(Aquí, desgraciadamente se hizo la oscuridad —Rodion apagaba la luz exactamente a las veintidós.)
CAPÍTULO IX
Y nuevamente el día comenzó con un estrépito de voces. Rodion daba instrucciones lúgubremente, y otros servidores le ayudaban. Toda la familia de Marthe había llegado para la entrevista, trayendo consigo todos los muebles. No era así, no era así cómo había imaginado aquella cita largamente esperada... ¡Cómo iban llegando! El anciano padre de Marthe, con su inmensa calva, sus bolsas debajo de los ojos, y su bastón negro con punta de goma; los hermanos de Marthe, mellizos idénticos, salvo que uno tenía el bigote rubio y el otro negro como el betún; los abuelos maternos de Marthe, tan viejos que uno ya podía ver a través de ellos; tres vivarachas primas, que, sin embargo, por alguna razón no fueron admitidas a último momento; los niños de Marthe —el cojo Diomedon y la obesa pequeña Pauline; por último, la propia Marthe, con su mejor vestido negro, una cinta de terciopelo alrededor de su frío cuello blanco y llevando un espejo de mano; un joven muy correcto de perfil sin tacha estaba constantemente junto a ella. El suegro, apoyándose en su bastón, se sentó en un sillón de cuero que había traído consigo; haciendo un esfuerzo consiguió poner uno de sus gordos pies sobre un escabel, y, con enojo, sacudiendo la cabeza, miró fijamea. te, por debajo de sus pesados párpados, a Cincinnatus, quien percibió la indefinida sensación familiar a la vista de las ranas que adornaban la abrigada chaqueta de su suegro, los pliegues alrededor de la boca, que le daban un aire de eterno disgusto, y el borrón púrpura de una marca de nacimiento sobre la encordada sien, bulto que recordaba a una gran uva seca justo sobre la vena.
El abuelo y la abuela (el uno todo trémulo y encogido con sus pantalones remendados, la otra con su cabello blanco bien corto, y tan delgada que podría haberse metido en la funda de seda de un paraguas) se ubicaron uno junto al otro en dos sillas idénticas de alto respaldo; el abuelo apretaba fuertemente con sus manecitas hirsutas un voluminoso retrato, con marco dorado, de su madre, una nebulosa señora que a su vez sostenía un retrato.
Mientras tanto seguían arribando muebles, utensilios domésticos, hasta porciones individuales de paredes. Llegó un armario con espejo, que traía consigo su reflejo (es decir, un rincón del dormitorio conyugal con un rayo de sol que atravesaba el suelo, un guante caído, y una puerta abierta a lo lejos). Entró rodando un triste triciclo con aditamentos ortopédicos. Éste fue seguido por la mesa con incrustaciones sobre la cual había descansado durante los últimos diez años un frasco chato color granate y una horquilla. Marthe se sentó en su canapé negro con rosas bordadas. —¡Desgraciado, desgraciado!—, voceó el suegro, golpeando el suelo con su bastón. Sonrisitas temerosas aparecieron en los rostros de los mayores. —No, papito, ya hemos pasado por esto mil veces—, dijo Marthe con calma, y un escalofrío recorrió sus hombros. Su compañero le ofreció un chal con flecos, pero ella, formando el rudimento de una tierna sonrisa con un solo costado de sus enjugados labios, hizo a un lado la delicada mano del joven. («Lo primero que miro en un hombre son sus manos».) Éste vestía el elegante uniforme negro de los empleados de telégrafos y se perfumaba con esencia de violeta.
—¡Desgraciado! —repitió el suegro enérgicamente y comenzó a maldecir a Cincinnatus en detalle y con fruición. La mirada de Cincinnatus estaba prendida del vestido verde a lunares de Pauline: cabello rojizo, bizca, con gafas, no moviendo a risa sino a pena con aquellos lunares y aquella gordura, caminando torpemente con sus piernas gordas enfundadas en medias de lana marrón y zapatos abotonados, se acercaba a cada uno de los presentes y los estudiaba con atención, observándoles gravemente y en silencio con sus pequeños ojos oscuros, que parecían encontrarse tras el puente de su nariz. La pobre cosa tenía una servilleta atada al cuello —evidentemente se habían olvidado de quitársela después del desayuno.
