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Fue entonces que Cincinnatus se detuvo y, mirando a su alrededor como si recién tomara contacto con esa soledad de piedra, hizo acopio de toda su voluntad, evocó su vida entera, y trató de comprender su situación con la mayor exactitud. Acusado del más terrible de los crímenes, delito gnóstico, tan extraño e inenarrable que era necesario usar circunloquios tales como «impenetrabilidad», «opacidad», «oclusión»; sentenciado por ese crimen a morir decapitado; prisionero en la fortaleza a la espera de la desconocida pero cercana e inexorable cita (que él preveía ya claramente, como la torsión, tirón y crujido de un monstruoso diente; todo su cuerpo la inflamada encía, y su cabeza aquel diente); parado ahora en el pasillo de la prisión con el corazón abatido —vivo aún, intacto aún, Cincinnatus aún— Cincinnatus C. sintió un desesperado anhelo de libertad, la más vulgar, física, físicamente factible clase de libertad, y al instante imaginó, con una claridad sensorial tal, que todo parecía formar un fluctuante halo que emanaba de sí mismo, la ciudad más allá del poco profundo río, la ciudad, que desde cualesquiera de sus puntos permitía contemplar —ora en esta perspectiva, ora en aquella, ora en lápiz, ora en tinta— la alta fortaleza donde él se encontraba. Y tan poderosa y dulce era esta corriente de libertad que vio todo mejor de lo que en realidad era: sus carceleros, que de hecho lo era el mundo entero, le parecieron más dóciles; en el intrincado fenómeno de la vida buscó una posible senda; una especie de visión bailó ante sus ojos como las mil iridiscentes agujas de luz que rodean el deslumbrador reflejo del sol sobre una esfera niquelada... Parado en el pasillo de la prisión y escuchando allí las amplias sonoridades del reloj que había comenzado su pausada enumeración, imaginó la vida en la ciudad tal como generalmente se desenvolvía a la fresca hora de una mañana como esa: Marthe, con los ojos bajos, sale caminando de la casa con una canasta vacía, seguida a una distancia de tres pasos por un joven calavera de bigote oscuro; las vagonetas eléctricas con forma de cisne o góndolas donde uno se sienta como en un carrousel, se deslizan en una corriente sin fin a lo largo del boulevard; sillones y canapés son sacados de los almacenes a airearse un poco, y de camino a la escuela, los niños se sientan sobre ellos mientras el pequeño mandadero, con su carretilla llena de libros, se seca la frente como un trabajador hecho y derecho; «relojitos» a cuerda de dos asientos, como los llamamos aquí en las provincias, tic-tac tic-tac se deslizan por el pavimento recién regado (y pensar que éstos son los degenerados descendientes de las máquinas del pasado, de aquellos espléndidos y aerodinámicos automóviles... ¿qué me hizo pensar en esto? ah, sí, las fotografías de la revista); Marthe escoge algunas frutas; horribles y decrépitos caballos, que hace mucho han dejado de maravillarse ante las visiones del infierno, entregan a los distribuidores de la ciudad, mercaderías de las fábricas; vendedores de pan callejeros con camisas blancas, caras brillosas, gritan, mientras hacen malabarismos con sus panes, arrojándolos alto al aire, cogiéndolos luego y volviéndolos a tirar; tras una ventana cubierta casi por una enredadera, un alegre cuarteto de telegrafistas entrechocan vasos y beben a la salud de los paseantes; un famoso charlatán, viejo glotón y fachendoso vestido con pantalones de seda rojos, come pollo a cuatro carrillos en un pabellón en los Lesser Ponds; las nubes se dispersan y, al son de una banda, luz y sombra corren por las calles en declive y visitan las callejuelas laterales; en el aire hay olor a tilos, a piedra húmeda y a carburo; la perpetua fuente del mausoleo del Capitán Somnus riega profusamente con su chorro al capitán d9t piedra, al bajorrelieve que está a sus pies y a las temblorosas rosas; Marthe con los ojos bajos, vuelv a casa con la canasta llena, seguida a tres pasos de di tancia por un petimetre rubio... Estas son las cosas qu Cincinnatus vio y escuchó, a través de las paredes mien tras sonaba el reloj y, aunque en realidad todo en esta ciudad era muerto y feo comparado con la vida secreta de Cincinnatus y su llama culpable, aunque lo sabía perfectamente y también sabía que no había esperanza, sin embargo en ese momento aún suspiraba por estar en aquellas calles familiares... pero entonces el reloj terminó de sonar, el cielo imaginario se cubrió y la cárcel recobró toda su fuerza.

