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«Raccord» es una palabra del argot cinematográfico. Con ella se designa algo muy importante en el rodaje de toda película: la memoria que ha de llevarse entre una escena a otra y la vigilancia que ha de mantenerse para impedir que se produzcan fallos desastrosos como, por ejemplo, que el Cid Campeador muestre de pronto un reloj de pulsera en pleno asedio a la ciudad de Valencia en el siglo xi. El raccord sirve también para velar que no ocurra que, en la primera parte de una escena, un actor aparezca, pongamos que con el pelo revuelto y segundos después y sin razón, perfectamente peinado.

Normalmente, la persona que se encarga de llevar el llamado raccord es la script. Pero ese día, la script debía estar a por uvas o tomando un early morning tea, porque lo cierto es que, en la escena que está rodando Cary Faithful en esos momentos, se ha colado un elemento extraño. Nada tan cantoso como que Charlton Heston empuñe la Tizona con un Rolex en la muñeca, pero extemporáneo en cualquier caso.

– A ver: ¿quién coño ha puesto aquí este sobre con rebordes rojos? La carta de tía Daliah que preparamos ayer es blanca con monograma azul, cono, joder, ¿dónde está? ¿Y de dónde ha salido este puto sobre?

Nadie sabe de dónde ha salido, pero al examinarlo, el director se da cuenta de que el destinatario es el propio Cary. «Puta mierda, ¿se puede saber qué hace tu correspondencia privada colándose en mi película, joder?», y Cary, que tampoco tiene ni idea responde: «Puta mierda y coño joder, Leslie» (que es el director) «ni zorra idea», y luego, mientras se levanta de la cama con su pijama de monograma azul de Savile Row y se calza las zapatillas de terciopelo negro también con monograma, piensa que qué harto está de esta puta película. Qué harto está de todas las putas películas que ha rodado en los últimos tres años. Todas son iguales, clónicas. ¿Por qué a los productores americanos les gustará tanto la ambientación, los temas y el acento inglés de Oxford? Tanto les excita, tanto les pone la madre patria británica, que acaban siempre obligando a actores como él a hacer el panoli película tras película actuando de Bertie Woosters y diciendo cosas que ni el más estereotipado de los personajes de Wodehouse diría jamás como «Oh dear, señora baronesa, no pise usted las petunias». «Jo-der. Parece que llevo toda mi puta vida rodando la misma escena: gilipollas de familia bien, mayordomo de nombre Meadows, tía Daliah y el tren de las 11.27… Lo único que han tenido a bien cambiar para diferenciarse de las pelis de los años cuarenta son las interjecciones: antes, en cada frase, había que exclamar Oh dear!, Oh dash it!, y By jove!, ahora, en aras de la modernidad, gritamos fuck!, shit!, shitty fuck o bloody helll, ¿pero qué diferencia hay? Fucking bloody, shit, ninguna.»

– Venga, Cary. A ver si ponemos atención a lo que hacemos. ¿Prevenidos? Vamos en dos y medio.

Cary mira el sobre con rebordes rojos que continúa sobre la bandejita. En un par de minutos comenzarán de nuevo a rodar. Son las putas siete de la mañana y se ha tenido que levantar a las cuatro para llegar al estudio. ¿Dónde cono está el glamour del séptimo arte si puede saberse? Para colmo hace un frío de cojones y, a menos que alguien quite la jodida carta de la bandejita, volverán a rodar la escena con ella ahí y habrá que repetirla una vez más. Cary decide entonces cogerla él mismo para evitar nuevos desastres y la examina más de cerca. Es cierto, está dirigida a él, y además la letra, para su desgracia, la conoce bien, aunque hace varios años que no tenía noticias de su remitente. Titubea. No sabe qué hacer. Preferiría no haberla visto siquiera pero…

– Cono, Cary, ¿se puede saber qué haces ahí con cara de gilipollas? Métete en la cama de nuevo y empecemos. A ver, ¿dónde estábamos? Ah sí, cuando tú decías que el tren de tía Daliah llegaba a las 11.27. Prevenidos, ¡treinta segundos!

