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La escena duró apenas unos segundos. De inmediato el padre de Cósima se abalanzó sobre su hija tapándole la boca al tiempo que los facilitadores envolvían a la criatura en una toalla, para llevársela de allí, fuera, lejos, hacia el mundo que entre todos le habían comprado, mientras Fuguet, en una esquina de la habitación, la cara vuelta hacia la descolorida pared, temblaba de arriba abajo sin haberse decidido -cobarde, maldito cobarde- a intervenir.

Supr, supr, supr.

Y si la vida tuviera esa bendita tecla, Fuguet la oprimiría aún una, dos, hasta tres veces más para borrar una nueva serie de escenas que también se agolpan en su memoria. Por suerte estas que vienen a continuación tienen al menos la generosidad de presentarse rápidas, fugaces, casi inasibles. De ahí que, en el patio de su casa, con la invitación que acaba de recibir por correo en una mano y las tijeras de podar en la otra, Pedro Fuguet vea de pronto y muy brevemente la maravillosa sonrisa de Olivia Uriarte. En su recuerdo ella se encuentra asomada a la cuna de su bebé y le mira al tiempo que dice: «¿Verdad que es guapísima mi hija, Fug?»

Clara, así se llama la criatura y su nombre no puede ser menos adecuado. Clara es oscura, feúcha y enfermiza, pero es tan rápido el desfile de los recuerdos de Fuguet que, al instante, desaparecen las caras de Olivia y de Clara para dar paso a otra escena. La de él apenas unos meses más tarde en este mismo patio recogiendo del buzón un sobre, igual que acaba de hacer minutos antes con la invitación de Olivia para embarcar en el Sparkling Cyanide. Y en esa misiva anterior puede verse la misma caligrafía que en el de hoy, sólo que aquí la forma de la «O» de Olivia y la de todas las demás letras es firme, despreocupada:

Querido Fug:

Sé que te alegrarás de saber que soy muy feliz. Acabo de casarme. Aquí te incluyo una foto de Flavio, Clara y yo en Bahamas. Los tres te mandamos muchos besos.

Te quiere,

Olivia

Ahora, tanto tiempo después, al recordar aquella breve nota, Pedro Fuguet vuelve a sentir lo mismo que sintió ese día, cómo el sol allá arriba parece girar a gran velocidad en el cielo hasta que todo se vuelve negro. Y él lo mira sin comprender cómo se puede pasar en un segundo del día a la noche, de la luz a las tinieblas. Pedro ni siquiera había oído hablar del tal Flavio hasta ese momento. Cierto que, de un tiempo a esta parte, Olivia estaba muy ocupada, con muchos viajes, según ella. Cierto también que hacía varias semanas que no lo visitaba en su casita de ferroviario, pero ella era así, entraba y salía con frecuencia de la vida de Fuguet y hasta ahora no habían significado nada sus ausencias. Hasta ahora.

Desaparece también este recuerdo para dejar paso a otro. Y esta vez se trata de uno no visual sino acústico, el del alegre repiqueteo del timbre de calle con una contraseña que le es muy familiar, un timbrazo largo y dos cortos:

– ¿Estás ahí Fug?

Y a este recuerdo únicamente le falta añadir «Rapunzel, Rapunzel tira tus trenzas de oro» como en el cuento de Grimm puesto que, cuatro o cinco meses después de la carta en la que anunciaba que se había casado, Olivia reapareció un día por casa de Pedro Fuguet como si tal cosa. Él la dejó entrar sin hacer preguntas, y dos tardes, dos divinas tardes siguieron a esa visita en la que Olivia no había hablado de nada que tuviera lugar fuera de los muros de aquella casa. «Para que sea como siempre entre nosotros. Tú y yo contra el mundo Fug, bésame.» Y él la había besado, claro que sí, con tanto fervor, con tanta desesperación, con tanto alivio también, hasta que ella de pronto se zafó de su abrazo para rodar al lado opuesto de la cama y mirarlo con una de sus ya conocidas sonrisas. «Te necesito, Fug, tienes que ayudarme.»

Si todos los anteriores recuerdos habían volado fugaces a su alrededor, el que viene a continuación es aún más misericordiosamente breve. Por eso Fuguet apenas tiembla al revivir la siguiente escena. Los dos desnudos sobre sábanas revueltas, su largo cuerpo envolviendo la espalda de Olivia acunada en él «como cucharitas guardadas juntas en un cajón, Fug; me encanta estar así contigo, me siento protegida», exactamente eso había dicho ella justo antes de liberarse de su abrazo y añadir:

– Y ahora escucha: necesito que me ayudes, quiero devolver a Clarita.

Al principio le pareció que no había entendido bien; el tono empleado por Olivia era trivial, despreocupado. Sin embargo, las siguientes palabras que pronunció no dejaban lugar a dudas.

