là-bas, la mirada de los hombres brilla con inimitable comprensión; allí las extravagancias que aquí son torturadas, caminan libremente; alli el tiempo toma forma de acuerdo al placer de cada uno como un tapete con dibujos cuyos pliegues pueden ponerse " en forma tal que dos dibujos se encuentren y luego se lo pueda extender nuevamente, y uno sigue viviendo o sobrepone la imagen siguiente sobre la última, sin fin, con la ociosa concentración de una mujer que elige un cinturón que combine con su vestido —ahora ella se desliza en mi dirección, golpeando rítmicamente el terciopelo con sus rodillas, comprendiéndolo todo y siendo comprensible para mí... Allí, allí están los originales de esos jardines donde acostumbrábamos a vagar y escondernos en este mundo; allí todo se le revela a uno por su encantadora evidencia; allí brilla el espejo que una que otra vez envía hacia aquí un reflejo casual... Y lo que digo no es, no, lo exacto, y estoy empezando a confundirme, a no llegar a ningún lado, a decir tonterías, y cuanto más muevo y busco en el agua tentando el arenoso fondo tras una visión que he vislumbrado, más turbia se vuelve y disminuyen las posibilidades de que la encuentre alguna vez. No, aún no he dicho nada, o quizá sólo palabras pedantes... y al ; final lo lógico sería abandonar, y yo lo haría si estuviera trabajando para un lector de hoy, pero como no hay en el mundo un ser humano que pueda hablar mi lenguaje; o simplemente, ni un sólo ser humano; debo pensar sólo en mí mismo; sólo en esa fuerza que me urge a expresar— me. Tengo frío, me siento débil, tengo miedo, mi nuca disimula y adula, y nuevamente mira con loca intensidad, pero, a pesar de todo, estoy encadenado a esta mesa como un jarro a una fuente y no me levantaré hasta que haya dicho lo que quiero. Repito (juntando nuevo impulso al ritmo de recurrentes encantamientos), repito: hay algo que sé, hay algo que sé, hay algo que sé... cuando era todavía niño, viviendo aún en una casa grande, fría, color amarillo canario, donde me preparaban, a mí y a cientos de otros niños para una segura no-existencia como muñecos adultos, donde todos mis coetáneos se transformaban sin esfuerzo o dolor; ya entonces, en esos execrables días, entre libros de género y material escolar brillantemente pintado y corrientes de aire que helaban hasta el aliña, yo sabía sin saber, yo sabía sin dudar, yo sabía cómo uno se conoce a sí mismo, yo sabía lo que es imposible saber y, yo diría, yo sabía aún con más claridad que hoy. Es que la vida me ha gastado: la continua intranquilidad, la ocultación de mi conocimiento, el fingimiento, el temor, un doloroso desgastarse de todos mis nervios —no venderse, no traicionarse...— y aún hoy siento un dolor en esa parte de mi memoria donde está grabado el mismísimo comienzo de este esfuerzo, o sea el momento que comprendí por primera vez que las cosas que me parecían naturales eran en realidad prohibidas, imposibles, que cualquier pensamiento sobre ellas era criminal. ¡Cuán bien recuerdo ese día! Acababa de aprender a hacer letras, ya que me recuerdo llevando en mi dedo meñique el pequeño anillo de cobre que se otorgaba a los niños que ya sabían copiar las palabras modelo de los canteros del jardín de la escuela, donde las petunias y las caléndulas deletreaban largos refranes. Estaba sentado con los pies apoyados en el umbral de la ventana y contemplaba cómo mis condiscípulos, vestidos como yo con una especie de larga camisa rosa, daban vueltas tomados de la mano alrededor de un mástil pintado. ¿Por qué me dejaron fuera? ¿Como castigo? No. Más bien la renuencia de los otros niños a jugar conmigo y el mortal embarazo, vergüenza y melancolía que yo sentía cuando me unía a ellos, me hacía preferir ese blanco escondrijo claramente marcado por la sombra de la ventana entreabierta. Podía oír las exclamaciones exigidas por el juego y las estridentes órdenes de la "pedagoguette" pelirroja; podía ver sus rizos y sus gafas y con el asqueado horror que nunca me abandonaba, la observé dar a los más pequeños, empujoncitos paral hacerles girar más rápido. Y esa maestra y el mástil pintado, y las blancas nubes que dejaban pasar el sol de veza en cuando, y entonces arrojaba una luz apasionada que! buscaba algo, y entonces estaban repetidos en el llameante cristal de la ventana abierta... En una palabra, sentí tal temor y tristeza, que traté de sumergirme dentro de mí mismo, de reducir mi ritmo y escaparme de la vida sin' sentido que me llevaba hacia adelante. Justo entonces, al final de la galería de piedra donde yo estaba sentado, apareció el profesor —no recuerdo su nombre— un hombre gordo, sudoroso, de pecho velludo, camino al baño. Desde lejos me gritó, su voz amplificada por la acústica, que fuera al jardín; se aproximó rápidamente, blandió su toalla. En mi tristeza, en mi abstracción, inconsciente e inocente-¡mente, en lugar de descender al jardín por las escaleras (la galería estaba en el tercer piso), sin pensar lo que hacía, sino actuando en realidad obedientemente, hasta con sumisión, salí por la ventana al elástico aire y sintien— do sólo una especie de sensación de estar descalzo (aunque llevaba zapatos) lentamente y con absoluta naturalidad eché a andar, todavía chupándome el dedo en que esa mañana me clavara una astilla... De pronto, sin embargo, un extraordinario y ensordecedor silencio me despertó de mi sueño y vi debajo, cual pálidas margaritas, las levantadas caras de los estupefactos niños, y a la pedagoguette, que parecían estar cayéndose de espalda; también vi los globos de los podados arbustos y la descendente toalla que aún no había llegado al poste; me vi a mí mismo, un muchacho vestido de rosa, de través en medio del aire; dan— dome vuelta, vi, a sólo tres pasos aéreos de mí, la ventana que acababa de dejar, y con su velluda mano extendida en malevolente sorpresa, al-».