Fuguet rememoró cómo se habían conocido. Él tenía veintisiete años, acaba de llegar de Soria y comenzaba a ejercer como ginecólogo en una pequeña clínica privada cerca del paseo de La Habana. Por eso le sorprendió tanto que una mujer como Olivia apareciera un día por su consulta; más aún, que le pidiese que fuera su médico de ahí en adelante, porque las señoras de su clase tienen siempre ginecólogos de campanillas, no jóvenes inexpertos y sin pedigrí como él. «Pero es que yo me parezco muy poco a esas cacatúas de las que hablas, ya te irás dando cuenta», le había respondido ella mientras le dedicaba la primera de sus sonrisas derrite-icebergs, y desde ese día se había colado en la vida de Fuguet, iluminándola entera. Por eso era mentira que él se vendiera por un plato de lentejas, tonta e ignorante Perkanta X. Olivia se había convertido, para empezar, en su paciente; las conspiraciones vendrían más tarde, y hasta cierto punto a él le gustaba pensar que, incluso, la primera idea de saltarse la legalidad había sido suya y no de ella.
Por aquel entonces, Olivia acababa de divorciarse de su tercer ¿o era su cuarto? marido, pero aún así -o quién sabe si precisamente por eso- su mayor deseo era tener un hijo. Según llegó a confesarle a Fuguet, en los últimos años lo había intentado todo sin éxito: tratamientos de fertilidad, inseminaciones, fecundación in vitro, curanderos, charlatanes, rogativas. «En realidad sólo me falta vender mi alma al diablo. Y lo haré, puedes estar seguro, cuando no me quede más remedio, pero antes me gustaría que me ayudaras.» Eso le había dicho la tercera vez que acudió a su consulta, muy poco antes de que comenzaran los periódicos encuentros en casa de él. La carrera profesional de Pedro Fuguet no era tan corta como para ignorar que existen mujeres capaces de cualquier cosa con tal de tener un hijo. Y las que están diagnosticadas desde muy jóvenes como estériles más aún. En sus años de MIR, Fuguet había visto cosas increíbles. Mujeres que hipotecan su casa o se prostituyen con tal de pagarse una inseminación artificial. Mujeres que engañan a maridos que ellas suponen estériles con el único propósito de quedar embarazadas. Mujeres que hasta llegan a robar criaturas del nido y luego aseguran que son suyas. «Yo también estoy dispuesta a eso y a lo que haga falta. Tú me ayudarás ¿verdad, Fug? Júralo.»
El entonces se había reído diciéndole que no necesitaba convertirse en una asalta cunas, que había otros métodos para conseguir su deseo. Primero, porque ella era aún joven pero es que, además, suponiendo que su problema fuera irreversible, existía siempre la posibilidad de una adopción. Algo que, a pesar de no estar casada en ese momento, con su dinero e influencias no tenía por qué ser demasiado difícil.
Así empezó todo. Las primeras conspiraciones a las que se refería Olivia habían sido muy inocentes. Consistían en cosas tan relativamente sencillas para Fuguet como extenderle un certificado médico en el que se aseguraba que Olivia no estaba sometiéndose a ningún tratamiento de fertilidad, requisito éste obligatorio para iniciar los largos y complicados trámites de una adopción. Un punto, por cierto, sobre el que las autoridades no admiten engaños. Era falso que ella no estuviera en tratamiento. Como pronto descubrió Fuguet, Olivia seguía intentándolo mes tras mes con uno de esos ginecólogos de moda en Madrid «… Pero lo hago sólo por si suena la flauta, Fug. Todas las mujeres que estamos en esta triste situación jugamos a dos barajas ¿tú me comprendes verdad?»
Naturalmente que la comprendía y, a medida que ella se refugiaba más en él, ayudarla se convirtió en su único deseo. En realidad lo habría hecho sin contrapartida alguna, por una mirada, por una sonrisa siquiera, pero Olivia se había mostrado mucho más generosa que todo eso, y fue por aquel entonces cuando comenzaron a hacerse frecuentes sus citas fuera de la consulta, sus divinos encuentros en la casita de ferroviario. «Porque ahora, además de ser mi médico y mi cómplice, eres mi amante, Fug», le dijo una tarde, y aquel título que era tanto más grande que todo lo que Pedro Fuguet jamás se había atrevido a soñar, le pareció muy poca contrapartida a cambio de esa primera falsificación que ella le había solicitado, una que, por cierto, es bastante común desde que se han puesto de moda las adopciones. Pasaron varios meses, seis o tal vez siete. En una ocasión Olivia había quedado embarazada y Fuguet, a pesar de ser ginecólogo, a pesar también de saber las remotísimas posibilidades de que tal cosa fuera posible, llegó a fantasear con la idea de que el bebé fuera suyo y no de una probeta. Sin embargo el cuerpo de Olivia no logró retener aquel feto más allá de unas semanas y las ilusiones de ambos se malograron. Ni uno ni otro se detuvieron demasiado a sentir lástima de sí mismos; había que seguir adelante. Olivia debía ocuparse de la desesperante carrera de obstáculos a la que las autoridades someten a las personas que aspiran a adoptar un bebé: papeleos, entrevistas psicológicas, cursillos, súplicas, sobornos… Y durante toda esta larga ordalía, él estuvo a su lado, ayudándola a preparar las entrevistas, conjurando sus temores, mirando hacia otro lado mientras ella intentaba comprar voluntades. «Dios mío, parece que se aprovechan de la desesperación de personas como yo, cuántos requisitos estúpidos, cuántas trabas, eso por no mencionar que, en mi caso, al tratarse de una maldita adopción monoparental todo es mucho más difícil. Tal vez debería buscarme un nuevo marido. ¿Tú qué opinas, Fug?»
(Por un divino segundo él pensó que le estaba proponiendo matrimonio. Pero no, claro que no, las reinas nunca se casan con mendigos ni las damas con vagabundos, a menos que sea en una película de Walt Disney.)
– Estoy harta de todo, Fug, voy a agenciarme un marido para que no me den más la lata. Bueno, para eso y también porque se me está acabando la pasta. Qué vida ésta en que la felicidad resulta siempre tan cara.
Si fue después de esta última declaración de intenciones cuando comenzó a fraguarse su desgracia, Fuguet no llegó a ser consciente en aquel momento. Ahora, en cambio, con la perspectiva que dan los años y la distancia, aquellas palabras de Olivia se le antojaban anticipatorias de todo lo que ocurriría poco después. Y lo primero que sucedió fue que a ella le denegaron el certificado de idoneidad para adoptar. La suerte de las personas depende a menudo de pequeñas mezquindades, de la necesidad de un funcionario o funcionaría de demostrar quién manda y Olivia tuvo esa mala fortuna. Bastó que coincidiera la presencia de una inspectora muy poco sensible a los encantos de Olivia con el soplo que recibió de que continuaba con los tratamientos de fertilidad para que la declararan no idónea. Eso cerraba toda posibilidad legal de adopción, pero Olivia no estaba dispuesta a darse por vencida. Después de una tarde los dos en la cama, ella entregada a las más terribles manifestaciones de autocompasión y Fuguet al divino placer de consolarla y acunarla como una niña, Olivia desnuda y muy pálida se secó las lágrimas y lo miró a los ojos.
– Ayúdame, Fug, tú eres el único que puede.