– Sí, me has comprendido perfectamente, quiero devolver a la niña. ¡Vamos Fug! no me mires así, ya va siendo hora de que bajes de tu nube particular. Esto es la vida real y cosas así pasan todos los días. Sólo tú en tu torrecita de marfil sigues creyendo en los cuentos de hadas, pero el mundo es como es y no como nos gustaría que fuera. Venga, tonto, no pongas esa cara, no soy ningún monstruo. ¿Sabes qué porcentaje de adopciones fracasan? ¿Sabes cuántas devoluciones de niños se producen? En este año y sólo en Madrid, ha habido entre quinientas y seiscientas, ésas son las estadísticas, te las puedo enseñar.

– Tú siempre tan bien documentada -acertó a decir Fuguet, recordando cómo, antes de adoptar a Clarita, ella también había hecho averiguaciones tan precisas como aterradoras. Pero Olivia aventó sus ironías con un impaciente vaivén de la mano.

– Es verdad, me gusta estudiar bien las cosas antes de actuar. ¿Quieres más estadísticas, Fug?, yo te las daré. El noventa y cinco por ciento de los niños adoptados tiene problemas psicológicos al crecer y sólo el quince por ciento no cuestiona jamás el vínculo. Clarita es aún muy pequeña, pero ya se ve que no será una niña feliz ni tampoco sana. No puede serlo, porque yo nunca debí sacarla de la vida que le correspondía por nacimiento. Este es mi castigo por querer torcer el destino de una criatura. Además, existe otra razón importante para replantearme su futuro. Estoy embarazada, Fug, y esta vez mi médico asegura que todo saldrá bien. ¡Por fin tendré un hijo, uno mío de verdad! Con un poco más de suerte será chico, que es lo que quiere Flavio. Ya sabes lo importante que es para un hombre, sobre todo para uno tan tradicional como él, que sea un varón y de su sangre, así me lo ha dicho. ¿Y sabes?, al final, a pesar de tanta liberación y tanta zarandaja, las mujeres somos así de tontas: siempre queremos complacer a quien amamos. Pero dime: ¿no te alegras por mí, Fug? ¿Verdad que me ayudarás a encontrar a la madre de Clara para devolverle su niña? ¡Se pondrá tan contenta! Serán felices ellas dos. Y yo también.

Supr, supr, supr.

Hasta aquí lo que Pedro Fuguet tanto desearía borrar. Sin embargo, a partir de este momento, los recuerdos siguientes sí merecen en cambio que los rememore. Que recuerde por ejemplo el modo en que él había reaccionado al oír todo lo anterior, y cómo, sin que le temblara apenas la voz, fue capaz de hacerle creer a Olivia que la ayudaría a conseguir sus deseos a sabiendas de que jamás lo haría.

Si eligió mentir fue porque era la única manera de sacarla de su cama, de su casa, de su vida. Porque así, una vez fuera, sin ella delante, sin el sonido de su voz ni el perfume de su cuerpo, sin la maldición de su mirada ni el extravío de su sonrisa, le sería un poco más fácil no contestar sus llamadas. Resistir al apremio de sus sms y de sus mensajes en el contestador a veces imperativos, otros en tono de súplica. Resistir incluso al repiqueteo del timbre de su casa con aquella consigna de un timbrazo largo y dos cortos seguidos de un alegre: «¿Estás ahí Fug? Venga abre, no seas tonto.»

Fue así cómo, a partir de ese día, Rapunzel se cortó las trenzas para que aquella hechicera no pudiera trepar nunca más hasta su interior. Más que un corte fue una amputación para atajar una gangrena, pero lo cierto es que lo había conseguido y se sentía orgulloso. Y no flaqueó ni una vez, ni siquiera el día en que -casi un año más tarde- el azar tuvo a bien desvelarle del modo más imprevisto el epílogo de su fallido cuento de hadas. Pedro Fuguet jamás leía revistas de chismorreos. Las evitaba, por si alguna de ellas hablaba de Olivia. Por eso debió de ser más el destino que un empujón casual una mañana en el atestado autobús que lo llevaba al trabajo, lo que hizo que su cara aterrizase de bruces entre las páginas de una de aquellas revistas. «Perdone señora», le dijo a la dueña de la publicación, y ya se incorporaba cuando vio una foto de Olivia llorando apoyada en el hombro de alguien. «Dios mío», pensó, e intentó evitar mirar con más detenimiento. Pero el titular era demasiado grande como para no leer aun sin desearlo. La doble tragedia de Olivia, rezaba a tres columnas, y luego en letras más pequeñas había un subtítulo: A la muerte de su bebé se añade ahora la pérdida de su hija mayor, Clara.