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Estaba sentado junto a Emmie en el umbral de piedra, y ambos espiaban la remota artificiosidad más allá del vidrio; enigmáticamente, la niña continuaba serpenteando senderos con el dedo, y sus cabellos olían a vainilla.

—Viene papá —dijo de repente, con voz ronca, apresurada; luego saltó al suelo y desapareció.

Era verdad: Rodion se acercaba, las llaves tintinando, por la dirección opuesta a la que había llegado Cincinnatus (quien por un instante pensó que era una imagen en un espejo).

—A casita —dijo de buen talante.

Se hizo la oscuridad detrás del vidrio, y Cincinnatus dio un paso, intentando regresar por la misma ruta que lo llevara hasta allí.

—Hey, hey, ¿adónde va? —exclamó Rodion—. Por acá derecho. Este camino es más corto.

Y sólo entonces Cincinnatus se dio cuenta que las curvas de los pasillos no le habían llevado a ninguna parte sino que formaban un gran poliedro —pues ahora, al volver una esquina, vio su puerta a la distancia, y, antes de alcanzarla, pasó por la celda donde se encontraba el nuevo prisionero. La puerta estaba abierta de par en par, y adentro, el agradable hombrecito que ya había visto antes, vestido con su pijama rayado, estaba parado sobre una silla clavando el calendario contra la pared: tap, tap, tap, como un pájaro carpintero.

—Nada de espiar, mi dulce damisela —le dijo Rodion de muy buen humor a Cincinnatus—. A casita, a casita. Y cómo la hemos dejado de limpia, ¿eh? Ahora no tendremos vergüenza de recibir visitas.

Parecía particularmente orgulloso de que la araña estuviera entronizada en una limpia e impecable tela, que, resultaba evidente, acababa de tejer un momento antes.

CAPITULO VII

¡Una mañana encantadora! Libremente, sin barreras, penetraba a través de los enrejados vidrios lavados el día anterior por Rodion. Nada podía tener aspecto más festivo que la pintura amarilla de las paredes. La mesa estaba cubierta por un mantel limpio, que todavía no se adhería, por el aire que quedaba debajo. El piso de piedra generosamente baldeado, exhalaba frescura de fuente.

Cincinnatus se puso las mejores ropas que tenía consigo —y mientras tiraba de las medias blancas que él como maestro, estaba autorizado a usar en las funciones de gala— Rodion entró trayendo un mojado florero de cristal tallado con peonías del jardín del director y lo colocó en el centro de la mesa... no, no exactamente en el centro; volvió a salir, y al instante regresó con un escabel y una silla adicional, y ordenó los muebles, no en forma fortuita, sino con criterio y buen gusto. Regresó varias veces, y Cincinnatus no se atrevía a preguntar «¿falta mucho?» y —como sucede en ese momento en particular inactivo cuando uno, ya completamente vestido, espera invitados— daba vueltas, ora deteniéndose en rincones desacostumbrados, ora enderezando las flores en el florero, hasta que Rodion sintió pena y le dijo que ya faltaba poco.

A las diez en punto hizo su entrada Rodrig Ivanovich, con su mejor y más monumental levita, pomposo, altivo, excitado pero aun así compuesto; depositó un pesado cenicero y lo inspeccionó todo (con la sola excepción de Cincinnatus), comportándose como un mayordomo absorto en su tarea, que deposita toda su atención solamente en la inspección de la limpieza de las cosas inanimadas, dejando que las animadas se las ingenien solas. Regresó con un frasco verde equipado con una perilla de goma y comenzó a pulverizar con fragancia de pino; empujando a un lado a Cincinnatus sin mucha ceremonia, cuando le encontraba en su camino, Rodrig Ivanovich arregló las sillas de diferente manera que Rodion, y durante largo rato contempló con ojos saltones los respaldos, que no combinaban —uno tenía una forma de lira, el otro era cuadrado. Hinchó sus mejillas y dejó escapar el aire con un silbido; y por fin se volvió a Cincinnatus.

—¿Y qué tal usted? ¿Está preparado? —preguntó—. ¿Halló todo lo que necesitaba? ¿Están en orden las hebillas de sus zapatos? ¿Por qué está esto arrugado o lo que sea, por aquí? Debería darle vergüenza. A ver las garras. Bon. Ahora trate de no ensuciar nada. Creo que ya no falta mucho...

