Diferentes ruidos de pies al acomodarse. El hermano de Marthe, el moreno, se aclaró la garganta y comenzó a cantar suavemente «M ali é trano t'amesti...» Se detuvo de golpe y miró a su hermano, quien lo observaba con ojos furibundos. El abogado, sonriéndole a algo, volvió a utilizar su pañuelo. Sobre el canapé, Marthe conversaba en voz baja con su acompañante, quien le rogaba que se cubriera los hombros con el chal —el aire de la prisión era un poco húmedo. Cuando conversaban, se trataban formalmente de usted, pero cuánta carga de ternura llevaba este tratamiento mientras navegaba por el horizonte de su casi inaudible conversación... El viejecito, temblando espantosamente, se levantó de su silla, le tendió el cuadro a su anciana esposa, y con una llamita que temblaba igual que él, comenzó a caminar hacia el suegro de Cincinnatus, y ya iba a encenderle el... Pero la llama se apagó y aquél frunció el ceño disgustado.
—Sí que estorbas con tu estúpido encendedor —dijo malhumorado, pero ya sin cólera; luego el ambiente se fue animando, y todos comenzaron a hablar a un tiempo. «Malí é trano t'amesti!» cantó el hermano de Marthe a voz en cuello; —Diomedon, deja ese gato al instante—, dijo Marthe. —Ya has estrangulado otro ayer; uno por día es demasiado. Quíteselo, por favor, querido Victor—. Aprovechándose de la animación general, Pauline salió de atrás de la silla y con toda calma se levantó. El abogado se acercó al suegro de Cincinnatus y le ofreció fuego.
—Toma la palabra «chacharear» —le decía a Cincinnatus su cuñado, el inteligente—. Ahora quítale la palabra «crear». ¿Eh? Curioso, ¿no es cierto? Sí, amigo, te has metido en una buena. Hablando en serio, ¿cómo hiciste una cosa semejante?
Mientras tanto, la puerta se abrió imperceptiblemente M’sieur Pierre y el director se pararon en el umbral con las manos a la espalda en idéntica posición, y con toda calma, moviendo solamente los ojos con delicadeza, examinaban la reunión. Allí permanecieron un minuto, antes de retirarse.
—Escúchame —decía el cuñado, respirando vehementemente—. Soy tu viejo compañero. Haz lo que te digo. Arrepiéntete, mi pequeño Cincinnatus. Vamos, hazme ese favor. No ves que todavía podrían dejarte libre. ¿Eh? Piensa qué triste es tener al camarada de uno adentro. ¿Qué tienes que perder? Vamos, no seas cabeza dura.
—¡Salud! ¡Salud! ¡Salud! —dijo el abogado acercándose a Cincinnatus con el pañuelo en las manos—. No me abrace, todavía estoy muy resfriado. ¿De qué se habla? ¿Puedo ser útil en algo?
—Déjeme pasar —murmuró Cincinnatus—. Tengo que hablar dos palabras con mi esposa...
—Ahora, mi querido, discutamos la cuestión de los bienes —dijo el suegro, renovado, y extendió su bastón, haciendo tropezar a Cincinnatus—. ¡Espera, espera, te estoy hablando!
Cincinnatus siguió caminando; debió dar la vuelta a una larga mesa, puesta para diez personas, y luego pasar apretado entre el biombo y el armario para llegar hasta Marthe, reclinada sobre el canapé. El joven le había cubierto los pies con el chal. Cincinnatus casi lo consigue, pero justo en ese momento Diomedon pegó un grito terrible. Se dio vuelta y vio a Emmie, que había entrado quién sabe cómo y hacía burla al niño: imitando su renquera, arrastraba una de sus piernas en diversas y complicadas contorsiones. Cincinnatus la tomó de un brazo, pero ella se soltó y echó a correr. Pauline anadeó detrás de ella en un silencioso éxtasis de curiosidad.
Marthe se volvió hacia él. El joven, muy correctamente, se puso de pie.
—Marthe, sólo dos palabras, te lo ruego—, dijo Cincinnatus rápidamente; tropezó con un cojín que había en el suelo y se sentó torpemente en la orilla del canapé, envolviéndose al mismo tiempo en su bata sucia de ceniza.
—Una ligera hemicránea—, dijo el joven.
—¿Qué puede esperarse? Tanta excitación le hace mal—.
—Tiene usted razón—, dijo Cincinnatus.
—Sí, tiene usted razón. Quería preguntarle... Debo, en privado—.
