No, esto era solo un auto-engaño, tonterías. La criatura había dibujado sin ton ni son... Copiemos los títulos y dejemos el catálogo a un lado. Sí, la niña... Con la punta de la lengua asomándole por la comisura derecha de la boca, apretando fuertemente el cabo del lápiz, presionándolo con un dedo blanco por el esfuerzo... y entonces, después de trazar una raya particularmente feliz, echándose hacia atrás, balanceando la cabeza de derecha a izquierda, moviendo los hombros, y, al volver a trabajar sobre el papel, sacando otra vez la lengua por la comisura izquierda... tan afanosamente... Tonterías... no nos detengamos más en ello...
Tratando de pensar cómo animar las horas vacías, Cincinnatus decidió asearse para la Marthe de la mañana siguiente. Rodion accedió a acarrear otra tina de agua igual a aquella dentro de la cual Cincinnatus había chapoteado la víspera del proceso. Mientras esperaba el agua, Cincinnatus se sentó a la mesa; hoy ésta se tambaleaba un poco.
—La entrevista —escribió Cincinnatus—, significa seguramente que mi terrible mañana ya se acerca. Pasado mañana, a esta misma hora, mi celda estará vacía. Pero me siento feliz porque voy a verte. Subíamos a los talleres por diferentes escaleras, los hombres por una, las mujeres por otra, pero se juntaban en el penúltimo descanso. No puedo ya evocar a Marthe como era cuando la vi por primera vez, pero sí puedo recordar que noté inmediatamente que abría la boca un instante antes de echarse a reír, y sus redondos ojos castaños, y los pendientes de coral.
Oh, cómo me gustaría reproducirla como era entonces, toda fresca y aún sólida— y luego el gradual ablandamiento —el pliegue entre la mejilla y el cuello cuando volvía la cabeza hacia mí, caldeándose ya y casi viva. Su mundo. Su mundo consiste en simples componentes, simplemente reunidos; creo que la receta de cocina más sencilla es más complicada que el mundo que ella asa tarareando: cada día para sí misma, para mí, para cualquiera. Pero por eso es por lo que —aun entonces, en los primeros días— por eso es por lo que la malicia y la porfía que repentinamente... Tan suave, tan graciosa y cálida, y luego de pronto... Al principio creí que lo hacía a propósito, quizás para demostrar como otra en su lugar podría haberse vuelto regañona y testaruda. ¡Pueden ustedes imaginar mi asombro cuando comprendí que esa era su verdadera personalidad! En razón de qué menudencias... tontita mía, cuán pequeña es tu cabeza si uno palpa a través de toda esa espesa masa castaña de peso a la que tan bien sabes impartir ese brillo infantil, ese halo de inocencia.
«Su pequeña esposa parece muy dulce y gentil, pero muerde, se lo advierto», me dijo su inolvidable primer amante, y lo fundamental era que el verbo no había sido usado en forma figurada... porque era verdad que en ciertos momentos... uno de esos recuerdos que debieran hacerse a un lado, o de lo contrario lo abruman a uno y lo destrozan. La pequeña Marthe lo hizo otra vez... y una vez vi, vi, vi —desde la galería vi— y desde ese día nunca entré a una habitación sin anunciar antes mi llegada desde lejos, con una tos o una exclamación sin sentido. Qué horrible fue la vista de aquella contorsión, aquel jadeo apresurado, todo lo que había sido mío entre la sombra de los Tamara Gardens y que más tarde perdiera. Contar cuántos fueron... tortura sin fin: conversar durante la comida con uno u otro de sus amantes, parecer alegre, decir tonterías, contar chistes, y siempre con el temor mortal de agacharme y acertar a ver la parte inferior de ese monstruo cuya mitad superior era absolutamente presentable, ya que tenía la apariencia de un hombre y una mujer jóvenes con el talle inclinado sobre la mesa, comiendo y conversando tranquilamente; y cuya mitad inferior era un cuadrúpedo retorcido y anhelante. Descendía al infierno para recuperar una servilleta caída. Más tarde Marthe diría (usando siempre la primera persona del plural) «Estamos muy avergonzados de haber sido vistos», y haría un pucherito. Y todavía te amo. Sin escapatoria, fatal, incurablemente... Así como los robles permanecen en aquellos jardines, yo... Cuando te presentaron las pruebas oficiales de que yo era un indeseable, de que tenía que ser apartado de los demás, te sorprendiste de no haber notado nada, ¡y fue tan fácil ocultártelo! Recuerdo que me implorabas que me reformara, sin entender realmente qué era lo que había en mí que debía ser reformado y cómo podría uno hacerlo; y aún ahora no comprendes nada, no te detienes siquiera un instante a pensar si lo entiendes o no, y cuando dudas, tu duda es casi agradable. Sin embargo, cuando el alguacil comenzó su ronda por la corte con el sombrero, tú también arrojaste dentro tu pedacito de papel.