Horas más tarde, el mismo sobre gris asoma del bolsillo superior de la chaqueta de Cary aún sin abrir. No se rueda ya película alguna pero el decorado es bastante similar al anterior. Estamos ahora en una casa «al lado del zoo», eufemismo que usan los moradores de este barrio londinense para explicar dónde viven sin que suene esnob o petulante. Porque «al lado del zoo» las casas no bajan de ocho o nueve millones de libras y allí tienen su domicilio varios intelectuales y artistas. No sólo Paul McCartney, Kate Moss o Jude Law. También vive en ese barrio Cary Faithful, el soltero más codiciado del celuloide, porque tal vez esté harto de representar el papel de gilipollas de Eton y Oxford, pero desde luego le pagan muy bien por hacerlo. Además, según la revista People, se ha convertido de un tiempo a esta parte en el segundo hombre más sexy del planeta a pesar de -o gracias a, según se mire- «ese aire desgarbado de perrillo con ojos tristes y ese frunce de cejas mitad perplejo, mitad suplicante que tan bien combina con su flequillo de niño bueno» (todo esto People dixit). «Qué tiranía de profesión ésta que le obliga a uno a estar agradecido a todo aquello que más odia», se dice al cerrar tras de sí la puerta de calle. Y sin embargo, existe otra tiranía aún peor. Una que está relacionada no sólo con su profesión sino también con esa carta que lleva en el bolsillo, aunque no quiera de momento pensar en ella. Mejor será entrar primero en casa y tomar ciertas medidas precautorias antes de enfrentarse a la emergencia. En otras palabras, prepararse un baño, llamar a Miranda, su novia, beberse un whisky con un lexatin y luego telefonear a Paul, su amante, para que pase con él la noche: aunque no necesariamente en ese orden.

«Empecemos por el whisky y el baño», se dice, y dejando la chaqueta sobre una silla del vestíbulo, se dirige a la biblioteca y, más concretamente, hacia el lugar donde están las bebidas alcohólicas, en el interior de un mueble, junto a la ventana.

Si Leslie Fox, el director de su última película, estuviera rodando la presente escena, seguro que se demoraría unos segundos en mostrar al espectador el panelado de madera de la biblioteca de Cary Faithful. También las persianas venecianas. La bella encuadernación de los libros, las alfombras armenias, la colección de objetos africanos, todo ello para terminar en un plano corto, enfocando el Torres García que hay en la pared de la izquierda y el Bacon de la derecha. Pero Leslie Fox no está y a Cary le importa un carajo la decoración. De eso, como de lo demás, se ocupa Miranda, que Dios la bendiga. Y Cary avanza sin reparar tampoco en dos mesitas japonesas que hay junto a la pared de la izquierda, menos aún en las butacas que son una la Bubble chairy la otra la Tomato chair, ambas de Aarnio años sesenta y que tan bien contrastan con el resto de la decoración, mezcla ecléctica de clásico con vintage y oriental. En realidad, lo único que le interesa a Cary en estos momentos es un mueble Biedermaier que hay al fondo, y no por su aspecto exterior (que es inmejorable) sino por lo que contiene. Ya está junto a él. Ya lo ha abierto y sin más preámbulo se dispone a servirse un Cardhu triple con hielo y tres rodajitas de naranja. De naranja, sí, la ocasión merece una cierta excentricidad, y luego, tras subir una de las venecianas, bebe despacio mientras sus ojos escapan hacia el exterior, hacia la plaza que tiene enfrente, que es en forma de media luna con sus múltiples casas blancas, todas iguales, que se alinean formando una medialuna en torno al jardín central. Las mira como si fueran elementos de un acertijo: «Descubra usted las siete diferencias», pero qué difícil es encontrar siquiera la más mínima. Parecen todas pequeños merengues altos y estrechos pegados unos a otros por los flancos, cada una con sus puertas blancas y sus aldabas de bronce.