que apenas acababa de limpiarse la sangre del asesinado) y se la llevó del harén. A los soldados que esperaban, consumidos por el nerviosismo, en el exterior, les dijeron que UrLeyn se encontraba bien, aunque profundamente dormido, al fin, tras haberse descubierto la naturaleza del mal que aquejaba su hijo.
DeWar dijo que llevaría a la concubina Perrund a las habitaciones del comandante ZeSpiole para confrontar su versión con la de la niñera que la había acusado. Falsamente, sospechaba él. Se disculpó ante el jefe de los eunucos y le devolvió sus llaves. Ordenó a algunos de los guardias presentes que se quedaran allí y al resto que regresaran a sus puestos. Luego se llevó a lady Perrund, sin violencia pero con firmeza.
El mozo que les dio las monturas fue el único que los vio salir de palacio, aunque varios ciudadanos de intachable conducta los vieron franquear las puertas de la ciudad poco después.
Aproximadamente al mismo tiempo que ellos atravesaban a galope tendido la puerta norte de la ciudad, Stike trató de abrir la puerta del patio pequeño, en el piso superior del harén.
La llave no encajaba bien en la cerradura, en la que parecía haber algo alojado.
La echaron abajo. El cuerpo extraño, insertado en la cerradura después de cerrarla, resultó ser un trozo de mármol con forma de pequeño dedo, arrancado a una de las doncellas de la fuente que ocupaba el centro del estanque del patio.
El cuerpo de UrLeyn fue descubierto en su dormitorio. Su sangre saturaba las sábanas. El cadáver estaba helado.
A DeWar y Perrund nunca los cogieron. Tras varias aventuras de las que no ha quedado registro escrito, llegaron a Mottelocci, en los Reinos Medio Ocultos, lugar donde, sorprendentemente, nadie conocía a DeWar, pero que él conocía a la perfección y en el que no tardó mucho en labrarse una reputación.
Se establecieron como mercaderes y más adelante fundaron un banco. Perrund escribió el relato en el que he basado mi historia. Se casaron y sus hijos —y, según parece, también sus hijas— continúan dirigiendo una empresa de comercio que, al parecer, compite con la de nuestros Mifeli. El símbolo de la compañía es un simple anillo parecido a una sección de caña cortada. (Este símbolo es la mitad de la que, según creo, no es la única correspondencia entre ambos relatos, pero considerando las implicaciones de este hecho insólito para esta vieja cabeza, he dejado en manos del lector el encontrar por sí mismo las semejanzas, extraer sus propias conclusiones y trazar su propio camino de especulaciones).