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Sólo faltaba añadir: «Y Flavio te manda muchos besos», pero en realidad estaba implícito en el texto. Todo lo que tenía que ver con Olivia estaba rodeado siempre de lo que ahora llaman «buena onda». Por lo que decía aquella tarjeta, su hermana acababa de poner fin a su quinto matrimonio pero, aún así, su ex le prestaba un yate para que paseara con sus amigos en plenas vacaciones de verano. Y es que otra de las grandes virtudes de Olivia era que siempre quedaba en excelentes relaciones con todo el mundo: con sus diversos ex maridos, con los amigos a los que traicionaba, incluso con las mujeres a las que les había robado un amante. Era imposible estar enfadada con ella por mucho tiempo, como imposible era no protegerla; hay gente así, a la que todos desean socorrer.

Ágata se preguntó quiénes y cuántos serían los «grandísimos amigos» a los que Olivia había invitado a tan original reunión. Según anunciaba el texto, en el reverso de la tarjeta había una lista, de modo que la volvió y comenzó a leer:

Cary Faithful.

El primero de los nombres era ya bastante revelador, «el bueno, el pequeño, el insignificante de Cary», se dijo, pero en vez de seguir leyendo el resto de la lista, decidió jugar otro rato más con Olivia al escondite, dedicándose a adivinar quiénes podían ser los demás invitados. Lo más seguro, dados los catastróficos momentos económicos que atravesaba el mundo en ese momento, era que entre ese grupo de «grandísimos amigos» hubiera uno o tal vez dos candidatos a sustituir las iniciales de Flavio en próximos manteles, sábanas, toallas y demás enseres. Sí, seguro, porque si el juego de infancia favorito de Ágata había sido el escondite, el de Olivia era (y seguía siendo) el de la oca y tiro porque me toca. Y claro que le tocaba, una y otra vez, porque ella era tan guapa, con esos ojos grises que nunca habían perdido el brillo confiado de la infancia. «Vamos -se dijo Ágata de pronto-, tampoco había que exagerar, Olivia no podía continuar siendo la maravillosa niña que había sido en tiempos, iba a cumplir 43 años el próximo septiembre. Además, le habían ocurrido cosas terribles en los últimos tiempos. Mucho peores de lo que ella misma estaba dispuesta a reconocer, sobre todo después del accidente y la muerte de sus dos hijas. Sin embargo, Olivia siempre había sido como los buenos boxeadores. No parecía encajar y menos aún acusar los golpes que recibía, para ella todo era siempre… "sensacional".»

Bueno, aunque así fuese, y aunque Ágata hacía tiempo que no la veía, lo más seguro, caviló, era que su hermana ya no fuera tan espectacularmente guapa como antes. «La vida y sus reveses dejan demasiadas cicatrices -se dijo- y la cirugía plástica reiterada más aún. ¿Por qué iba a ser Olivia una excepción?»

«Convéncete querida, las mujeres guapas siempre envejecen peor que las feas y no digamos las rellenitas como tú. El tiempo es el gran vengador, ya lo comprobarás.» Algo así le había dicho su coach (ahora los llaman coach) pocas semanas atrás en una de sus últimas sesiones en aquel consultorio de nombre tan esperanzador: el Mente y Cuerpo al que ella había acudido con la intención de perder seis o, mejor aún, ocho kilos. Pero Ágata no deseaba pensar ahora en Mente y mucho menos en Cuerpo. En realidad, todo lo que se decía en establecimientos de ese tipo servía de muy poco; sólo de vez en cuando alguna frase aislada como aquélla tenía la virtud de hacer diana. «Las guapas envejecen peor que las feas.» Qué cierto era aquello y qué fácil comprobarlo, no sólo en el caso de las famosas que uno ve en la tele sino también mirando simplemente alrededor. Cuando declina la juventud, de las guapas se dice con fingido, o por qué no, sentido pesar: «Ay, ¡con lo que fue Fulana!» De las feas suele comentarse: «Bueno, mira, sigue siendo la misma de siempre.»

«… Además, tú no tienes un gran problema de sobrepeso, ni mucho menos eres fea, Ágata. Son ideas tuyas debidas, con toda seguridad, a las comparaciones entre hermanas. Y es que, si entre otras personas son odiosas, entre hermanas pueden ser letales. No sabes cuántos casos como el tuyo tengo en mi fichero. Por favor, recuerda siempre esto, querida: ser bella es una actitud; tu hermana la tiene y tú no. Sentirse bella es ser bella. Hazme caso: no estás gorda sino hermosa y en el corazón de todos los hombres hay una gordita, te lo aseguro yo que de esto sé un rato.»

