Así, con todo atado y bien atado, Cristobalina durante casi un año se ayudó de unas sabias hierbas cuzqueñas que, según dicen, resultan infalibles cuando se quiere concebir una niña y no un niño (algo que hubiera sido un gran contratiempo) y, unos meses más tarde, acunaba ya en sus brazos aquel prodigio.
– Lo tengo -dijo cuando la enfermera le preguntó si había pensado en un nombre para la bellísima criatura que acababa de nacer. Y acto seguido, cuando la misma enfermera, acostumbrada a alumbramientos como el de Cristobalina, inquirió con tacto si era su deseo tal vez darla en adopción, ella exclamó que no, que de ninguna manera, que la niña tenía nombre y también apellido. «Sonia San Cristóbal, nada menos», enfatizó la madre, por lo que la partera no se atrevió a preguntar quién se escondía tras aquel santo que invocaba con la cabeza tan alta. De haberlo hecho, ella habría improvisado cualquier embuste para despistar, mientras que la verdadera razón era que si llamó a su hija Sonia fue porque ese nombre salía a menudo en las revistas de moda que solía leer para sacar ideas y aprender las maneras del gran mundo. «Un nombre de niña de casa bien», se dijo, mientras que la razón del recién inventado apellido San Cristóbal era, simplemente, que constituía una variante dignificada de su nombre de pila. Un recordatorio, además, de todo lo que había tenido que trajinar antes de permitirse el lujo de concebir a tan divina criatura. Pero es que además hay que señalar que, por esas fechas, Cristobalina como nombre había dejado de existir. Hacía ya una temporada que ella se hacía llamar Ana Christie. Primero, porque, por aquel entonces, acababa de descubrir su fascinación por el Séptimo Arte y en especial por las actrices antiguas, tan elegantes, tan señoras ellas. Y segundo, porque Ana Christie sonaba mucho mejor que Cristobalina, dónde va a parar, y gustaba enormemente a los clientes.
Desde aquel año a principios de los noventa y hasta el momento en que Sonia y ella recibieron la invitación de Olivia Uriarte para embarcase en el Sparkling Cyanide, la cuzqueña había vuelto a cambiar de nombre una tercera vez. En el presente se hacía llamar doña Cristina, algo mucho más acorde con su edad y también con su actual profesión de prestamista informal así como intermediaria en negocios del amor y en otros algo más turbios.
Sea como fuere, aquí estaba ahora Cristobalina, Ana Christie, doña Cristina o como quieran llamarla con aquel ángel de belleza y bondad sentada ante sí comiendo una matutina tostada con gelée de frambuesa mientras ambas abrían su nutrida correspondencia. Y al mirar a su hija tan relinda, tan señorita, la madre suspiró al pensar, por segunda vez en el día, lo mismo que había pensado tantas veces a lo largo de estos años sobre Taita-Dios y su extraño sentido del humor.
Si la frase era tan recurrente en sus cavilaciones era porque, aunque el Santo Cristo había atendido todas y cada una de sus plegarias, el problema estribaba precisamente en eso: en que había cumplido todos sus deseos. Si doña Cristina hubiera sido más leída, cosa que no era porque ella no tenía tiempo para zarandajas, al ver el resultado de sus oraciones posiblemente habría recordado esa sabia advertencia que aconseja ser muy cuidadoso con aquello que se desea porque es posible que se cumpla punto por punto. Y es que la doña no se había tomado la molestia de pedir a los cielos que la niña tuviera luces, suponiendo que heredaría las suyas. Pero el caso es que heredó las de Fernandito Lugones, carajo qué vaina, y ahora aquel ángel de belleza y bondad tenía (en opinión algo xenófoba de doña Cristina y no muy propia de Cristobalina, dicho sea de paso) menos luces que una patera.
– Mira lo que dice la invitación, mami. Por lo visto, Olivia ha decidido convidar a un grupo de amigos adorables a pasar unos días a bordo del barco de Flavio durante la última semana de julio. Desde luego es un cielo invitándonos a nosotras dos y también a Churri. ¿No te parece superguay?
Doña Cristina bebió un sorbo de su té Lapsang Souchong y achinó los ojos. Lejos de parecerle superguay y un cielo, Olivia Uriarte siempre le había parecido una sierpe, un áspid. No, peor a aún: una mangosta hipnotizante y devoradora de animales. ¿Cómo era posible que Sonia no le guardaba al menos un poco de rencor por lo que le había hecho años atrás cuando era apenas una niña? Cualquier otra muchacha, al ver cómo le robaban el gran amor de su vida al pie del altar, tal como le ocurrió a ella, no habría vuelto a dirigir la palabra a la ladrona. Pero he ahí otra prueba de la bondad insobornable de su niña heredada de Fernandito Lugones: su absoluta falta de resentimiento por lo ocurrido. Doña Cristina recordó cómo unos años atrás Sonia se había enamorado perdidamente de Flavio Viccenzo. Él acababa de firmar su segundo divorcio cuando conoció a Sonia, y durante unos meses no miró más que por sus ojos. La niña estaba rodando un spot publicitario para una marca de relojes en Cerdeña y Flavio la abordó en plena calle. A partir de ese momento se habían convertido en inseparables: ski en Cortina, brunch en Nueva York, pascua en San Petersburgo, Año Nuevo en Punta del Este… Por supuesto también le había regalado muchos objetos de valor: joyas, relojes, abrigos de las más estrafalarias pieles y otros enseres que Cristobalina -que se ocupaba de tasar e inventariar los regalos que recibía su niña en previsión de posibles vacas flacas- no dudó en catalogar de «muy extraordinarios». Por fin, apenas siete meses después de su primer encuentro, Flavio le propuso matrimonio para alegría de Sonia y más aún de doña Cristina. Es un hecho habitual que los partidos que gustan a las madres disgusten a las hijas y viceversa, pero hasta de este detalle parecía haberse ocupado el Señor de los Temblores. Y es que Flavio era el sí de las niñas y también el de las madres; un rico muy rico con una fortuna de origen un tanto oscuro, es cierto, pero a cambio de eso, era aún bastante joven, guapo y sobre todo de una generosidad fuera de lo común. ¿Qué más se podía pedir?