Las agujas del reloj caminaban ahora hacia las seis de la tarde. A estas alturas, Ágata hacía rato que había terminado de deshacer su exiguo equipaje, por lo que bien podía haber elegido subir a cubierta e intentar recabar información más directa sobre cada uno de los recién llegados. Sin embargo, prefirió seguir donde estaba. Era más divertido ver sin ser vista, juzgar sin ser juzgada. «Aquí viene de nuevo Caronte con más pasajeros -pensó al observar cómo se acercaba por tercera vez aquella vieja zódiac con el mismo marinero a la caña-. ¿Quiénes serán los próximos invitados a nuestro Hades particular? -añadió mientras se aprestaba a hacer nuevas cábalas.»
Sin embargo esta vez no iba a necesitar de su imaginación porque al menos a uno de los pasajeros lo conocía desde la infancia.
«Mira tú -se dijo al espiar el inminente desembarco de su antiguo compañero de colegio, Cary Faithful-. Qué poco ha cambiado este chico.»
En todos los años que la separaban de su infancia, ella había visto multitud de fotos de Cary publicadas por ahí, también un par de películas suyas, pero siempre había tenido la impresión de que se trataba de alguien muy distinto al niño que conociera en tiempos. Sin embargo, le bastó observarlo unos minutos desde su escondrijo para darse cuenta de lo grandes que son las trampas del celuloide, qué enormes los milagros del photoshop. Y es que, si en el cine y también en las fotos Cary parecía atractivo, sexy y con una mirada de perpetua ironía, ahora, al natural, nada de esto era evidente. «Mi camarote puede ser una birria como habitáculo, pero como puesto de observación resulta inmejorable -se dijo Ágata no sin cierto placer-. Y yo parezco una voyeur», sonrió para luego decirse que bueno que por qué no, que tal vez el destino de mujeres sin relevancia especial como ella fuera ser más una observadora que una participante en la vida, pero que, como todo tiene sus compensaciones, nadie conoce tanto a las personas a las que tiene que enfrentarse como un espía y un voyeur.
– A ver qué más veo -añadió en voz alta, segura de que nadie podía escucharla-: Barriguita incipiente… pelo en franco retroceso por no decir en desbandada, y… ¿Serías tan amable de quitarte las gafas de sol un momento para que pueda ver tus ojos, Cary? ¡Gracias! -exclamó, porque en ese instante, como si, en efecto, hubiera oído su petición, Cary Faithful acababa de pasarle las Ray-Bán a su acompañante para que se las limpiara antes de subir a bordo, lo que hizo que dejase al descubierto una mirada que Ágata no dudó en calificar de huérfana.
¿Por qué diablos se le ocurriría esa palabra tan poco adecuada para describir a una estrella de cine y encima archimillonario? «Tal vez -caviló a continuación- por la actitud que mostraba hacia él la chica que lo acompañaba.» Y es que, según pudo ver Ágata, ésta era una muy atractiva pelirroja de unos treinta y pocos años. «Pero qué curioso, a pesar de la diferencia de edad, ella lo trata como si fuera su hijo pequeño, o algo así -se dijo antes de preguntarse asombrada de quién podría tratarse, porque en ningún caso creía que fuera su novia por la actitud que mostraba. ¿Será su secretaria?, ¿su entrenadora personal?, ¿su asesora de imagen?, ¿su enfermera, quizá? Sea lo que fuere, su aspecto resulta extraño porque las mujeres que hacen de coche escoba o chica para todo de un famoso suelen tener otra apariencia física, pienso yo, una más bien insignificante. Esta muchacha en cambio parece un error de casting. Es como si para hacer el papel de la madre Teresa de Calcuta hubieran elegido a Rita Hayworth o, peor aún, a Raquel Welch.»
Ágata observó cómo la chica, que hablaba español con acento latinoamericano, parecía ocuparse de todo con una diligencia tan serena como eficaz: de que izaran a bordo el equipaje, de advertir a Cary que tuviera cuidado al subir por la escala, de agradecer al dueño de la zódiac y darle una buena propina. «Creo que de ella bien podría hacerme amiga -pensó entonces Ágata, como si estableciera con la recién llegada una repentina corriente de simpatía o solidaridad. Pero de inmediato decidió mostrarse más cauta-. No corramos tanto -añadió-. En realidad una mujer así parece too good to be true, como dicen los ingleses, demasiado buena para que sea cierto.»
– ¡Miranda, por favor! Creo que me he olvidado la BlackBerry en la zódiac, haz algo te lo ruego -estaba diciendo Cary Faithful en ese momento en inglés a la pelirroja en un tono entre suplicante y conminatorio.
«Miranda -pensó entonces Ágata con otra sonrisa- es un bonito nombre y suena igual en todos los idiomas. ¿De qué país será esta chica a pesar de su aspecto tan inglés? ¿Cubana?, ¿venezolana?, ¿colombiana? Con tantas nacionalidades distintas como las que se reúnen en este barco -pensó a continuación-, de estar aquí uno de esos tontos cronistas de sociedad hablaría sin duda de "una moderna torre de Babel". Dejémoslo mejor en arca de Noé, vaya zoo -se dijo antes de añadir-: Y es que ninguno de ellos es el tipo de persona que yo imaginaba invitaría mi muy sofisticada hermana mayor a su barco. A Olivia le pegaba más convidar a aristócratas decadentes mezclados, qué sé yo, con mafiosos italianos o rusos o falsificadores internacionales, por ejemplo. Me pregunto por qué diablos habrá elegido precisamente a esta gente que, además, parece no tener nada en común. Y ahora -se dijo al fin después de esperar un buen rato por si veía acercarse algún nuevo pasajero- me pregunto si faltará alguien más por subir a bordo de arca tan particular. ¿Algún otro espécimen de animal, mineral o planta? Para mí que sólo falta ella, nuestra querida anfitriona, que como siempre llegará tardísimo.» «¿Es que realmente Olivia nunca aprenderá a ser puntual?»
Preparativos antes de la cena
Cristobalina Sosa, alias Ana Christie, alias doña Cristina, se encontraba sentada ante una gran mesa de tocador. Gracias al espejo que tenía delante podía ver, a su espalda, el decorado del camarote que le había sido asignado y que consistía en una cama doble cubierta por una colcha color té verde, dos mesillas de madera rubia a juego con el panelado de las paredes y un gran cabecero del mismo tono que el cubrecama. «Lindo cuarto, sí señor -se dijo mientras se empolvaba la nariz-. Veamos que más hay por aquí digno de ser admirado -añadió al tiempo que pasaba revista a una mesita de madera de raíz, una alfombra afgana que resaltaba sobre la moqueta oscura y unas cortinas a rayas en tonos muy suaves. Todo muy chic» -concluyó casi a su pesar, porque su natural antipatía hacia Olivia la predisponía a encontrar algún fallo.
No pareció hallar ninguno, de modo que siguió escaneando por los alrededores hasta que… «¡Aja! -se dijo al detectar por fin algo que decididamente desentonaba con tanto buen gusto-: Este libro mugriento que alguien ha dejado aquí sí que rompe la armonía. ¡Pero si incluso parece manchado de kétchup o algo peor! -se escandalizó al cogerlo con dos dedos-. Qué asco. ¿A ver cuál es? Vaya, es Némesis, de Agatha Christie. Sólo por tratarse de este título no lo tiro ahoritita mismo a la basura -añadió mientras hojeaba distraídamente sus primeras páginas. Mira tú, pero si parece que está dedicado a alguien…