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Por su parte, la segunda persona de tan particular santísima trinidad, esto es Ana Christie, que es gran lectora de revistas del corazón, ve todo lo sucedido a su niña de manera un tanto distinta de doña Cristina, pero igualmente negativa. Según ella, lo que le pasa ahora a su princesita es algo bastante común entre algunas chicas muy guapas y con todas las posibilidades para triunfar en el amor: sufre el síndrome Estefanía de Mónaco. En otras palabras, pudiendo besar a todos los príncipes que se le antoje, ella prefiere besar ranas.

Dicho esto, queda aún por reseñar qué piensa de tan enojoso asunto la tercera y más antigua persona de esta santísima trinidad. Y en lo que a Cristobalina respecta, existe un matiz extra que no se puede desdeñar de ninguna manera. Es que, según ella, no es sólo que su hija guste de las ranas sino que -ya metidos en comparaciones con el reino animal- lo que la niña ha hecho después de todo lo ocurrido es optar por un hombre muy parecido al difunto perro Pisco. En otras palabras: por un ser cariñoso, leal, que la adora -no por cómo es por fuera sino por dentro- un tipo incondicional, bondadoso, con un gran sentido de la familia… y un perfecto chucho cacharento. Por eso, doña Cristina, Ana Christie y por supuesto Cristobalina, que son tres personas distintas pero una sola ambición verdadera, saben que poco se puede hacer ya. Por mucho que ellas se empeñen, no habrá en la vida de su niña más flavios guapos e influyentes. Tampoco habrá boda de postín con la madrina luciendo mantilla negra de blonda como las antiguas señoritas cuzqueñas ni ninguno de esos maravillosos y redentores sueños con los que doña Cristina tanto ha fantaseado a lo largo de años en complicidad con el Señor de los Temblores. Y la culpa de todo la tiene Olivia Uriarte. Ella, que le robó a su hija el amor ideal cuando no era más que una niña condenándola a regresar, qué ironías, al ambiente y grupo social que su madre tanto había luchado por dejar atrás.

– Mira, mami, aquí lo pone muy claro. Olivia quiere que vayamos a su barco los tres, Churri, tú y yo. ¿No te parece guay?

Doña Cristina odia esa palabra. «Guay» engloba toda una filosofía moderna que le parece deplorable. Guay es organizar una fiesta de divorcio pagada por un ex e invitar a un grupo de personas con las que festejar un fracaso matrimonial. Guay es robarle el novio a alguien y a continuación dedicar esfuerzos para hacerse amiga de esa persona como, muy extrañamente, ha hecho Olivia con Sonia en los últimos meses. Guay es también ser tan cándida y buena como su hija y no darse cuenta de que en la vida a veces es mejor ser un poco mala o, al menos, un poco más astuta.

«Sí, hoy en día todo el mundo es guay y supercool y buen rollito», resume entonces para sí la doña usando palabras tan cojudas como ajenas a su vocabulario habitual, pero según ella, desde que el mundo es mundo y hasta que el Señor de los Temblores decida que deje de serlo, las pasiones humanas son las de siempre: «Mismitos perros con distintos collares, he ahí la única verdad», se dice. Por eso, a pesar de tanto rollo cool y superguay, doña Cristina opina que, o mucho se equivoca su instinto, o en esta invitación fuera de lo común algo huele a podrido. ¿Qué será lo que se propone la tal Olivia Uriarte con su convite? La doña echa ahora otro vistazo a la invitación. Lee dos veces más el texto manuscrito mientras intenta descubrir en él algo que se le escape. Guapísima ha escrito Olivia Uriarte con su estudiada caligrafía de niña rica. Atrás te pongo la lista de los invitados, de todos los grandísimos amigos que vendrán a mi fiesta de divorcio…. Doña Cristina vuelve entonces la tarjeta. Lee primero el nombre de Ágata Uriarte y luego el de Cary Faithful acompañado de una tal Miranda. A juzgar por el apellido, Ágata debe ser familia de Olivia, eso está claro y, en cuanto a Cary Faithful ¿será el Cary Faithful que se imagina? ¿El de las películas? Ojalá. Con lo que a ella le gusta el cine tendrá al menos esa minúscula alegría, aunque, en su opinión, los actores de ahora no son ni sombra de los de antes, adonde va a parar. Por su parte, el nombre que cierra la lista, el del doctor Pedro Fuguet, le resulta del todo desconocido, de modo que vuelve a girar la tarjeta.

