Si la curiosidad del oyente hacía que éste preguntara si ella era rusa, Olivia seguramente abriría sus maravillosos ojos grises antes de achinarlos en señal de complicidad o de flirteo: «Soy del mismo corazón del Madrid de los Austrias. Pero he vivido en tantos lugares que me considero ciudadana del mundo. Papá estaba en el servicio diplomático ¿sabes?»
«Ciudadana del mundo» y «servicio diplomático» eran dos formas hábilmente engañosas de retratar lo que había sido su infancia. Si pasar un par de veranos junto a una tía emigrante cuyo marido regentaba una cantina militar al sur de Inglaterra la convierte a una en «ciudadana del mundo» y si vivir año y medio en un barrio obrero de Moscú donde su padre ejerció una agregaduría militar de bajo rango puntúa como «servicio diplomático», ambas cosas eran ciertas. Y es que se puede mentir mucho alejándose apenas de la verdad, eso Ágata lo sabía bien, se lo había visto hacer siempre a su hermana. A ella en cambio no le gustaba adornar el pasado. Por eso, cuando contaba su vida (a loqueros o dietistas, por ejemplo, y sólo un tonto les mentiría a unos u otros, según Ágata) solía hacerlo de forma parecida y a la vez completamente distinta.
Empezaba así: «Un eterno vivir de liliputienses en tierra de gigantes, un quiero y no puedo, ésa es la mejor manera de describir lo que fue nuestra infancia. O mejor aún, para comprender lo que intento decir basta con conocer nuestros nombres completos. Mi hermana y yo nos llamamos respectivamente María Olivia y María Ágata Sánchez Gómez-Uriarte. Pero muy pronto perdimos los María, necesarios sólo para la pila bautismal en tiempos franquistas, y más tarde desaparecieron también como por ensalmo el Sánchez y también el Gómez. Mi madre, a la que le encantaban las novelas románticas, había elegido para nosotras aquellos dos nombres poco comunes y a la vez sofisticados porque, según ella, un apelativo con sonoridad aristocrática ya predispone un poquito a serlo.
¿Quiénes son los que sostienen que un patronímico prefigura lo que uno va a ser en la vida? ¿Los esquimales? ¿Los indios sioux? ¿Los bosquimanos tal vez? Y tienen razón, he ahí, en origen, la finalidad de un nombre, abrir camino, crear un personaje, ayudar a inventarse un pasado y más aún un futuro. Por eso, mi hermana Olivia y yo paseamos nuestros bonitos nombres tanto por el sur de Inglaterra en casa de nuestra tía la cantinera como más tarde por la Unión Soviética, con la ventaja de que ambos suenan bien en todos los idiomas. En Moscú, por ejemplo, el ábrete sésamo de nuestros nombres de pila fue extremadamente eficaz, al menos al principio. Allí, y como diría mi hermana Olivia, nos permitieron "pasear desde los terciopelos de las embajadas al olor a repollo de nuestro colegio Máximo Gorki".»
En este punto de la explicación, los dietistas siempre interesados en encontrar a la preocupación de la paciente por su aspecto físico una causa infantil y remota, solían escribir aplicadamente en sus informes la palabra «repollo» y luego la palabra «terciopelo» antes de preguntar: «¿Qué significado tiene para ti la combinación de ambas palabras, Ágata? Háblanos un poco de todo eso.»
La explicación de «repollo» era la más fácil y Ágata solía comenzar por ahí. Relataba cómo, en los tiempos en que ellas vivieron en Moscú, toda la ciudad, todas las repúblicas y todo el grandioso paraíso soviético, olían a berza recocida. Y en la vida de los Sánchez Gómez, tal perfume ambientaba tanto la oscura oficinucha en la que trabajaba su padre como el colegio público en el que ellas estudiaban, para luego reinar omnipresente en el diminuto apartamento proletario que el gobierno facilitaba a los militares «visitantes».
Tal vez fue allí, entre esas tristes paredes que su madre adornaba con tarjetas postales de países extranjeros, como si de obras de arte se tratase, donde Olivia comenzó a soñar. Muchas veces Ágata la había sorprendido calcando el singular contorno del Palacio de Buckingham o el de Versalles en una cuartilla. Entonces pensaba que aquella actividad de su hermana era una forma de matar las horas que no podían matarse ni viendo la televisión (casi inexistente) ni jugando en la calle (veinte grados bajo cero no invitan a ello). Mucho más adelante comprendió que lo hacía por otra razón: igual que los niños aprenden a escribir haciendo palotes, Olivia aprendía los rudimentos de una vida regalada rebordeando sus contornos.