—Con su permiso, señor—, dijo junto a él la voz de Rodion. Cincinnatus se paró; Rodion y otro empleado, mirándose a los ojos, agarraron fuertemente el canapé donde Marthe estaba recostada, gruñeron, lo levantaron y comenzaron a caminar hacia la puerta. —Adiós, adiós—, decía Marthe con voz infantil, cimbrando a tono con el paso de los hombres, pero repentinamente cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos. Su escolta caminaba detrás silenciosamente, llevando el chal negro que había recogido del suelo, un ramillete de flores, la capa de su uniforme, y un guante solitario. Todo era conmoción. Los hermanos empacaban los platos en un baúl. Su padre, con respiración de asmático, sujetaba las múltiples faces del biombo. El abogado le ofrecía a alguien una inmensa hoja de papel de envolver, que quién sabe cómo había conseguido; fue visto tratando sin éxito de envolver con él un bol que contenía agua empañada y un pececillo anaranjado, pálido. En medio de la conmoción el armario con su reflejo estaba allí como una mujer encinta, sosteniendo y haciendo a un lado cuidadosamente su vientre de cristal para que nadie fuera a rozarlo. Fue reclinado para atrás y sacado en un tambaleante abrazo.
Todos se fueron acercando a Cincinnatus para despedirse.
—Bueno, olvidemos el pasado—, dijo el suegro y con fría cortesía besó la mano de Cincinnatus, tal como era costumbre. El hermano rubio se sentó al moreno sobre los hombros, y en esa posición se despidieron de Cincinnatus y partieron, como una montaña humana. Los abuelos temblaban encorvados y sostenían el confuso retrato. Los empleados seguían acarreando los muebles. Se acercaron los niños: la solemne Pauline levantó la cabeza; Diomedon, por el contrario, fijaba la vista en el suelo. El abogado los sacó llevándoles de la mano. La última en volar hacia él fue Emmie, pálida, con lágrimas en los ojos, la nariz rosada y la boca húmeda y temblorosa; no habló, pero de repente, con un leve crujido, se alzó en puntas de pie, le rodeó el cuello con sus brazos calientes, balbuceó incoherentemente y emitió un fuerte sollozo. Rodion la tomó de la muñeca —presumiéndose por la manera como rezongaba que la había estado llamando largo rato— y la arrastró firmemente rumbo a la salida. Arqueando hacia atrás su cuerpo, vuelta hacia Cincinnatus la cabeza con sus cabellos ondeantes, palma arriba su brazo encantador (con la apariencia de una cautiva de ballet pero con la sombra de genuina desesperación), Emmie seguía por la fuerza a Rodion mientras éste la arrastraba; su mirada siempre hacia atrás, el bretel caído. Con un balanceo, como si estuviera vaciando un balde de agua, Io arrojó él por el pasillo. Luego, aún murmurando, regresó con una pala a recoger el cuerpo del gato que yacía aplastado debajo de una silla. La puerta se cerró estrepitosamente.
Era difícil creer que en esa misma celda, solo un momento antes...
CAPITULO X
—Cuando el lobezno solitario conozca mejor mis puntos de vista, ya no me rehuirá. Un cierto grado de progreso, sin embargo, se ha alcanzado, y le doy la bienvenida con todo mi corazón —decía M'sieur Pierre sentado de lado junto a la mesa, como era su costumbre, con sus rollizas piernas cruzadas y una mano tamborileando sin ruido sobre el hule. Cincinnatus, con la cabeza apoyada en la mano, estaba recostado sobre el catre.
—Ahora estamos solos —continuó M'sieur Pierre— y llueve. Tiempo ideal para una charla íntima. Aclarémoslo de una vez por todas... Tengo la impresión de que está usted sorprendido, hasta diría irritado, por la actitud de la administración hacia mí; es como si me encontrara yo en una situación de privilegio... no, no, no proteste... terminemos con la cuestión. Permítame decirle dos cosas usted sabe que nuestro querido director (a propósito, el lobezno no es justo con él, pero ya hablaremos de eso más tarde), usted sabe cuán impresionable es, cuán entusiasta, cómo le conmueve cualquier novedad —supongo que durante los primeros días le debe haber ocurrido con usted, de modo que la pasión que ahora le inflama por esa persona, no debe necesariamente molestarle a usted. pío sea tan celoso, amigo mío. En segundo lugar, cosa bastante curiosa por cierto, usted evidentemente desconoce aún las razones por las que yo terminé aquí dentro, pero cuando se lo diga, comprenderá muchas cosas. Perdóneme, ¿qué es eso que tiene en el cuello? Aquí, aquí, sí, aquí.