—Excelente, maravilloso —comentaba Rodrig Ivanovich con adulación, sacudiendo la cabeza, recreando los ojos en cada instantánea o sosteniendo dos a un tiempo y paseando la vista de una a otra—. ¡Vaya, vaya, qué bíceps tiene usted en ésta! ¡Quién hubiera dicho, con su físico tan agraciado! ¡Arrollador! ¡Oh, cuán encantador, hablando con el pajarito!
—Está domesticado —dijo M'sieur Pierre.
—¡Qué entretenido! ¡Qué me dice...! ¡Y ésta otra..., nada menos que comiendo una sandía!
—Sí —dijo M'sieur Pierre—. Ésas ya las ha mirado. Aquí hay algunas más.
—Encantadoras, permítame decirlo. Veamos ese otro manojo; él no las ha visto todavía...
—Aquí estoy haciendo pruebas con tres manzanas —dijo M'sieur Pierre.
—¡Esto sí que es algo! —dijo el director cloqueando la lengua.
—Desayunando —anunció M'sieur Pierre—. Éste soy yo, y éste es mi difunto padre.
—Sí, sí, por supuesto lo reconozco... ¡Este rostro noble!
—A orillas del Strop —dijo M'sieur Pierre—. ¿Ha estado usted allí? —preguntó dirigiéndose a Cincinnatus.
—No creo —respondió Rodrig vano vich—. ¿Y dónde fue tomada ésta? ¡Qué gabancito tan elegante! Sabe una cosa, parece mayor aquí. Un segundo, quiero ver aquélla otra vez, la de la regadera...
—Aquí está... Éstas son todas las que tengo conmigo —dijo M'sieur Pierre, y volvió a dirigirse a Cincinnatus—. Si hubiera sabido que a usted le interesaba tanto, habría traído más; tengo una buena docena de álbumes.
—Magnífico, sorprendente —repitió Rodrig Ivanovich secándose con un pañuelo color lila los ojos, que se le habían humedecido con tanto gozo y exclamaciones.
M'sieur Pierre juntó de nuevo el contenido de su cartera. Repentinamente apareció en sus manos un mazo de naipes.
Piensen una carta, por favor, cualquier carta —pidió comenzando a ponerlas boca abajo sobre la mesa;
empujó el cenicero con el codo, continuó con las cartas.
—Ya hemos pensado una —dijo el directo y garbosamente.
Haciendo un poco de pantomima, M'sieur Pierre se apoyó el dedo índice en la frente; luego rápidamente recogió las cartas, las mezcló con habilidad y sacó el tres de pique.
—Es asombroso —exclamó el director—. ¡Simplemente asombroso!
El mago se esfumó tan repentinamente como apareciera y, con cara imperturbable M'sieur Pierre dijo:
—La viejita va a visitar al médico y le dice: «Tengo una enfermedad terrible, señor Doctor» dice, «Tengo un miedo horrible de que moriré...» «¿Y cuáles son los síntomas?» «Mi cabeza cabecea, señor Doctor» —y M'sieur Pierre refunfuñando y sacudiéndose imitaba a la viejita.
Rodrig Ivanovich explotó en desenfrenada alegría, golpeó la mesa con el puño, casi se cae de la silla; luego tuvo un acceso de tos; gimió; y con gran esfuerzo consiguió controlarse.
—M'sieur Pierre, usted es el alma de la reunión —dijo aún entre lágrimas—, ¡realmente el alma de la reunión! Nunca en mi vida había oído una anécdota tan graciosa. —Qué melancólicos estamos, qué enternecidos —le dijo M'sieur Pierre a Cincinnatus, haciendo una mueca como si se tratara de hacer reír a un niño malhumorado—. Nos quedamos tan quietos, y nuestro pequeño bigote tiembla, y la vena de nuestro cuello late, y nuestros ojitos están húmedos...
—Es de alegría —intervino rápidamente el director—. N'y faites pas attention.
—Sí, éste es sin duda un día feliz, un día marcado con números rojos —dijo M'sieur Pierre—. Yo mismo bullo de excitación... No quiero jactarme, pero en mí, querido colega, hallará usted una rara combinación de sociabilidad exterior y sensibilidad interior, el arte de la conversión y la habilidad de guardar silencio, la diversión y la seriedad... ¿Quién consolará a un niñito que llora y le arreglará su juguete roto? M'sieur Pierre. ¿Quién intercederá por una pobre viuda? M'sieur Pierre. ¿Quién dará un consejo sano? ¿Quién indicará una medicina? ¿Quién traerá buenas noticias? ¿Quién? ¿Quién? M'sieur Pierre. Todo lo hará M'sieur Pierre.
—¡Admirable! ¡Qué talento! —exclamó el director, como si hubiera escuchado una poesía; sin embargo, no dejaba de observar continuamente a Cincinnatus con el rabo del ojo.
—Por tanto, me parece —continuó, M'sieur Pierre—. Oh, sí, a propósito —se interrumpió a sí mismo—, ¿está usted satisfecho con su morada? ¿No tiene frío de noche? ¿Le dan bastante de comer?
—Come lo mismo que yo —respondió Rodrig Ivanovich—. Aquí está como en su casa.
—Pero no sale de caza —bromeó M'sieur Pierre. El director estaba ya listo para volver a rugir, pero justamente en ese momento se abrió la puerta y apareció el flaco y melancólico bibliotecario con una pila de libros debajo del brazo. Llevaba atada al cuello una bufanda de lana. Sin saludar a nadie descargó los libros sobre el catre, y por un momento fantasmas estereométricos de esos mismos libros, compuesto de polvo, colgaron sobre ellos en el aire, colgaron, vibraron y desaparecieron.
—Espere un minuto —dijo Rodrig Ivanovich—. Creo que no han sido presentados.
El bibliotecario asintió sin mirar, mientras M'sieur Pierre se levantaba cortésmente de la silla.
—Por favor, M'sieur Pierre —rogó el director apoyando las manos en la pechera de su camisa—, por favor, ¡muéstrele su treta!
—Oh, no tiene casi importancia, no es nada —comenzó a decir M'sieur Pierre modestamente, pero el director no cejaba.
—¡Es un milagro! ¡Magia roja! ¡Se lo rogamos todos! Oh, hágalo por nosotros... Espere, espere un minuto —le gritó al bibliotecario que ya caminaba hacia la puerta—. Solamente un minuto, M'sieur Pierre le mostrará algo. ¡Por favor, por favor! No se vaya... —Piense en una de estas cartas —dijo M'sieur Pierre remedando solemnidad; barajó las cartas; sacó el cinco de pique.
—No —dijo el bibliotecario y salió.
M'sieur Pierre alzó un redondo hombrito.
—Volveré en seguida —murmuró el director saliendo también.
Cincinnatus y su huésped quedaron solos. Cincinnatus abrió un libro y se sepultó en él, es decir, siguió leyendo el primer párrafo una y otra vez. M'sieur Pierre lo miraba con amable sonrisa; había apoyado una garrita sobre la mesa con la palma hacia arriba, como ofreciendo a Cincinnatus hacer las paces. Regresó el director. Traía una chalina de lana apretándola fuertemente con el puño.
—Quizá le sea útil, M'sieur Pierre —le dijo; luego le entregó la chalina, se sentó, bufó ruidosamente, como un caballo, y comenzó a examinar su pulgar, de cuyo extremo una uña rota colgaba como una hoz.