Llegado el momento de describir a su interlocutor la parte del «terciopelo», Ágata solía relatar siempre la misma escena. La vez que, junto a su madre, Olivia y ella asistieron a una función infantil en el Teatro Bolshói invitadas por un tercer secretario de la Embajada de España. La Filarmónica de Moscú tocaba Pedro y el Lobo, de Prokófiev, y aquélla sería la primera y única ocasión que ambas tuvieron de ver de cerca cómo era el mundo de sus compañeros de colegio más afortunados, los hijos de diplomáticos de verdad. Porque aunque la escuela a la que acudían era estatal, y por tanto gratuita y popular, estaba de moda entre los diplomáticos extranjeros de entonces matricular allí a sus hijos un par de años durante la educación primaria: «Para que aprendan ruso, querida, el mundo es de los osados e imagínate lo bien que van a quedar nuestros hijos en la Sorbona cuando comprueben que hablan el idioma del Comecón.»
Ágata nunca logró hacerse amiga de ninguno de aquellos niños privilegiados; Olivia, naturalmente, sí. E incluso fue invitada alguna tarde a merendar a casa de la hija de un embajador latinoamericano, una tal Sandrita con apellido muy vasco. Tenía su hermana entonces casi doce años y muy pronto iba a aprender que existe un puente levadizo e invisible que separa el mundo de los ricos del resto de los mortales, uno que permanece transitable durante toda la primera infancia. Y es que la infancia es igualitaria, democrática. Los hijos de los ricos juegan sin restricciones con el niño del jardinero o del lechero; no existen prejuicios ni clases sociales, no hay desdenes, ni narices respingadas. Sin embargo, un día, y sin previo aviso, el invisible puente se hace menos incorpóreo, luego se alza y se acabó la confraternización. Se pasa entonces del «tú eres mi mejor amigo» al «mi madre no me deja», de ahí al «perdona, hoy tengo clase de esgrima» y se acaba en «perdona pero no me acuerdo muy bien ni de cómo te llamabas». Por eso, en un momento dado, todo cambió para Olivia sin que ella comprendiera la razón aunque muy pronto iba a descubrirla.
Allí estaba ahora su gran amiga Sandrita Urziza en el Teatro Bolshói, buscando su localidad entre las butacas de terciopelo, monísima ella con una falda escocesa y un pulóver verde, tan mayor. No como Ágata y Olivia, que a sus diez y doce años vestían aún de niñas pequeñas con nido de abeja, nada menos y (oh, Dios mío) el dobladillo sacado para que no les quedasen cortos sus trajes de fiesta. Las luces se apagaron al fin. El gran telón rojo se alzó y, durante un buen rato, todos parecieron vivir sólo las aventuras de Pedro y el Lobo. Todos menos Olivia, que no paraba de mirar a Sandrita Urziza, allá muy lejos, junto a otras amigas también de falda escocesa, quienes, a pesar de los esfuerzos mudos de Olivia por reclamar su atención, no miraron ni una sola vez hacia donde ella estaba. Ágata no recuerda bien lo que pasó a continuación. Tal vez debió quedarse dormida, porque cuando quiso darse cuenta, se encontraban ya casi en el final de la obra, en ese momento en el que el solo de flauta con sus acordes más apremiantes relata cómo el lobo está a punto de comerse al pajarito amigo de Pedro. Y ya lo tiene en sus garras. Y ya lo va a devorar y Ágata repara en cómo los dedos de su hermana se crispan sobre los pliegues de su vestidito de nido de abeja una y otra vez, mientras las lágrimas resbalan por sus mejillas. «Vamos, Oli, no te apures, sólo es un cuento.» «No llores», quiere decirle, porque ella tiene diez años y aún no sabe nada de los puentes que se levan de la noche a la mañana. Por eso tampoco entiende por qué esas niñas amigas de su hermana ríen y se dan codazos cuando por fin miran hacia donde están ellas dos. Y tan pequeña es Ágata que tampoco sabe distinguir estas miradas de otras «hambrientas», podría decirse, que le dedican a Olivia unos chicos que están en la fila de adelante. Para ella, todo el mundo mira a su hermana por la misma razón. La miran porque es guapa, porque es rubia y con ojos grises, porque llora por el pajarito que están a punto de comerse. «No sufras, Oli, no llores. Ya verás como pronto se acaba todo esto y baja el telón.»