Al mecerse la tina junto al muelle, subía de ella un vaho alegre e incitante. Impulsivamente, con dos gestos rápidos, Cincinnatus exhaló un suspiro e hizo a un lado las hojas escritas. De un modesto armario sacó una toalla limpia. Cincinnatus era tan pequeño y delgado que podía meterse entero dentro de la tina. Se sentaba allí como en una canoa y flotaba tranquilamente. Un rayo rojizo del ocaso, confundiéndose con el vapor, producía un estremecimiento multicolor dentro del pequeño mundo de la celda de piedra. Llegado a la costa, Cincinnatus st paró y descendió a tierra. Mientras se secaba luchaba contra el vértigo y las palpitaciones. Estaba muy delgado, y ahora que la luz del sol poniente exageraba las sombras de sus costillas, la mismísima estructura de su caja torácica parecía un triunfo de críptica coloración, así como ponía de manifiesto la desnuda naturaleza de lo que le rodeaba, de su cárcel.
Mi pobre pequeño Cincinnatus. Mientras se secaba, tratando de encontrar alguna diversión en su propio cuerpo, se detuvo a observar sus venas, y no pudo evitar pensar en que muy pronto serían cortadas, y todo su contenido se escaparía. Sus huesos eran frágiles y delgados; las humildes uñas de sus pies (mis queridas, mis inocentes uñas) lo miraban con atención infantil; y, al sentarse así sobre el catre —desnudo, con toda su delgada espalda al aire, desde el coxis a la vértebra cervical, para los curiosos del otro lado de la puerta (podía oír sus murmullos, empujones, una discusión por tal o cual cosa— pero no importa, que miren) Cincinnatus podría haber pasado por un joven enfermizo —hasta la parte de atrás de su cabeza, con la nuca hundida y un copete de cabello mojado, era infantil— y excepcionalmente fácil de manejar. De la misma maleta Cincinnatus sacó un pequeño espejo y un frasco de líquido para depilar, que siempre le traía el recuerdo de aquel maravilloso lunar hirsuto que Marthe tenía en el costado. Se frotó con ella sus espinosas mejillas evitando rozar el bigote.
Ya estaba limpio y presentable. Exhaló un suspiro y se puso la fresca camisa de dormir, que aún olía a lavado casero.
Oscureció. Se acostó y siguió flotando. A la hora de costumbre. Rodion encendió la luz y se llevó el balde y la tina. La araña bajó hacia él en un hilo de luz y se ubicó en el dedo que Rodion le ofreciera, hablando con ella como con un canario. Mientras tanto la puerta que daba al corredor permanecía abierta, y de pronto algo se movió allí... por un instante bailaron las puntas de dos rizos gemelos, y desaparecieron cuando Rodion alzó la vista para contemplar a la pequeña trapecista negra que se elevaba bajo la Cúpula del circo. La puerta aún continuaba semiabierta. El corpulento Rodion con su delantal de cuero y su rizada barba roja, andaba pesadamente por la celda, y, cuando el reloj (más cerca ahora por lo directo de la comunicación) comenzó su ronco matraqueo previo a las campanadas, sacó un grueso reloj de un lugar recóndito de su faja y verificó la hora. Luego, suponiendo que Cincinnatus dormía, le observó por un rato, inclinándose sobre su escoba como sobre una alabarda. Habiendo llegado quién sabe a qué conclusiones, volvió a moverse... Justo en ese momento, en silencio y no muy ligero, una pelota roja y azul entró rodando en la celda, siguió el lado de un triángulo rectángulo directamente hasta debajo del catre, desapareció un instante, golpeó contra el sillico y salió corriendo por el otro cateto, es decir hacia Rodion, quien, sin notarla siquiera, acertó a golpearla con la punta del pie al dar un paso; entonces siguiendo la hipotenusa, la pelota salió por la misma franja por donde entrara. Con la escoba al hombro, Rodion dejó la celda. Se apagó la luz.