Cincinnatus contuvo el aliento, se movió, volvió a detenerse, escuchó: en algún lugar más adelante, a una distancia que no podía calcular, había un golpeteo.

Era un sonido rítmico, rápido, y Cincinnatus con todos sus nervios a flor de piel, lo escuchó como una invitación. Echó a andar, muy atento, muy etéreo y lúcido; dobló incontables esquinas. El ruido cesó, pero luego volvió a oírse más cerca, como un invisible pájaro carpintero. Tap, tap, tap. Cincinnatus apresuró el paso, y una vez más el oscuro pasillo hizo una curva. Repentinamente aumentó la claridad —aunque no era todavía como la luz del día— y ahora el ruido llegaba preciso y casi nítido. Allí delante, en un rayo de pálida luz, Emmie arrojaba una pelota contra la pared.

En ese lugar el pasillo era más ancho, y en el primer momento a Cincinnatus le pareció que sobre la pared izquierda había una gran ventana profunda por la cual se filtraba aquella extraña luz adicional. Emmie, al inclinarse para recuperar su pelota y al levantarse al mismo tiempo la media, lo miró tímidamente a hurtadillas. Sus rizos rubios caían erectos sobre sus brazos y piernas desnudos. Sus ojos brillaban entre sus pestañas casi blancas. Ya se incorporaba, apartando los blondos rizos de su cara, con la misma mano que contenía la pelota.

—Se supone que usted no debe caminar por aquí —dijo. Tenía algo en la boca; lo dio vuelta detrás de su mejilla y lo chocó contra los dientes.

—¿Qué es lo que estás chupando? —preguntó Cincinnatus.

Emmie sacó la lengua; en su independiente y viva punta yacía un pedacito brillante de caramelo rojo.

—Tengo más —dijo—, ¿quiere uno?

Cincinnatus sacudió la cabeza.

—Se supone que usted no debe caminar por aquí —repitió Emmie.

—¿Por qué? —preguntó Cincinnatus.

Ella encogió un hombro, y, haciendo una mueca, arqueando la mano con que sostenía la pelota, las pantorrillas en tensión, se apoyó en el lugar donde él pensara que había un nicho, una ventana, y agitándose, pareciendo de pronto toda piernas, se ubicó sobre una especie de umbral de piedra.

No, era sólo la semblanza de una ventana; en realidad era un nicho vidriado, una vitrina, y desplegaba en su falsa profundidad —sí, por supuesto, ¡cómo no reconocerlo!— una vista de los Tamara Gardens. Este paisaje, pintorreado en varias capas de distancia, ejecutando en borrosos tonos de verde e iluminado por lámparas ocultas, era una reminiscencia, no tanto de un terrario o de la maqueta de una escenografía teatral, como del telón de fondo frente al cual una orquesta de vientos se afana y resopla. Todo estaba reproducido con bastante fidelidad en lo referente a grupos y perspectivas y a no ser por las parduzcas, las estáticas copas de los árboles y la aletargada iluminación, uno podría entrecerrar los ojos e imaginarse a sí mismo contemplando desde un alféizar de esta misma prisión, aquellos mismos jardines. La indulgente mirada reconoció aquellas avenidas, aquel enmarañado verdor de la arboleda, el pórtico a la derecha, los espaciosos álamos, y en medio del poco convincente azul del lago, una pálida burbuja que era seguramente un cisne. Más atrás, en medio de una niebla estilizada, las colinas encorvaban sus redondas espaldas, y encima de ellas, en una especie de firmamento azul pizarro bajo el cual vive y muere el drama, quietas nubes. Y todo esto, por alguna razón, tenía un aire anticuado, estaba cubierto de polvo, y el vidrio a través del cual miraba Cincinnatus tenía manchas que recordaban la mano de una criatura.

—¿Querrías llevarme allí, por favor? —murmuró Cincinnatus—. Te lo imploro.