…un grupo de grandísimos amigos… ¿Qué pinta ella, Cristobalina o Ana Christie o incluso la más que respetable doña Cristina entre aquel «grupo»? ¿No es acaso extraño que la incluya en la invitación?

En su vida doña Cristina ha visto muchas cosas raras y sabe que ante ellas existen dos actitudes posibles: una es plantarles cara; la otra, esquivarlas, y ésta es la actitud que suele preferir la mayoría de la gente. Sin embargo, ella no sería esa particular santísima trinidad que es si hubiera evitado situaciones extrañas en el pasado, y no va a empezar a hacerlo ahora.

– Sí, princesita -le dice a su hija- contesta a esa amiga tuya que iremos encantadas. Encantados -corrige rápidamente recordando con desagrado que la invitación incluye también al perro Pisco.

Luego, y por una inevitable asociación de ideas, Cristobalina dedica un fugaz recuerdo a aquel perro pulguiento, a su viejo amigo, consuelo en tantas noches. ¿No será mejor -piensa- dejar a un lado todo reparo y aceptar que la niña sea feliz con quien elija, sea quien sea? Pero en seguida tanto Ana Christie como doña Cristina neutralizan tan incómodo pensamiento. Cojudeces, claro que no es mejor. Además, quién sabe, tal vez quien esté detrás de esta invitación tan rara sea el mismísimo Señor de los Temblores. ¿Por qué no? Quizá todo esto haya sido planeado por él para que la niña conozca por fin a alguien que le haga olvidar a Churri (la esperanza es lo último que se pierde). Y si no es así, a lo mejor la razón es otra. Como por ejemplo, permitir que ella, Cristobalina Sosa, encuentre el modo de darle a Olivia su merecido por interferir en los designios de alguien como servidora, que siempre ha conseguido cincelar su destino y el de su hija como si fuera un bajorrelieve mochica y sin reparar en obstáculos.

«"La venganza es mía", eso dice el dios de la Biblia, el justiciero Yavé -recuerda ahora la doña-. Sin embargo, es necesario recordar siempre que para que Papalindo haga sus milagritos allá arriba, alguien acá abajo tiene que poner los panes y los peces. ¿Verdad que sí, Taita-Dios?»

– ¿Quieres mi hijita que te prepare un baño calentito en la tina, con sus aceites y perfumes? -le dice a continuación la madre mientras se acerca a darle el beso en la frente que todas las mañanas marca el comienzo del día para ambas-. ¿Un bañito ni muy frío ni muy caliente y con dos pastillitas de aroma de ámbar con magnolia? ¿O te gusta más de ámbar con azahar? ¿Azahar prefieres? Claro que sí, preciosura, el azar es algo muy importante en la vida de las personas, si lo sabré yo. Ahora dale otro beso a tu mamá. Ella se va a ocupar de todo lo relacionado con este viaje. Como siempre, mi princesita.

Último invitado, doctor Fuguet

Dos años. Ese era el tiempo que Pedro Fuguet llevaba sin noticias de Olivia Uriarte: veinticuatro largos meses, ciento seis semanas, setecientos treinta interminables días con sus noches en las que su vida había sido plácida pero también plana como los son aquellas que carecen del divino (otros opinan que el maldito) desasosiego de una pasión. Y durante todo este tiempo Pedro Fuguet había logrado adaptarse bien a las ventajas de una vida sin sobresaltos, en la que el timbrazo del teléfono no provocaba en su cerebro una corriente eléctrica tanto de alegría como de temor y en la que los sobres de correo no eran sospechosos de contener nada más inconveniente que una multa de tráfico.