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«Páncreas», ésa es la palabra que mencionó el doctor Pedralbes antes de explicar lo que significaba dicho término en su caso. «"Páncreas" e "incurable" son palabras que suelen ir juntas», así lo sintetizó él, vaya eufemismo. «Pero bueno, qué coño importa eso ahora», se dice. Si todo sale según sus planes, morirá muy pronto de todas maneras. Todos tenemos que pasar por ahí, tarde o temprano, lo verdaderamente importante es el cómo, no el cuándo.

Aspira con fuerza una primera calada de este nuevo Marlboro y, mientras exhala, procura evitar que se cuele en sus pensamientos el recuerdo de Caridad, su bebé, y también el de su desdichada hija mayor, Clara, al tiempo que se obliga a revivir sólo lo ocurrido una semana después de la muerte de ésta. «Vamos, Oli, tienes que sobreponerte. Mira, he estado pensando y ya sé lo que necesitas, verás como te gusta mi idea.» Flavio, que en opinión de Olivia había encajado la muerte de las niñas con una entereza que se parecía demasiado a la indiferencia, apareció una mañana con dos pasajes de avión para las islas. Por un momento ella pensó que le proponía pasar unos días solos, lejos de todo, para olvidar lo ocurrido. Sin embargo, él negó con aire de disculpa: «Me encantaría, claro, pero en esta época del año es imposible pensarlo siquiera, por eso le he dicho al niño que te acompañe.»

«El niño», según supo ella más tarde, no estaba muy feliz con el arreglo. Vlad lo que deseaba era medrar en los negocios de su primo, no convertirse en acompañante de mujeres tristes. Sin embargo, no tuvo más remedio que aceptar, y a partir de ese momento empezó un paréntesis bastante feliz para Olivia. Pronto descubrió que lejos de su ambiente habitual, le resultaba más fácil no pensar en lo ocurrido ni sentir lástima de sí misma. Además, Vlad se reveló como un acompañante agradable. Al principio parecía demasiado callado y taciturno pero, un par de días después, tanto Olivia como él se dejaban llevar de puerto en puerto bebiendo tal vez demasiadas margaritas sin más compañía que la discreta tripulación del Sparkling Cyanide, que estaba compuesta por varios marineros filipinos o malayos que se movían por el barco mudos y -según Olivia- también ciegos.

Fue a bordo de aquel velero donde Olivia descubrió los dos verdaderos talentos de su «primo» Vlad que, por cierto, distaban mucho de su pericia en el mundo de los negocios en el que él deseaba introducirse. El primero era que, así como en tierra podía parecer un muchacho rústico de modales toscos, en el mar se transformaba por completo; no había más que ver cómo se movía por cubierta y su pericia a la hora de ponerse al timón. Era evidente que había crecido rodeado de marineros, aprendiendo de su sabiduría, compartiendo su forma de ver la vida. Hasta tal punto esto era notable que la tripulación, reacia siempre a recibir órdenes de cualquiera que no fuera el dueño, lo aceptaba y obedecía de buen grado. «He aquí tu mundo», le dijo ella un día mientras señalaba el mar con un amplio gesto de su brazo y también el blanco interior del Sparkling Cyanide. Pero ante su sorpresa, él respondió de forma cortante que no había salido de su pueblo para convertirse en criado de ningún pariente rico y ahí acabó la conversación. Olivia no quería ofenderlo, lo único que deseaba era pensar lo menos posible, de modo que no volvió a hablar del asunto. Era mucho más agradable olvidar su gran pérdida charlando con él, aprender de su recién descubierta sabiduría y disfrutar de la singladura.

El segundo talento de Vlad se reveló una noche de viento suave al son de Vinicius de Moraes, con la sola compañía del mistral y de varias margaritas bien heladas. Tal vez la culpa fue de la bossa nova, o quizá del tequila, es posible también que fuera del viento. Pero no, sin duda todo se debió a otro factor al que Olivia se creía inmune. El dolor unido al olor de un cuerpo bastante más joven que el suyo.

