Que la vida imite al arte o a la literatura no es nada nuevo, ocurre con frecuencia, pero para que la imitación salga perfecta es preciso ayudarla un poco y eso depende de la destreza del director artístico. «En otras palabras -sonríe Olivia una vez más- depende enteramente de mí.»
Abre un sobre, extrae la tarjeta que hay dentro y lee: Olivia Uriarte tiene el placer de convidarle a… Se detiene por segunda vez. Por supuesto no tiene intención de escribir sobre la línea punteada que hay a renglón seguido «a su muerte» ni mucho menos a «su asesinato», sería absurdo. Es preferible que la invitación mencione otro motivo para la convocatoria, como su reciente divorcio, por ejemplo. Sí ¿por qué no? ahora muchas personas celebran sus separaciones casi tanto como sus matrimonios e invitan a sus amigos a una gran fiesta o a pasar un fin de semana. Es la excusa perfecta. ¿Y quiénes serán los convidados que elegirá para tal reunión? Su hermana Ágata (que por supuesto será una de ellos) seguro que se escandalizará cuando vea la elección que ha hecho. ¿Pero a quién invita uno a su asesinato sino precisamente a las personas que más deseos tienen de cometerlo?
«En esta vida hay que saber elegir bien a los amigos pero mejor aún a los enemigos». Algo así le había oído mencionar hace años a Ágata que decía Oscar Wilde. Olivia no ha leído ninguna de sus obras, pero no puede estar más de acuerdo con él. Hay que ser muy cuidadoso, y precisamente eso es lo que había procurado al cursar aquellas invitaciones: elegir bien a cada uno de sus convidados. En otras palabras, a las personas que más la odiaban.
– … O a las que más me aman -dice ahora en voz alta mientras humedece y cierra el sobre destinado a su hermana menor.
«Porque ¿acaso no es una obviedad decir que una cosa y otra son caras de la misma moneda?»
Primera Invitada, Ágata Uriarte
Allí estaba esa carta, junto a otras que le había entregado su casero al tiempo que le recordaba (de muy malos modos, por cierto) que le debía ya dos meses de alquiler. No hacía falta examinarla demasiado para adivinar que no se trataba del impreso de un banco, tampoco de un anuncio de venta por catálogo, propaganda electoral, ni ninguna otra forma de correspondencia no solicitada. Era uno de esos sobres que uno sopesa e incluso admira antes de abrir porque está escrito a mano, lo que trae recuerdos de tiempos lejanos cuando las cartas eran personales, interesantes y, en ocasiones, ay, de amor.
Ágata, sin embargo, no hizo nada de esto. Ni falta que hacía. Aquellos trazos de curvas marcadas que todo lo insinuaban, esas vocales abiertas que se unían a unas consonantes en apariencia débiles pero que un grafólogo hubiera calificado sin duda de tramposas; esas íes exhibicionistas con un circulito por punto… toda esa información sobre la personalidad del remitente estaba bien clara para quien quisiera descifrarla, sólo que nadie más que ella, Ágata, parecía haberlo logrado nunca.
«Olivia Uriarte», rezaba el remitente. ¿Desde cuándo su hermana había dejado de usar el apellido de su marido como era su exasperante costumbre? Quién sabe, hacía tanto tiempo que no tenía noticias suyas. Bueno, eso tampoco era cierto, se veían algunas Navidades y fiestas señaladas. Además, desde hacía años, Olivia solía telefonear inesperadamente desde Johannesburgo, Provenza, Zúrich, Santa Margarita o Corfú y preguntarle retóricamente qué era de su vida para después contarle la suya en una frase que lo resumía todo: «… Yo, en cambio, sensacional, ni te imaginas, tesoro, in-cre-í-ble. Por cierto, Flavio te manda muchos besos.» En realidad lo único que había cambiado en la conversación a lo largo de tantos años era el nombre de quién mandaba los besos. Primero fue Rupert, después Moshe, luego Heine, más tarde Juan Mario, últimamente Flavio… nombres sin apellido porque son de sobra conocidos; salen en las revistas económicas y en las páginas salmón de los periódicos internacionales: su hermana coleccionaba maridos como otros coleccionan ceniceros o tarjetas postales. A veces Ágata se preguntaba con cuántas iniciales entrelazadas a la suyas tendría Olivia toallas de baño, por ejemplo, o servilletas, o sábanas, o sobres de correo. Con media docena, lo menos. Sí, la vida de su hermana estaba llena de monogramas. Y es que ella tenía a gala ser muy tradicional (siempre que fuera en lo accesorio, claro).