El suegro hizo una pausa para tomar aliento, luego dio otro golpe con su bastón, y entonces Cincinnatus dijo: Sí, escucho.
—Silencio, insolente —gritó el primero—, tengo derecho a esperar de ti, por lo menos hoy, que te encuentras a la puerta de la muerte, un poco de respeto. Cómo es que has llegado al patíbulo... Te exijo una explicación... cómo has podido... cómo te has atrevido...
Marthe le pidió algo en voz baja a su compañero: él se puso a revolverlo todo a su alrededor, explorando entre sus ropas y levantándose del canapé por si estuviera sentado encima; —no, no, está bien—, respondió en voz casi tan baja. —Debe habérseme caído en el camino... No se preocupe, ya aparecerá... —Pero, ¿está segura de que no tiene frío?—. Sacudiendo la cabeza negativamente Marthe apoyó su suave palma sobre la muñeca del joven; y retirando la mano inmediatamente, estiró su vestido por sobre sus rodillas y con un murmullo severo llamó a su hijo, que estaba molestando a sus tíos, y éstos a su vez le apartaban con la mano, —no los dejaba escuchar bien, Diomedon con una blusa gris con elástico a la altura de la cadera, retorciendo todo su cuerpo con rítmica distorsión, cubrió sin embargo rápidamente la distancia que Id separaba de su madre. Su pierna izquierda era fuerte y rosada; la derecha recordaba a un rifle con su complicado arnés: cañón, correas, guardamonte. Tenía los redondos ojos castaños y las pestañas ralas de su madre, pero la parte inferior de su cara, con su mandíbula de bulldog—ésta, por supuesto, era de algún otro. —Siéntate aquí—., murmuró Marthe, y con un rápido manotón recuperó el espejo de mano que se estaba escurriendo del canapé.
—Dime —continuaba el suegro—, ¿cómo te has atrevido, tú, un feliz hombre de su casa —espléndidos muebles, magníficas criaturas, una amante esposa— cómo te has atrevido a no considerar todo esto, villano? A veces me parece que no soy más que un viejo reblandecido y que no entiendo nada de nada, porque de otra manera debí caer en cuenta de tal repugnancia... ¡Silencio! —rugió, y otra vez los mayores se sobresaltaron y sonrieron.
Un gato negro se estiró, refregó contra la pierna de Cincinnatus y de pronto saltó al aparador y de allí al hombro del abogado, quien acababa de entrar en ese momento y se había sentado en un rincón sobre una banqueta del felpa —tenía un resfrío terrible y, por sobre un pañuelo listo para ser usado, inspeccionaba a los componentes de la reunión y a los diversos artículos domésticos que hacían parecer a la celda un local de remates; el gato lo sobresaltó y lo tiró a un lado con un movimiento convulsivo.
El suegro seguía atronando, multiplicando maldiciones y empezaba ya a ponerse ronco. Marthe se cubrió los ojos con la mano; su compañero, tensos los músculos de la mandíbula, la observaba. Sobre un sillón de respaldo curvo, estaban sentados los hermanos de Marthe; el moreno, con un traje tostado y camisa de cuello abierto, tenía en ja mano un rollo de papel pautado guardado dentro de un tubo y aún sin usar; era considerado uno de los mejores cantantes de la ciudad. Su mellizo, con pantalones de golf azul celeste, joven elegante e inteligente, le había llevado un regalo a su cuñado —un tazón con brillantes frutos hechos de cera. Tenía también una banda de luto en la manga, y la señalaba con el dedo mientras trataba de toparse con la mirada de Cincinnatus.
En la cúspide de su elocuencia el suegro repentinamente se atragantó, y dio tal tirón a su silla que la pequeña y tranquila Pauline, que había estado parada junto a él mirándole la boca, se cayó de espaldas yendo a dar detrás de la silla, y allí se quedó esperando que nadie se diera cuenta. Rompiendo el papel, el suegro comenzó a abrir un paquete de cigarrillos. Todos guardaban silencio.