Salió, y su suculenta, autoritaria voz de bajo retumbó por el pasillo. Rodion abrió la puerta de la celda, asegurándola para que no volviera a cerrarse y desplegó un camino color caramelo sobre el umbral. —Ya viene—, murmuró con un guiño y desapareció. Una llave dio tres vueltas en alguna cerradura, voces confusas se hicieron audibles, y una ráfaga agitó los cabellos de Cincinnatus. Estaba muy agitado, y sus labios temblorosos intentaban continuamente una sombra de sonrisa. —Por aquí.

Ya hemos llegado—, escuchó que comentaba sonoramente el director, y un instante después éste aparecía, conduciendo galantemente del codo al rollizo, pequeño prisionero a rayas, quien antes de pasar, hizo una pausa ea la alfombra, juntó en silencio sus pies calzados en cuero marroquí, e hizo una graciosa reverencia.

—Permítame presentarle a M'sieur Pierre —dijo el director dirigiéndose a Cincinnatus en tono jubiloso—. Pase, pase, M'sieur Pierre. No puede usted imaginar con cuánta impaciencia era esperado aquí. Conózcanse ustedes, caballeros. El encuentro largamente esperado. Un espectáculo instructivo... Sea indulgente con nosotros M'sieur Pierre, no nos culpe...

Ni siquiera sabía lo que estaba diciendo —bullendo, haciendo cabriolas, frotándose las manos, hirviendo en: delicioso embarazo.

M'sieur Pierre, muy calmo y compuesto, entró, hizo otra reverencia, y Cincinnatus mecánicamente le estrechó la mano; el otro retuvo los dedos fugitivos de Cincinnatus con su pequeña mano suave, un segundo más que lo necesario —como un gentil médico de edad madura, cuyo apretón de manos es tan afectuoso, tan deseable— y luego los dejó en libertad.

Con una voz melodiosa, aguda, que le salía de la garganta, M'sieur Pierre dijo:

—También soy yo feliz en extremo de ser presentado a usted por fin. Me atrevo a expresar mi esperanza de que podamos conocernos más íntimamente.

—Exactamente, exactamente —bramó el director—, oh, por favor, siéntese... Considérese en su casa... Su colega aquí está tan feliz de verlo que se ha quedado sin palabras.

M'sieur Pierre tomó asiento, y entonces fue evidente que sus piernas no llegaban al suelo; sin embargo esto no restó un ápice a su dignidad o a esa gracia particular con que la naturaleza adorna a unos pocos y selectos hombrecitos gordos. Sus ojos brillantes como el cristal observaban cortésmente a Cincinnatus, mientras Rodrig Ivanovich, que también se había sentado a la mesa, riendo entre dientes, animoso, intoxicado de placer, miraba a uno y a otro, seguía anhelante la impresión que preducía en Cincinnatus cada palabra de su huésped.

M'sieur Pierre dijo:

—Tiene usted un extraordinario parecido con su madre. Yo nunca he tenido la oportunidad de verla, pero Rodrig Ivanovich ha prometido gentilmente mostrarme su fotografía.

—A sus órdenes —dijo el director—, conseguiremos una para usted.

M'sieur Pierre continuó:

—De todos modos, aparte de esto, yo he sido un entusiasta de la fotografía desde joven. Ahora tengo treinta años, ¿y usted? —Exactamente treinta —dijo el director. —Ya ve. He acertado. De modo que ya que ésta es también su manía permítame enseñarle...

Vivamente, sacó del bolsillo de pecho de su saco pijama una abultada cartera, y de ésta una gruesa pila de instantáneas familiares del tamaño más diminuto, y robando una por una como de un mazo de naipecillos, comenzó a colocarlas sobre la mesa, y Rodrig Ivanovich se apoderaba de ellas con exclamaciones de deleite, las examinaba largo rato, y lentamente, admirando aún la instantánea o preso ya su interés en la siguiente, la pasaba —aun cuando no había allí más que quietud y silencio. Las fotografías mostraban a M'sieur Pierre en varias poses, ya en el jardín, con un gigantesco tomate de exposición en la mano; ya encaramado sobre una barandilla apoyando una sola nalga (de perfil, con pipa); ya leyendo sentado en una mecedora, un vaso con un resto de bebida junto a él...