Curiosamente, en esta ocasión, las iniciales de su último marido habían sido tachadas del sobre de correos y encima de ellas Olivia había garabateado su nombre seguido de una dirección en alguna parte de Mallorca. Pero ¿por qué le escribiría una carta? Ya nadie lo hace. «Sólo -se dijo- puede tratarse de una invitación.» Claro, eso era y ¿qué esperaba para abrirla? Tampoco podía tratarse de un misterio muy grande.
Aun así, Ágata aguardó un poco más. Siempre le había gustado jugar con su hermana al escondite. Siempre, desde el momento mismo en que ambas descubrieron dicho juego, Olivia con cinco o seis años, ella con dos menos: la hermana guapa y la hermana fea, el ángel y el conguito. Ágata recuerda lo tonta que era de niña y cómo pensaba que la belleza era algo que se adquiría cumpliendo años. «Cuando sea mayor seré guapa como mamá y cuando cumpla seis, tendré el pelo rubio y liso como el de Olivia.» «También tendré sus ojos grises», solía prometerse al descubrir las largas trenzas de su hermana, escondida tras los pliegues de las cortinas de su dormitorio o bajo una mesa camilla. Pero llegó su sexto cumpleaños y luego el séptimo y sus ojos y su pelo siguieron siendo del mismo color que antes, uno que su madre llamaba «color ratón». «Sí, mi amor, tú eres mi ratón gordito.»
«El año que viene seré guapa y muy delgada», se había jurado Ágata entonces y a la espera de que se produjeran ambos prodigios continuó jugando a descubrir las trenzas de Olivia entre cortinas o a provocar la expresión contrariada de sus ojos grises cuando la sorprendía escondida, por ejemplo, dentro del armario de la ropa blanca. Allí estaba su hermana tumbada de medio lado, una bella durmiente entre las sábanas buenas de mamá, esas que jamás se usaban. Entonces Olivia se erguía intentando bajar de tan estrecho escondrijo y al darse cuenta de lo difícil que era, clavaba en su hermana sus enojados ojos claros: «Venga, tonta, ya no juego más. Ayúdame, no sé cómo salir de aquí.»
La misma escena iba a repetirse muchas veces, no sólo en su infancia sino a lo largo de los próximos treinta y tantos años: Olivia muy bella, siempre tumbada, siempre en una actitud prohibida: «Venga, no juego más, ayúdame, no sé cómo salir de aquí.» Ágata sonrió. «Realmente -se dijo- la vida es muy poco imaginativa y se repite siempre. No, peor aún: se autoparodia una y otra vez.» Por eso estaba segura de que, fuera lo que fuese lo que contuviera aquel sobre que tenía en la mano, una invitación, una participación a una nueva boda, o cualquier otra cosa, querría decir exactamente eso: «Ayúdame, Ágata, no sé cómo salir de aquí.»
Por fin rasgó el sobre.
Olivia Uriarte tiene el placer de convidarle a rezaba la parte impresa de la tarjeta y luego, a mano, sobre la línea punteada, su hermana había escrito: «Festejo mi divorcio con un grupo de grandísimos amigos (atrás te pongo la lista). El Sparkling Cyanide está atracado en Andratx y navegaremos por allí; Flavio me lo deja hasta finales de julio.»