Se habían encontrado por casualidad en París, en plena calle, junto al Pont D'Alma, los dos mirando como turistas curiosos el lugar en que se estrelló el coche de Lady Di. Y después de hablar de todas las obviedades que cabía esperar «Qué terrible ¿no?… Lo tenía todo y ya ves…» «Sí, sí, hoy estamos aquí y mañana quién sabe, más vale disfrutar mientras se pueda…» Tal vez empujados por los fantasmas del carpe diem y también por los de su viejo amor adolescente, acabaron pasando la noche juntos. Fue en el Ritz, en la habitación de ella, y él había tenido el gatillazo más monumental de los últimos ocho siglos. Ni siquiera pudo aducir que había bebido más de la cuenta. El encuentro coincidió con una de sus periódicas épocas de «ramadán», es decir uno de los intervalos de diez o, a lo máximo, doce días que él mismo se imponía sin alcohol una vez al año; y tuvo que suceder justo entonces para dejarle sin coartada posible. Así, tras dos o tres nuevas tentativas verdaderamente patéticas («no lo entiendo, esto no me ha pasado nunca», «espera un poco a ver», etcétera), Cary dejó de intentarlo, se sentó en la cama y le contó a Olivia su vida. No, peor aún, le contó la parte de su vida que nunca le había confesado a nadie. Cary se pregunta si algún psiquiatra o psicólogo habrá estudiado bien lo que él llama el «vértigo del gatillazo». Porque según Cary -que antes de conocer a Paul había conocido muchas y muy diversas formas de gatillazo- existen ante el fiasco dos actitudes conocidas: el silencio sepulcral o la palabrería incontenible, el autismo absoluto o la puta hemorragia verbal. Dicho de otro modo, una vez que ha ocurrido el desastre, o bien se calla uno como un muerto y no articula palabra hasta el día siguiente, o bien habla hasta por los codos y dice un sinfín de estupideces en un vano intento de camuflar lo incamuflable. Y en el caso de su confesión a Olivia, según Cary, se habían confabulado contra él dos espectros: el antes mencionado fantasma del primer amor y el del gatillazo, funesta combinación. Por eso aquel día, Gary había empezado a hablar por esa boquita y le había contado a Olivia su más oculto secreto. Aquel que jamás había contado a persona alguna. Porque desde los lejanos tiempos en que ambos vivieran en Moscú, hacía de esto más de un cuarto de siglo, él era fiel al menos a una máxima soviéticoleninista incontestable: «Las paredes oyen y lo que realmente no quieres que se sepa no se lo digas ni a tu sombra.» De mucho le había valido aquella enseñanza que, según Cary, parece una perogrullada pero no lo es en absoluto. Porque todo el mundo piensa que hay excepciones a la regla, amigos fieles, hermanos discretos, confidentes que son una tumba; mentira, gran mentira, la única manera de mantener oculto un secreto vergonzoso es no confesarlo jamás. De ahí que Cary no había revelado a persona alguna su debilidad por los muchachos, a pesar de vivir en un ambiente liberal y supuestamente tolerante como el del cine. Porque en aquel mundo estúpido del que él querría escapar volando como Mary Poppins, todo era mentira. Mentira que no importe la inclinación sexual. Tal vez dé igual si uno es escritor, pintor, comerciante, hombre de negocios, médico, abogado, oficinista, empleado, funcionario, piloto, barrendero, o alto ejecutivo. Irrelevante también si uno es banquero, político o primer ministro, incluso, pero importa y mucho cuando se gana uno la vida en el cine haciendo papeles de galán, coño, que hasta el palabro suena decimonónico. ¿Porque dónde se ha visto que quien encarne a Rhett Butler sea gay, a James Bond invertido, o a Rocky Balboa maricón? He ahí la gran paradoja de lo que es su vida. Cary Faithful tiene una profesión que todos ven como una de las más liberales del mundo y en realidad está doblemente atrapado: atrapado en papeles gilipollas por un lado, y por otro, mintiéndole a todos sobre lo que siente y sobre lo que es. Su único consuelo es que lo mismo le ocurre a seis o siete actores de primera fila (ay, si la gente supiera) pero todos callan como putos, ¿qué van a hacer si no?
