Existe para Ágata otro recuerdo de aquella noche y tiene que ver no sólo con los terciopelos del Teatro Bolshói o con las faldas escocesas de Sandrita Urziza y sus amigas, sino con un nombre que acaba de leer minutos antes en el reverso de la invitación que le ha enviado su hermana: Cary Faithful. «Hay que ver qué pequeño es el mundo», piensa Ágata. El lobo se acababa de comer al pajarito y faltaba muy poco para que se encendieran las luces del teatro Bolshói, cuando uno de los muchachos, uno de la clase de los pequeños, Cary Faithful precisamente, se inclinó hacia Olivia para alcanzarle un pañuelo para sus lágrimas. Y al ofrecérselo, Ágata creyó ver como casi le daba un beso a su hermana. «Qué bien, ahora se morirán de envidia Sandrita Urziza y sus amigas», se dijo entonces Ágata porque ella conocía el mágico efecto del llanto de Oli. «Sí, sí, seguro, -añadió-. Esas bobas han visto perfectamente cómo el chico le ha dado a Oli un beso, que se fastidien.»
Pero qué pequeña es Ágata y qué tonta también, que no entiende nada de nada, porque en vez de morirse de envidia, lo que ocurre es que, al ver aquel beso, las niñas se mueren de risa redoblando los codazos cómplices. Y al mirar la cara de su hermana, Ágata descubrió con asombro que no había en ella lágrimas, ni una sola, y que incluso rechazaba de un manotazo el pañuelo que le ofrecía aquel niño tan amable. Y esa tarde, a pesar de sus pocos años, Ágata aprendió dos cosas interesantes sobre el amor y sus misterios: una, que los gestos bondadosos y los besos no valen nada de por sí, sino que dependen de quién los prodigue. Y dos que, a pesar de que las chicas guapas todo lo consiguen con unas cuantas lagrimitas, hay ocasiones en las que una niña guapa no llora así la aspen, y es, precisamente, cuando otras niñas guapas ríen.
«El bueno, el pequeño, el insignificante de Cary», se dice Ágata mientras recuerda el aspecto que tenía entonces aquel muchacho. ¿Quién iba a pensar que un chico no demasiado inteligente ni muy atractivo, con un aire desgalichado y un perpetuo gesto de azorada sorpresa, acabaría convirtiéndose en uno de los hombres más sexys del mundo? Cary Faithful, sí, aquel del que todos se reían en el colegio porque, para colmo, tenía nombre de chica, era ahora el actor inglés al que todos consideraban heredero del gran Cary Grant, con quien incluso compartía nombre de pila, qué cosas.
«Qué razón tiene mi dietista -se dice Ágata con una carcajada-. Verdaderamente el tiempo es el gran vengador.» Porque lo más probable es que, treinta y tantos años más tarde, la tal Sandrita Urziza y sus monísimas amigas fueran todas damas otoñales. Amas de casa aburridas, vestidas aún con idéntica falda escocesa allá en Quito, en La Paz, en Asunción, o donde quiera que vivan con más pena que gloria. Devoradoras de tranxiliums, y madres de otras sandritas urzizas igualmente monísimas que también reirán y se darán codazos ante niñas «distintas» a ellas. «Y en sus viditas de ahora -se dice Ágata-, cuando hojeen alguna revista de cotilleos de Hollywood en la que aparece Cary Faithful, o una de esas publicaciones de sociedad que tanto se ocupan de Olivia y sus sucesivos maridos, sin duda comentarán con mal disimulado orgullo a otras amigas tan devoradoras de tranxiliums como ellas: «Huy, a estos dos los conozco yo de toda la vida. Fuimos amigos en la infancia y siempre supe que llegarían lejos. Somos íííntimos, ni te imaginas."»
«Sí, eso dirán -rió una vez más Ágata-. Sin sospechar que yo, la hermana fea, el conguito, soy tanto o más conocida que ellos dos, a mi modo.» «La famosa madame Poubelle», vuelve a decir Ágata en voz alta con el aire de misterio del que gusta rodearse cuando habla de cierta parcela secreta de su vida. «La invisible, la influyente, la in-fa-li-ble madame Poubelle que ahora se dispone a utilizar sus largas -y muy mal pagadas, por cierto- vacaciones como maestra de escuela para embarcar en el ¿cómo dicen que se llama ese barco tan superguay? Ah sí, en el Sparkling Cyanide. Bonito nombre.»
Segundo invitado, Cary Faithful
Early morning tea es una clásica costumbre inglesa. El Early morning tea consiste en que, mucho antes de la hora de levantarse, con las primeras luces del día más o menos, un criado abre las puertas del dormitorio, deposita una bandeja con una solitaria y humeante taza de té sobre la mesilla y luego se evapora de ese modo inaudible que es propio de los criados ingleses. A veces, si en el último correo de la noche ha llegado una carta importante, se suma ésta a la bandeja del té y allí queda a la espera de ser abierta por su destinatario. Todo el mundo dice odiar el té tempranero, hábito que, al parecer, se popularizó en tiempos del Imperio. Y es lógico que lo detesten, porque si malo es madrugar, peor aún es que le despierten a uno un par de horas antes de la hora prevista. Pero las costumbres son las costumbres, en especial para algunos representantes de la nobleza rural, fieles depositarios del espíritu británico, del stiff upper lip y del Rule Britannia.
– Fuck -dice Cary Faithful, y vuelve a repetirlo dos veces más antes de abrir por fin un ojo y ver que, en efecto, sobre la bandeja, además de la maldita taza de té hay un sobre gris con reborde rojo-. Fuck, fuck -y luego, dirigiéndose al mayordomo-: ¿Ha sido usted quien ha dejado aquí esta carta, Meadows? -Pero Meadows ha desaparecido ya de la habitación tan silente como siempre-. Fucking Meadows, oh shit.
Cary Faithful consulta su reloj. Las seis y media. Faltan solo cinco horas para que llegue el tren de las 11.27 que trae a su tía, lady Daliah; shitty hell qué lata, nunca se puede estar tranquilo en el campo sin que irrumpa alguna latosa tía o pariente lejano, suspira, y entonces se le ocurre que a lo mejor, con un poco de suerte, la carta de la bandeja puede que sea de tía Daliah, que ha cambiado de opinión y ya no viene. ¿Por qué no? Los dioses son de vez en cuando misericordiosos, así que mejor será, oh fuck, que venza de una vez la insuperable pereza, alcance la carta, rasgue el sobre y vea si hay suerte, bloody lazy, fuck, fuck.
Cary Faithful se incorpora. Viste un bonito pijama de Savile Row con hermoso anagrama bordado en el bolsillo superior. Ya tiene el sobre en la mano, y está punto de abrirlo cuando una voz perfectamente detestable salida de algún rincón a su izquierda grita:
– Jo-der, por todos los diablos pero ¿qué coño pasa aquí? ¡¡¡Raccord!!! ¡¡¡Raccord!!!