Sí, todo esto tan balsámico le había dicho aquella mujer mitad psiquiatra mitad dietista de la que ni siquiera recordaba el nombre. Sólo recordaba la pastilla que le había recetado. Milagrosa, por cierto. A saber qué ocurriría cuando pasara su beatífico influjo, pero de momento le había hecho perder tres kilos, y eso sin dejar de comer, que era lo que más le gustaba a Ágata.

Treinta y tantos años. Durante tres largas décadas, mientras su hermana cambiaba de marido y de iniciales bordadas, ella había cambiado de dietistas y de loqueros. Bueno, tampoco eso era tan malo como parecía. Para empezar, dietista y loquero son palabras feas pero muy útiles. Además, si su hermana había tenido éxito en lo sentimental, ella lo había tenido sin duda en el campo laboral. No en su ocupación conocida, digamos; ser profesora de Lengua y Literatura en un colegio concertado no es exactamente triunfar en la vida, pero Ágata tenía otra vida y también otra profesión. Una que había ido creciendo y prosperando entre dietista y loquero, entre sintagmas y fonemas. Y Ágata rió, pensando que era una suerte que existieran «profesiones» como la suya en las que haber tenido una infancia desgraciada o humilde (o las dos cosas a la vez, como en su caso) resultaba de lo más útil. «Que me lo digan a mí, la famosa, la muy comprensiva madame Poubelle…» «Madame Basurero», tradujo Ágata antes de volver a reír, porque ella reía siempre. Y es que también eso lo había aprendido a los cinco o seis años de edad: las niñas guapas consiguen todo lo que se proponen con unas cuantas lagrimitas, las gordas y feúchas deben recurrir a la risa: ya sea la que prodigan o la que provocan.

Se encontraba ahora de pie en el salón de su casa y miró a su alrededor. Aquel apartamento de dos habitaciones no tenía nada que ver con la casa espléndida en la que, sin duda, viviría su hermana, pero había que reconocer que también ella había logrado recorrer un largo camino desde su lejana y oscura infancia. ¿Pensaría Olivia en aquellos años de compartida y gris existencia tanto como ella? Si lo hacía, y, sobre todo, si hablaba de su infancia con sus amigos ricos de ahora, lo más probable es que la adornara considerablemente. En realidad, no le sería muy difícil hacerlo puesto que la infancia de ambas era muy adornable. Bastaba con cambiar apenas un par de detalles para convertirla, incluso, en fascinante.

Durante su adolescencia Ágata había tenido ocasión de oír muchas veces cómo su hermana hablaba a otros de su pasado común. Por eso podía imaginar muy bien lo que contaría a sus amigos ricos, a sus diversos maridos o amantes en una primera cita: «Mira, cuore, aquí donde me ves, yo soy una víctima de la guerra fría. Más aún, soy la espía esa de la que hablaba John Le Carré y que surgió del frío.» Ágata sonrió. Si aquél continuaba siendo el discurso de su hermana mayor, pronto iba a tener que revisarlo para no sonar antediluviana: ya casi nadie recuerda qué demonios era la guerra fría. Pero bueno, puesta al día y utilizada con habilidad (y Olivia era muy hábil) la frase seguro que continuaba suscitando cierta curiosidad: «¿Espía?», pongamos que preguntase el intrigado interlocutor, y Olivia seguramente respondería algo así: «Bueno, verás» (sonrisa deliciosa) «para ser exactos, el espía era papá, en la Rusia soviética, ¿sabes? Te hablo de un par de años antes de la Perestroika, allá por los ochenta, en "la capital de las tinieblas", que es como entonces llamábamos a Moscú. No te puedes imaginar lo in-cre-í-ble que fue mi infancia dividida entre los terciopelos de las embajadas y el olor a repollo de nuestra escuela Máximo Gorki. ¿Ves esta cicatriz que tengo junto a la ceja? Me la hice en clase de Guerra. Sí, tesoro, como lo oyes. En los colegios soviéticos de entonces nos enseñaban a armar y desarmar un kalashnikov. Hasta las niñas teníamos que estar preparadas para defender la Revolución»