Cary bebe otro trago de su Cardhu y recuerda cómo había confesado sus inclinaciones con todo lujo de detalles, nombres -y sobre todo edades- a Olivia. Ella lo observaba, primero, esbozando ese tipo de maternal sonrisa que las mujeres prodigan cuando escuchan confidencias masculinas y, poco después, como quien no quiere la cosa, comenzó a juguetear con el móvil. Desde el mismo momento en que soltó su confesión, Cary supo que había cometido un grave error. Uno sabe siempre esas cosas. Entonces no se había atrevido a preguntarle a Olivia a qué venía ese súbito interés por jugar con el teléfono en medio de una conversación. ¿Y si le había grabado mientras hablaba? Pero no, claro que no. Con toda seguridad, una mujer de mundo como Olivia jamás haría cosa semejante…
Otro sorbo de Cardhu. Cary tiene la impresión de que el whisky ejerce sobre él un efecto benéfico pero también ciclotímico porque un trago le hace sentir mejor y el siguiente lo devuelve a sus temores: un sorbo optimista y otro horripilantemente pesimista. «Bueno, toca a continuación sorbo malasombra, bebamos con cuidado.»
Entonces recuerda cómo, una vez que había metido la pata y con el secreto terror, además, de que Olivia le hubiera grabado, lo único que pudo hacer fue suplicar su silencio. «Tranquilo, tonto, no le diré a nadie que te gustan los efebos, yo soy una tumba», le había asegurado ella con la misma sonrisa maternal de antes. «Si algo odio en esta vida es a la gente que traiciona a sus amigos famosos por dinero yendo con el cuento a los periódicos.» Y luego, con una sonrisa mucho menos maternal, había añadido: «Muy necesitada tendría que estar para llegar a hacer algo así, descuida.» A continuación de estas palabras vino una ducha a dos (Cary se había empeñado en ello: un pequeño juego erótico en desagravio, pensó, pero no había más que ver el tamaño de su pene y la antisexy laboriosidad de Olivia con el jabón y la esponja para saber que hubiera sido mejor no intentarlo). Más tarde llegaron las despedidas:
Olivia dijo: «Ha sido un estupendo reencuentro, de veras.»
Cary dijo: «Sí, ya, cuídate.»
Olivia dijo: «Claro.»
Yal final Cary dijo: «Me gustaría tanto volverte a ver…»
¿Por qué diablos le había dicho eso? Bueno, porque sabía que Olivia estaba «felizmente casada», según le había contado ella horas antes. Sabía también que su marido tenía mucho dinero, lo que resultaba un antídoto perfecto contra la tentación de contar vergüenzas ajenas a precio de exclusiva mundial. Sin embargo, aun así, le pareció más prudente intentar seguir en contacto con Olivia por aquello de que siempre resulta más difícil traicionar a alguien con el que uno tiene relación que a un antiguo amigo al que se ha perdido la pista. «¿Lo intentamos otra vez la semana que viene en Londres?, esta vez con champagne o whisky de por medio, ¿qué te parece? Venga, Oli, por los viejos tiempos.» Pero Olivia, con otra sonrisa maternal, se había mostrado inflexible: «Lo siento, amor, no hay repetición de la jugada. Estar casada con un napolitano tiene sus servidumbres y yo sólo me permito infidelidades de una noche. Flavio es un marido maravilloso pero me arrancaría la piel a tiras -y la pensión, que sería aún más doloroso- si se entera de que estoy liada con alguien.»
Entonces fue cuando ella dijo la frase que tanto habría de preocupar a Cary de ahí en adelante: «Descuida, cuore, si vuelves a saber de mí, será sólo por algo muy bueno… o muy malo.»
Otro trago de Cardhu. Toca sorbo pesimista nuevamente, pero al mismo tiempo realista y práctico. «Pero vamos a ver -se dice Cary-. Lo mejor sin duda es abrir la maldita carta y salir de una vez de tanta incertidumbre. Además ¿por qué tendría que contener nada malo? El siempre tiene propensión a agobiarse y a lo mejor no es nada Más aún: ¿por qué piensa tan mal de su antigua amiga? ¿Qué sabe de ella en realidad? Nada. La conoce desde hace treinta años pero no sabe de Olivia más de lo que pudo vislumbrar en una noche de gatillazo y lo que su intuición le dicta. ¿Que es egoísta? (bueno, ¿y quién no en estos días?) ¿Que es práctica y bastante cínica? (vale, pero ¿acaso ambas cosas no pueden también ser virtudes?) ¿Que su intuición le previene a gritos de que no es persona de fiar? (cierto, pero ¿no se equivoca uno todo el tiempo con las intuiciones?). Vamos -se repite Cary Faithful-, te estás ahogando en un vaso de agua (o, lo que es más patético, en uno de malta doce años, abre esa carta de una puta vez).»