¿Y cómo definir, en este caso, tan irresistible perfume? Olivia calculó que se trataba de un entrevero de sal y canela, sudor y tequila acompañado de una colonia tan barata como detestable llamada Old Spice que ella había percibido antes en otros cuerpos, pero que en éste se conjuraba para conformar una combinación irresistible. En un principio, le costó seducir (o al menos eso creyó ella entonces) al muchacho. Sin embargo, tras un breve tira y afloja, se amaron esa noche, y también de madrugada. Se amaron incluso por la mañana antes del desayuno aun a sabiendas de que los marineros malayos mudos y, seguramente no tan ciegos, trajinaban muy cerca de ahí, entregados a sus quehaceres.

Nada de lo antes descrito habría tenido mayor importancia ni se hubiera diferenciado de otras muchas aventuras de Olivia a no ser por una salvedad. Ese día, ella rompió por primera vez una premisa a la que había sido siempre fiel. Como le había dicho a otros amantes anteriores a Vlad, en lo que a infidelidad conyugal se refiere, cuando una tiene un marido difícil o caprichoso o las dos cosas al mismo tiempo, la única forma de jugar sin quemarse es que no exista una segunda vez. «Lo siento, tesoro -comenzó por tanto diciéndole a Vlad- yo sólo me permito aventuras de una noche. Por eso, a partir de ahora, será como si nada de esto hubiera sucedido.»

Lo dijo así, sin cambiar siquiera un par de palabras del discurso que había utilizado con otros muchos hombres pero, en cuanto terminó la frase, supo que no lograría cumplir su propósito. Ella hubiera podido resistir quizá esos ojos azules, también aquel cuerpo espectacular que ahora se estiraba orgulloso y desnudo junto al suyo en la cama, resistir incluso la contrariedad que supondría, de ahí en adelante, verle todos los días en compañía de Flavio. Todo, sí, salvo aquel olor a sal y canela, sudor y Old Spice. «¿Cómo es posible que una colonia que siempre odié enganche tanto? -se preguntó entre el asombro y la alarma-. ¿Se puede una enamorar de un olor que detesta?»

Después de aquel primer viaje en el Sparkling Cyanide volvieron a amarse muchas otras veces y para Olivia constituyó el mejor antídoto contra la pena. Lo hicieron en moteles baratos, en playas desiertas, también en ese mismo Range Rover que acababa de desaparecer de su vista minutos antes envuelto en una nube de polvo. Olivia conoció entonces el poder curativo de las amistades peligrosas. Descubrió el maravilloso desasosiego que las acompaña y se aficionó a él. Y así hubieran continuado sin duda las cosas hasta que la pasión se extinguiese (o hasta que se descubriera todo) de no ser por algo sucedido un par de semanas más tarde. Se dice con frecuencia que, así como un hombre es el último en enterarse de las infidelidades de su mujer, una mujer, en cambio, sabe siempre cuándo su marido la engaña. Y, según teoría de Olivia, esto es así, no porque ellas sean más inteligentes o sensibles sino porque las mujeres son menos proclives al autoengaño. Siempre según su teoría, tanto unos como otras, tarde o temprano, acaban topándose con una primera y muy delatora evidencia. Pero, mientras que ellos la ignoran y entierran en el más oscuro rincón del subconsciente, ellas prefieren tirar del hilo y acaban así por descubrir la madeja.

Desde luego Olivia cumplía a la perfección con esta premisa, porque bastaron uno o dos cabos de tan inquietante hilo para darse cuenta de que había alguien más en la vida de Flavio. En este caso, las evidencias no fueron las habituales. Nada de marcas de carmín en el cuello de su camisa, nada de largos cabellos rubios adheridos a la chaqueta de un traje, u horquillas «olvidadas» en la alfombrilla del automóvil.