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Se perdió en sus pensamientos. Luego arrojó el lápiz, se levantó, comenzó a caminar. El sonido del reloj alcanzó sus oídos. Usando sus campanas como una plataforma, las pisadas se elevaron hasta la superficie; la plataforma se alejó flotando, pero las pisadas se quedaron y dos personas entraron ahora en la celda: Rodion con la sopa y el bibliotecario con el catálogo.

Este último era un hombre de gran tamaño pero aspecto enfermizo, pálido, con sombras debajo de los ojos, con una calva manchada encerrada dentro de una corona de cabello oscuro, con un torso largo dentro de una chaqueta de lana azul, descolorida en partes y con remiendos en los codos. Tenía las manos dentro de los bolsillos del pantalón, estrechos como la muerte, y sostenía debajo del brazo un libro grande encuadernado en cuero negro. Cincinnatus ya había tenido el placer de verlo en otra ocasión.

—El catálogo —dijo el bibliotecario, cuya manera de hablar se distinguía por una especie de desafiante laconismo.

—Magnífico, déjelo aquí —dijo Cincinnatus—. Elegiré algo. Si desea usted esperar, sentarse un momento, hágalo por favor. Si, en cambio quiere irse...

—Irme —dijo el bibliotecario.

—Muy bien. Entonces le devolveré el catálogo por intermedio de Rodion. Tome, puede llevarse éstos... Estas revistas antiguas son maravillosamente conmovedoras... Mire, con este pesado volumen descendí, como si tuviera lastre, hasta lo más profundo de los tiempos. Una sensación encantadora.

—No —dijo el bibliotecario.

—Tráigame más; le copiaré los años que quiero. Y alguna novela, una nueva. ¿Ya se va usted? ¿Tiene todo? Una vez solo Cincinnatus se dedicó a la sopa, hojeando al mismo tiempo el catálogo. Su núcleo estaba cuidadosamente impreso; entre los nombres impresos se habían agregado muchos otros en tinta roja, con mano pequeña pero precisa. Resultaba difícil para cualquiera que no fuera especialista, comprender el catálogo, ya que los títulos no figuraban en orden alfabético, sino de acuerdo al número de páginas que contenían, con anotaciones respecto a cuantas hojas extras (a fin de evitar la duplicación) habían sido pegadas a éste o a aquel libro.

Por lo tanto Cincinnatus buscó sin meta definida, eligiendo lo que acertaba a parecerle atractivo. El catálogo conservaba un estado de limpieza ejemplar; por esa razón le causó enorme sorpresa ver en el reverso en blanco de una de las primeras páginas una serie de dibujos hechos por mano infantil, cuyo significado no comprendió Cincinnatus al principio.

CAPITULO V

—Le ruego acepte mis más sinceras felicitaciones —dijo el director con su suntuosa voz de bajo al entrar a la celda de Cincinnatus a la mañana siguiente. Rodrig Ivanovich parecía aún más pulido que de costumbre; la espalda de su mejor levita estaba rellena de acolchado de algodón, como la de los cocheros rusos, haciéndole parecer más ancho, parejo y gordo; su peluca brillaba como nueva; su gordo mentón parecía espolvoreado con harina, mientras que el ojal de su solapa lucía una flor de cera rosada con una boca como una motita. Desde detrás de esta figura augusta —se había detenido en el umbral— los empleados de la prisión espiaban curiosos, también vestidos con sus mejores ropas, también con sus cabellos lustrosos; Rodion hasta se había puesto una medallita.

—Estoy listo. Me vestiré de inmediato. Sabía que iba a ser hoy.

—Felicitaciones —repitió el director sin prestar atención a la espasmódica agitación de Cincinnatus—. Tengo el honor de informarle que de hoy en adelante tendrá usted un vecino; sí, sí, acaba de mudarse. Apuesto a que ya estaba usted cansado de esperar. Bueno, no se preocupe; ahora, con un confidente, con un compañero con quien jugar y trabajar, no se encontrará tan triste. Y, más aún —pero esto, desde luego, debe quedar estrictamente entre nosotros— puedo informarle que ha llegado la autorización para que reciba a su esposa, demain matin.